La libertad, un regalo envenenado (III): Libertad, nacionalismo y estado - Tortuga
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La libertad, un regalo envenenado (III): Libertad, nacionalismo y estado

Domingo.21 de enero de 2024 291 visitas Sin comentarios
Pablo San José Alonso, "El ladrillo de cristal", El fondo. #TITRE

Texto del libro de Pablo San José "El Ladrillo de Cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla".

Índice y ficha del libro

Ver también:

La libertad, un regalo envenenado (I): En qué consiste la libertad para el ciudadano occidental

La libertad, un regalo envenenado (II): Los teóricos de la revolución liberal

La libertad, un regalo envenenado (y IV): El proyecto liberal en el siglo XX, y hasta nuestros días


Rebobinemos un poco y detengámonos en una figura histórica relacionada con los valores liberales en sus orígenes. Napoleón Bonaparte es conocido por el gran público por haber sido un brillante estratega militar y el megalómano dirigente de un gran y fugaz imperio, ya en nuestra edad contemporánea. Un personaje que da mucho juego para filmar películas bélicas «de época». Sin embargo Napoleón, antes de su derrota, fue todo un referente ideológico del naciente liberalismo, que creía ver representados en su figura los «ideales republicanos» de la revolución francesa. Este dato es fundamental para entender el éxito que alcanzó en su trayectoria política. Bonaparte realizó la cuadratura del círculo, combinando la facultad de ser un emperador militarista, dotado de poderes casi omnímodos, con el hecho de dirigir un tipo de estado institucionalmente modernizado, económicamente liberal, constitucional, más o menos «de derecho», fundamentado, en principio, en las motivaciones de quienes hicieron la revolución de 1789, a la que él personalmente prestó su apoyo. Así, pues, también fue un estadista. Uno de los primeros que merecen tal nombre, y un pionero a la hora de materializar la ideología liberal-ilustrada en una institución estatal. De enormes dimensiones, por cierto. Durante su imperio se redacta e implanta el código civil llamado «napoleónico», base de las constituciones de multitud de estados posteriores y perfecto botón de muestra de la homogeneización y centralización jurídica que se pretendió en los nuevos estados burgueses. En su faceta militar imperialista, al parecer, una de las motivaciones personales de Bonaparte era la de acabar con el antiguo régimen en toda Europa e instaurar repúblicas constitucionales por doquier. Ello le valió la admiración de buena parte de la intelectualidad del continente (Beethoven le dedicó su tercera sinfonía por dicha causa). En España, por ejemplo, el reinado de su hermano José, al margen de las circunstancias bélicas que lo rodearon, se consideró un «avance» con respecto al sistema monárquico absoluto que le precedía y fue apoyado por la parte de la burguesía local que había absorbido las ideas ilustradas (los afrancesados fueron llamados). Las políticas de este breve gobierno servirían de inspiración, con posterioridad, al movimiento liberal español del siglo XIX, acaso el más claro y reconocible de Europa.

Napoleón constituye un magnífico botón de muestra para comprobar cómo, ya en sus orígenes, el liberalismo es una ideología falaz, perfectamente propensa a ser utilizada con intereses espurios. Bajo el paraguas del ideal «libertad» se constituye, de hecho, un régimen antidemocrático en el que el poder de decisión está altamente concentrado y las personas gobernadas resultan fuertemente controladas desde las instituciones que, para ello, ha desarrollado el citado poder. El imperio napoleónico ilustra a la perfección el oxímoron que supone denominar «liberal» a la revolución de la que venimos hablando. Por si fuera poco, la nueva institución estatal liberal se pretende libertadora de otros grupos humanos que no han alcanzado sus supuestas bondades. Dentro y fuera de sus fronteras políticas. Tal liberación no se emprende por medios pacíficos: proselitismo, invitación, diálogo, pacto, contrato social... Se hace mediante la invasión policial-militar y la guerra. No hace falta tener demasiada imaginación para comparar aquellos sucesos con los actuales discursos del imperialismo militar occidental. La libertad (o el respeto a los derechos humanos, que es otra forma de nombrarla) en pleno siglo XXI, sigue siendo el pretexto utilizado por los países de Occidente tecnológicamente avanzados para imponer su dominio militar y económico (lo segundo es causa de lo primero) al resto de la humanidad. «Libertad duradera» fue el nombre que recibió el ataque militar occidental a Afganistán. Aquella guerra se inició en 2001 y a fecha de estar redactando estas líneas (2018), aún perdura. Ciertamente la guerra está siendo duradera. Bastante más dudoso, y lo digo con ironía, es que la acción bélica extranjera continuada en el país haya aportado mucha o poca libertad de algún tipo a la población afgana.

Le grande armée, el ejército multinacional napoleónico, si nos hacemos funcionalistas por un momento, sería un importante motivo e hito histórico para la generación del ideal «patria». Veremos que la invención de la idea «nación», en su sentido contemporáneo, y su predicación apostolar, tiene una importancia gigantesca a la hora de legitimar la nueva institución estatal burguesa. Destituidos los antiguos gobernantes nobiliarios, la nueva clase en el poder precisa de nuevos imaginarios para obtener la aquiescencia de la mayoría de la población a su dominio. Ya no serán la adhesión feudal a la corona o a los referentes de religiosidad popular los instrumentos para lograr tal fin, sino el sentimiento de pertenencia a la nación (15). Así, el ejército y la guerra son magníficos medios para fomentar el sentimiento patriótico y, a su vez, éste es el mejor punto de apoyo para legitimar el nuevo poder y nutrir de carne de cañón las filas castrenses. Es una retroalimentación. Aunque Napoleón Bonaparte se distinguió como nadie en manejar estas sensibilidades en pro de sus objetivos, él no inventó el truco. Ya en 1793, el gobierno revolucionario francés había decretado la primera leva masiva de la historia contemporánea, obligando a integrarse en el ejército a todos los hombres capaces y solteros entre 18 y 25 años, llegando a constituir una fuerza de millón y medio de efectivos. Un nuevo uso, cuanto menos contradictorio, de la libertad como idea: razón para la conscripción y para conducir a los reclutas a la muerte en el campo de batalla.

Aquellos burgueses anteriores a la era napoléonica que se habían hecho fuertes en las instituciones francesas tras el triunfo de la revolución, inspirándose, posiblemente, en el ejemplo de la reciente independencia de las colonias británicas de Norteamérica, ya adivinaban las posibilidades del ideal «nación» y no perdieron tiempo en diseñar e implantar la suya. Dice la Viquipedia (16):
«El proceso intencionado de erradicación de las lenguas vernáculas de la Francia moderna y su menosprecio, considerándolas como poco más que un dialecto exclusivamente oral, comenzó con el manifiesto del Abad Grégoire. Éste, informó sobre la necesidad y los medios a emplear para aniquilar el patués [A finales del siglo XVIII, la época conocida como el Reinado del Terror, el término patois designaba toda lengua distinta del francés hablada en Francia] y universalizar el uso del francés, que presentó el 4 de junio de 1794 en la Asamblea Nacional consiguiendo la prohibición oficial de todas las lenguas diferentes del francés en la administración y en la escuela, para unificar lingüísticamente la Francia post-revolucionaria, en un momento en que sólo el 10% de la población dominaba el francés; es decir, alrededor de unos tres millones de personas sobre un total de veintiocho. (…) Esta política ultrarrepublicana de destruir todo indicio de lenguas, culturas y naciones diferentes a la de París es particularmente obvia en la forma en que las fronteras interiores de Francia fueron rediseñadas, creando 83 departamentos que nada tienen que ver con las fronteras internas históricas y tradicionales; y evitando sobre todo que ninguna de ellas pudiese tener nombres como Occitania o Cataluña». Hablábamos más arriba de cómo la parcial dicotomía entre razón/progreso y oscurantismo/atraso serviría, primero a los ilustrados y luego a los liberales, como baúl para todo en el que sepultar cualquier realidad social, cultural o política anterior de la que quisieran deshacerse. Este es un claro ejemplo.

Si alguien busca en internet información sobre los conceptos «nación» y «nacionalismo», un dato recurrente es que las agresiones militaristas de los ejércitos de Napoleón fueron causa directa del «despertar nacional» de los países invadidos y del despegue imparable de la ideología nacionalista a nivel continental. La explicación peca de simplista, me parece. Guerras largas y cruentas ya las había habido (pensemos en la guerra de los Treinta Años, por ejemplo), sin producir este tipo de consecuencias. Entiendo que el fenómeno ha de relacionarse forzosamente con la revolución liberal de la que estamos tratando. El concepto teórico de la moderna nación ya estaba definido por los pensadores que hemos citado más arriba. Hemos señalado cómo, y en virtud de qué medios, los primeros revolucionarios burgueses triunfantes hacen uso del nacionalismo centralista como forma de reforzar su poder. También hemos citado la retroalimentación entre nacionalismo y militarismo de leva general. La revolución liberal burguesa a nivel europeo se inicia en Francia. Pronto se irá extendiendo al resto de países. Las élites burguesas (o aún aristocráticas, como en Rusia), en cada lugar, imitarán el modus operandi que se exporta desde París y, así, harán suya e implantarán en su país de origen la instrumentación del concepto «nación». No son pocos los antropólogos e historiadores del presente que afirman que toda nación es una simple invención de la ideología nacionalista y no al revés. El antropólogo social Ernest Gellner (17), conocido por sus estudios sobre este tema, afirma que en las sociedades modernas, tecnificadas y crecientemente industrializadas, a diferencia de épocas anteriores en las que tal cosa no sucedía, el poder necesita que haya un alto grado de homogeneización, de estandarización cultural, entre la población. De ahí, por ejemplo, la implantación de la enseñanza básica con carácter general y obligado. Para que el nuevo sistema pueda detentar su control sobre los recursos y seguir expandiéndose es preciso que el estado y la cultura se correspondan linealmente. Así, el nacionalismo, más que en una opción entre otras, se convierte en una necesidad. Gellner declara que «el nacionalismo, aunque se presente como el despertar de una fuerza antigua, oculta y aletargada, en realidad no lo es. Es consecuencia de una nueva forma de organización social basada en culturas desarrolladas profundamente interiorizadas y dependientes de la educación, cada una protegida por su respectivo estado.» Dicha homogeneización cultural, inducida por las nuevas condiciones que la sociedad industrial impone y aplicada por la institución estatal, terminará siendo acogida voluntariamente por la población afectada: «En estas condiciones el hombre quiere estar políticamente unido a aquellos, y solo a aquellos, que comparten su cultura (…) La fusión de voluntad, cultura y estado se convierte en norma, y en una norma que no es fácil ni frecuente ver incumplida». El móvil es claro: el ideal “patria” viene como anillo al dedo para acometer todo tipo de homogeneizaciones bajo la égida de la nueva institución estatal, controlada por la clase propietaria burguesa. Homogeneización jurídica, política, social, formativa... Un todo más unitario es más fácilmente controlable y gobernable a cualquier nivel que una sociedad atomizada y discontinua. De la capacidad de la nueva herramienta para la obtención de objetivos políticos y económicos hablará la historia con posterioridad cuando, por ejemplo, pese más el patriotismo que el internacionalismo proletario en la génesis de la Primera Guerra Mundial, o cuando la ideología nacionalista sea empleada reactivamente, en paralelo, al margen o contra el estado constituido, para tratar de lograr distintas finalidades: desde sistemas autoritarios, a la fundación de nuevos estados.

En este proceso, una ideología derivada que coadyuva es el movimiento cultural llamado «romanticismo». Éste constituye un fenómeno protagonizado por minorías ínfimas, en su totalidad pertenecientes a las clases dominantes, pero bastante influyente a la hora de configurar el pensamiento «oficial» de la época. Cualquier manual nos dirá que el romanticismo vino a ser una especie de reacción a tanto racionalismo, una defensa de la emoción y la subjetividad, de la creación artística, de la espiritualidad frente al materialismo. Se dice que el romanticismo es la respuesta al desencanto de algunas élites intelectuales que no ven materializados en el plano formal los vaticinios de los ideales ilustrados. Sin embargo esta corriente intelectual, protagonizada, como decimos, por burgueses acomodados y aristócratas, encajará perfectamente en la revolución liberal y le aportará una estupenda coartada. Porque otro de los rasgos del romanticismo es su encendida defensa de la individualidad, del Yo, frente a lo común. Por ello, aunque no le convence la homogeneización que propone el contrato social liberal-ilustrado, menos aún le gustan los comunalismos rurales. En ese aspecto el romanticismo asume plenamente el ideal liberal político según la formulación de Stuart Mill. No sólo lo asume, sino que le aporta una pátina emocional de la que carecía la fría escritura del teórico británico. Su exaltación del individualismo será la base perfecta para la ideología nacionalista. La valoración de lo diferenciado frente a lo común. La defensa del Yo individual se extiende a la del Yo nacional, y ahí vuelve a coincidir con la hoja de ruta del proyecto liberal. Es recurrente nombrar al romanticismo cuando se habla de la génesis del nacionalismo. Como digo, la extensión del culto del Yo individual al Yo nacional genera el constructo «carácter nacional» (Volksgeist, en alemán; Alemania es lugar pionero de implantación de estas ideas). Frente al cosmopolitismo, la universalidad y la idea de sociabilidad de la Ilustración, el nacionalismo romántico prestará mucha atención a los hechos diferenciales «nacionales» (religión, lengua, tradiciones...) El Volksgeist mitifica los rasgos culturales de cada «nacionalidad», con base histórica o recién inventada, considerándolos «inmutables». Los principales teóricos de esto fueron Johann Gottfried Herder y Johann Gottlieb Fichte. Curiosamente Fichte, un importante filósofo no necesariamente adscrito al movimiento romántico, si bien muy relacionado con él, fue un gran impulsor del nacionalismo alemán mediante su obra «Discursos a la nación alemana», escrita en 1806 en el Berlín ocupado por Napoleón. En esta fecha y lugar se cierra el círculo de impulso al nacionalismo iniciado en la Revolución Francesa. Invasores e invadidos utilizan por igual la coyuntura bélica para modelar sus respectivos imaginarios de nación. En ambos casos «nación» y «estado» vienen a ser una misma cosa.

Con el triunfo de la revolución liberal, la minoría burguesa, que ya era en gran parte detentadora de la riqueza, se hace también con el control político. Esa nueva posición de predominio recién adquirida como grupo social más o menos homogéneo (o clase, si se quiere), será reforzada mediante la institución del estado-nación. Hemos venido explicando el proceso de elaboración del discurso ideológico que le sirve de coartada. En paralelo se da el proceso de creación y desarrollo de las instituciones que conforman dicho estado. Dejando atrás el obsoleto modelo político del absolutismo, el nuevo estado burgués será infinitamente más eficiente y coherente con las dinámicas económicas industriales, comerciales, financieras, etc. del momento. También con la vigente realidad social. El nuevo poder garantizará las libertades personales de aquellos individuos que participan en el pacto, en el contrato social, en la definición de la propia institución y en el diseño de las normas. Garantizará, por ejemplo, la propiedad privada de dichos prohombres, quienes así podrán vivir sus vidas sin amenaza, disfrutando de su riqueza acumulada, pletóricos en derecho de acción y consumo. Como reverso de la moneda, el nuevo estado se demostrará despótico para con las mayorías sociales que no alcanzan los umbrales requeridos de propiedad y nivel educativo. Es en este momento cuando, aquí y allá, se crean las primeras policías propiamente dichas (en España, la Guardia Civil, primer cuerpo policial estatal, se funda en 1844). La policía no es más que una nueva especialidad de lo militar. Fundada ad hoc, en algunos casos, o desgajada del propio ejército en otros, en su génesis, no es otra cosa que un cuerpo de militares armados cuya función primordial es defender los privilegios de la clase dominante frente a sus conciudadanos (18). Que tal cuerpo armado no hubiese sido requerido hasta entonces en ningún lugar habla a las claras de la profunda dicotomía o desigualdad que preside el nuevo modelo social. Junto a los nuevos cuerpos policiales, y como su necesario complemento, se despliega un formidable aparato de «administración de justicia». También centros en los que recluir masivamente a la población levantisca, o a sus líderes más significados, llegado el caso; esto son, las prisiones. No solo mecanismos de coerción y monopolio de la violencia implanta la minoría dirigente: la institución estatal se configurará toda ella como una compleja red, cada vez más burocratizada, mostrándose, así, remota y arcana, a la par que poderosa e incontrolable para el individuo de a pie, especialmente para el pobre y el iletrado. Bien captó Kafka, ya en el siglo XX, esta característica. Y, si bien, los centros de decisión se sitúan geográficamente lejanos, y vedados a cualquier participación real de la gente, la autoridad de la nueva institución, poco a poco, va alcanzando a los gobernados. El estado, junto a los agentes económicos, desarrolla vías de comunicación (carreteras, ferrocarriles, puertos, servicio postal...) por las que, además de mercancías (19), circularán policías, jueces y recaudadores de impuestos. Paulatinamente va abriendo sucursales administrativas en cada lugar (gobernadores, juzgados, cuarteles policiales...), comenzando por las grandes ciudades y, pronto, extendiéndose al ámbito rural. Elaborando censos cada vez más precisos. Añadido a lo anterior, éste es, precisamente, el momento en que nace el adoctrinamiento de masas como mecanismo para garantizar la paz social, es decir, la sumisión al nuevo orden. A la tradicional labor de «pastoreo» de los sacerdotes se añaden los nuevos medios de comunicación: periódicos y revistas propagarán por doquier la visión de las cosas que interesa a la burguesía, clase propietaria de imprentas y editoriales. A lo dicho cabe añadir un dato muy importante: es ahora cuando se decreta e implanta en la mayoría de lugares la escolarización obligatoria de la infancia. El estado (conjuntamente con las instituciones religiosas en aquellos países en las que éstas forman parte de algún modo de la gobernación) desarrollará una red centralizada de escuelas en las que se enseñen, de forma también obligada, los contenidos decididos por la autoridad política. Obviamente, las muchas colectividades identitarias que por entonces quedaban aún en pie —sobre todo en el ámbito rural— no tienen posibilidad alguna de participación en la elaboración de los contenidos teóricos que van a ser administrados a sus hijos e hijas. En España, por ejemplo, la llamada «Ley Moyano», instituye en 1857 la educación básica obligatoria hasta los 12 años, al tiempo que arbitra las medidas pertinentes para que las materias de estudio se controlen en forma centralizada por el gobierno de Madrid, mediante lo que se dio en llamar el «Real Consejo de Instrucción Pública».

Mostrando a las claras que los ideales de libertad e igualdad son mera retórica y justificación, serán los gobiernos más afines al liberalismo formal y al llamado progresismo, frente a sectores de la burguesía y antigua nobleza menos propensos a cambios, denominados «conservadores», quienes con más ahínco profundicen en el desarrollo de estado y capital, y en la destrucción de formas culturales y de propiedad tradicionales. En el caso español son los liberales (que no conviene olvidar que estuvieron liderados a lo largo de la centuria por espadones militares como Espartero, O’Donell, Narváez, Prim, Pavía...) y no los conservadores o los defensores del absolutismo borbónico, quienes impulsan las desastrosas desamortizaciones de bienes comunales. Como es sabido, este gigantesco expolio, que dejó a numerosísimas comunidades rurales en estado de gran debilidad económica (favoreciendo el éxodo rural y la llegada de mano de obra en condiciones precarias a la nueva industria), se realizó bajo el pretexto de modernizar la economía del país poniendo en valor tierras agrícolas deficientemente gestionadas. Tal —discutible— circunstancia se valoró, obviamente, en función de la posible rentabilidad macroeconómica del uso de la tierra y no de su rentabilidad social. Por esa razón, y por la de generar ingresos a las arcas del estado. La venta pública de estas tierras robadas a sus legítimos propietarios constituyó una colosal privatización que inauguró el negocio de la especulación rústica y agraria capitalista a gran escala, poniendo la propiedad de la tierra en manos de burgueses adinerados (incluso de militares) y no de campesinos. La creación de grandes latifundios fue una de sus funestas consecuencias, sin que, ni tan siquiera, se alcanzaran los objetivos económicos pretendidos. No solo la emprendieron los gobernantes liberales con la base económica de los colectivos residentes en la periferia de la institución estatal. También se esforzaron en socavar sus instituciones de autogobierno. Así, la propia constitución de 1812, buque insignia del movimiento liberal español, ignoró deliberadamente el sistema de concejo abierto, una forma democrática de autogobierno empleada en numerosas comunidades rurales, consistente en una asamblea decisoria en la que todo vecino (en la mayoría de casos por «vecino» se entendía un varón mayor de edad, cabeza de familia) participaba directa e igualitariamente. En su lugar, los legisladores liberales decretarán la obligatoriedad de los ayuntamientos constitucionales, gobernados, no por la asamblea de vecinos, sino por unos pocos representantes elegidos, mediante sufragio restringido, por una pequeña minoría de la población masculina. Ayuntamientos, para más inri, sometidos a la autoridad del delegado gubernamental designado directamente desde el poder central (20). La pérdida de calidad democrática —me parece— es evidente.

En este contexto se da en España el movimiento carlista. Episodio complejo y multifactorial que no me voy a detener a tratar aquí. Pero sí nombrar que el conflicto dinástico en sí (entre los partidarios de uno u otro sucesor al trono), ni mucho menos, fue el principal banderín de enganche de los apoyos recibidos por cada facción. En las guerras carlistas se enfrentaron en el campo de batalla dos conceptos de sociedad. El proyecto liberal que venimos definiendo, afirmado en las instituciones del estado, especialmente el ejército, y el de las comunidades damnificadas por el rodillo homogeneizador estatal-capitalista. Algo similar, con diferentes motivaciones, había sucedido ya en la guerra de Sucesión, en el siglo anterior. El carlismo obtuvo un gran apoyo en muchas de las zonas rurales que habían padecido los efectos desamortizadores y la destrucción de sus formas de autogobierno y, en buena medida, fue un fallido intento de revertir tales «reformas» y volver a la situación anterior. Podría decirse que constituyó una resistencia del mundo rural tradicional a los cambios introducidos por la revolución liberal, única en su especie, al haberse dado, no mediante la habitual —en toda Europa— revuelta puntual y espontánea, sino a través de una estructura militar insurgente, irregular pero sostenida en el tiempo. Dice Julio Aróstegui en «Los carlistas» (Cuadernos Historia 16, nº 280) que «... la transformación liberal encontrará en España unas particulares resistencias, como es sabido. Su revolución se encuentra constantemente obstaculizada, obstruida, por una eficiente contrarrevolución que el carlismo representa de forma eminente. Pero ello no basta para calificar a esta última corriente, al menos en sus orígenes, de retrógada. Los proyectos liberal-capitalistas eran proyectos de clase, en beneficio de una concreta. La lógica del proceso implica la reacción de aquellos otros grupos que sólo están llamados a jugar un papel subordinado, que se ven abocados a convertirse en residuales, social e ideológicamente. (…) Sería, sin embargo, un error deducir de ello que el carlismo es la sublevación del campo contra la ciudad, como se ha dicho. Es incuestionable que los estratos artesanales urbanos estuvieron en la contrarrevolución. De ahí que pueda intentarse el análisis del carlismo entre los movimientos de protesta popular propios de los orígenes del capitalismo». Por tales causas, y también por el hecho de que una parte de la Iglesia Católica, por entonces enfrentada con la política liberal, simpatizara con el carlismo, es por lo que éste ha sido tildado por la mayoría de la historiografía —la historia la escribe quien vence— como retrógrado y reaccionario, de ser contrario al «progreso», a la modernización del país. No juega en su favor, todo hay que decirlo, que hacia los años 20 del siglo XX, los dirigentes reconocidos del, ya muy menguado, movimiento social carlista, convirtieran éste en una organización política de corte fascista que participó con identidad propia en los previos del golpe de estado y en la propia guerra civil española, antes de ser fagocitada por el franquismo.

Otro ilustrativo ejemplo de las motivaciones y consecuencias de la revolución liberal podrá ser observado en el proceso de independencia de las colonias americanas de España. Cómo es la élite criolla quien, tras deshacerse de la potencia colonial y generar repúblicas «democráticas» de nuevo cuño, no solo no resuelve la situación de desigualdad y opresión en que se encuentra la población indígena, negra y mestiza del continente, sino que, frecuentemente, la agrava.

A partir de estos momentos, siempre justificándose con la coartada de «la libertad», desplegándose en multitud de compartimentos, desarrollando cuerpos jurídicos, instituciones coactivas, medios de adoctrinamiento de masas, recurriendo a la guerra y a la dictadura si es necesario, el estado crece y crece en todo Occidente. Cada vez se hace más fuerte, más complejo y poderoso, generando todo tipo de recursos para administrar cada vez más aspectos de la convivencia y de la propia intimidad de las personas, dotándose de un colosal cuerpo de funcionarios asalariados y franquiciados. En un proceso que llega a nuestros días y cuyos límites no se advierten, la institución estatal consigue adquirir entidad propia, como el monstruo de Frankenstein, haciéndose independiente, incluso, de los propios grupos sociales que le hicieron nacer hace ya dos siglos.

Notas

15- «Era tradicional que las monarquías utilizaran el sentimiento religioso como acicate al valor y disciplina de los soldados. Privado del culto católico, el ejército francés [se refiere al ejército del periodo napoleónico] utilizó el culto patriótico. En la batalla de Valmy, los oficiales habían comprobado como el grito ¡Viva la Nación! producía en los soldados notable entusiasmo. Tras varios años de guerras patrióticas se constituyó el espíritu militar francés, capaz de superar con ventaja los sentimientos despertados por las antiguas ideas de “los soldados al servicio de la Religión y el Trono”. La ideología militar francesa se basó en exaltados sentimientos de amor a la Francia revolucionaria, adhesión a Napoleón y culto al honor, fermentado por los antiguos militares que nutrieron los primeros cuadros de 1789. El entusiasmo fanático se fomentó en los ritos militares y civiles. Cualquier fiesta cívica motivaba un desfile militar, que presentaba a los soldados el sentimiento de la propia importancia y a los paisanos les vinculaba a los conceptos de la Francia oficial. La actitud entusiasta servía también para integrar a los reclutas belgas, holandeses, italianos, hamburgueses... que las sucesivas anexiones convertían en soldados de Francia. El entusiasmo era necesario para soportar la vida de los errabundos militares del imperio. (…) El patriotismo se consolidó como una de las virtudes militares más notables. Había sido una necesidad francesa para defenderse de un entorno de naciones hostiles. Cuando la República estuvo en peligro, todos debieron cooperar. Napoleón manipuló ese sentimiento en su beneficio. La fidelidad y el sacrificio por Francia se transformaron en la entrega a los designios del Emperador, primer totalitario militar contemporáneo. La estética contribuyó a profundizar el sentimiento de integración en el ejército, a despertar el orgullo profesional, la acometividad, el espíritu de cuerpo. Tales sentimientos de orgullo se traspasaron a los ejércitos extranjeros integrados en la Grande Armeé. Para crear el ejército imperial se recurrió al reclutamiento obligatorio hasta reunir los efectivos necesarios. Así en el ejército de Rusia de 1812 había solo 300.000 franceses en un conjunto de 610.000 hombres. Estos cuerpos se organizaron a la francesa, con un sistema de oficialidad no aristocrática, donde se extendieron las ideas democráticas y nacionalistas. En muchos países, sin un desarrollo moderno y con instituciones feudalizadas, los oficiales se vincularon a los intereses de las clases medias y fueron los adelantados de la revolución liberal.» Gabriel Cardona, «Historia del Ejército». Editorial Humanitas, Barcelona 1983.

16- https://ca.wikipedia.org/wiki/Vergonha 17-1-2016 (traducción propia).

17- Ernest Gellner (1925-1995). Antropólogo social y filósofo checo-británico. Su principal aportación sobre el tema se encuentra en su obra publicada en 1983 «Naciones y nacionalismo».
Sobre la misma cuestión, añado dos apuntes más, tomados de la Wikipedia: «Ciertos teóricos, como Benedict Anderson, han afirmado que las condiciones necesarias para el nacionalismo incluyen el desarrollo de la prensa y el capitalismo. Anderson también afirma que los conceptos de nación y nacionalismo son fenómenos construidos dentro de la sociedad, llamándolos comunidades imaginadas. Ernest Gellner añade al concepto: el nacionalismo no es el despertar de las naciones hacia su conciencia propia: inventa naciones donde no las hay.» https://es.wikipedia.org/wiki/Nacio... «Para Eric Hobsbawm, en consonancia con la mayoría de autores, no son las naciones las que crean el nacionalismo, sino a la inversa, es el nacionalismo quien inventa la nación.» https://es.wikipedia.org/wiki/Naci%...

18- «Ya no se puede conservar la ilusión sobre el carácter de los ejércitos modernos. Ellos son mantenidos en forma permanente sólo para reprimir al “enemigo interno"; es así que los fuertes de París y de Lyon no fueron construidos para defender la ciudad contra el extranjero, sino para aplastar una revuelta. Y si fuera necesario un ejemplo irrefutable, podemos mencionar al ejército de Bélgica, ese paraíso del capitalismo; su neutralidad está garantizada por las potencias europeas, y sin embargo su ejército es uno de los más fuertes en proporción a la población. Los gloriosos campos de batalla del valiente ejército belga son las planicies de Borinage y de Charleroi; es en la sangre de los mineros y de los obreros desarmados donde los oficiales belgas templan sus espadas y aumentan sus charreteras. Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios, que protegen a los capitalistas contra la furia popular que quisiera condenarlos a diez horas de trabajo en las minas o en el hilado.» Paul Lafargue, «El derecho a la pereza» (1883).

19- Una de las principales características del desarrollo de los modernos estados europeos es la creación de «mercados nacionales». Impuestos desde el poder central mediante diversas legislaciones, tienen como fin favorecer el negocio burgués afirmado sobre el libre comercio, a la par que mantener bien abastecidas las ciudades que, también, crecen ampliamente en estos momentos como consecuencia del desarrollo del sistema capital-estado. Las mayoritarias poblaciones agrícolas y ganaderas resultarán fuertemente damnificadas con estas medidas que les obligan coactivamente a ofrecer su producción en un mercado externo a ellas mismas en el que, además, son los intermediarios quienes fijan los precios. Esta circunstancia generará hambrunas en el mundo rural y dará lugar a numerosas revueltas y motines.
Por su parte, Víctor Alba, en «Las ideologías y los movimientos sociales», recuerda que, desde que hay vestigio histórico hasta tiempos recientes, el éxito de una revuelta de tipo rural que desembocara en redistribución de tierras (reforma agraria) no fue principalmente el fruto de la movilización campesina, sino de la población urbana interesada en disolver diversos monopolios (religioso, feudal, empresarial), con el fin de abaratar el abasto ciudadano de productos de primera necesidad.

20- «El Título I, Capítulo I, “De los Ayuntamientos”, de la Constitución gaditana ignora al completo el concejo abierto, negándole pues personalidad jurídica. Establece unos Ayuntamientos militarizados, sometidos al Jefe Político provincial, vigilados por su encarnación local y gestionados de facto por un funcionario impuesto, el Secretario, destinado a hacerse con todos las atribuciones en el día a día. El Jefe Político provincial es nombrado por el rey (art. 234). Se crea así una cadena de mando de tipo militar que subordina al Ayuntamiento a estos poderes, además de a la Diputación de cada provincia, facultada para inspeccionar las cuentas locales (art. 323). Los alcaldes, regidores y procuradores son, en efecto, electivos, lo que no se dice del Jefe Político local (art. 312), pero por sufragio restringido de los varones, como antes se expuso. Las mujeres quedaban completamente excluidas (…) El 95% de los varones quedaban también fuera de la vida política, convertidos en seres sin derechos políticos, ni siquiera formales.» Félix Rodrigo Mora, «El concejo abierto y el comunal agredidos por la Constitución de 1812». Publicado en esta página: http://www.nodo50.org/briega/?q=nod...


Índice y ficha del libro

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