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La libertad, un regalo envenenado (II): Los teóricos de la revolución liberal

Domingo.17 de diciembre de 2023 220 visitas Sin comentarios
Pablo San José Alonso, "El ladrillo de cristal", El fondo. #TITRE

Texto del libro de Pablo San José "El Ladrillo de Cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla".

Índice y ficha del libro

Ver también:

La libertad, un regalo envenenado (I): En qué consiste la libertad para el ciudadano occidental

La libertad, un regalo envenenado (III): Libertad, nacionalismo y estado

La libertad, un regalo envenenado (y IV): El proyecto liberal en el siglo XX, y hasta nuestros días


Decía Rosa Luxemburgo (9) que: «La reforma no posee una fuerza propia, independiente de la revolución. En cada periodo histórico la obra reformista se realiza únicamente en la dirección que le imprime el ímpetu de la última revolución, y prosigue mientras el impulso de la última revolución se haga sentir. Más concretamente, la obra reformista de cada periodo histórico se realiza únicamente en el marco de la forma social creada por la revolución. He aquí el meollo del problema.» Y la revolución bajo cuyo ímpetu se extiende y desarrolla el marco social en que vivimos, y en la que se enmarcan todos nuestros esfuerzos de reforma, tiene nombre de libertad: «Revolución liberal». Como es sabido, este fenómeno político —que va de la mano del evento económico que llamamos revolución industrial y que, conjuntamente con él, pare el moderno sistema estatal-capitalista— surge en Europa Occidental y Norteamérica a finales del siglo XVIII, consolidándose en la siguiente centuria. La burguesía, clase emergente en estos momentos en Occidente, al tiempo que va concentrando la propiedad económica en sus manos, desafiará al modelo político hasta entonces vigente —el mundo del absolutismo, o antiguo régimen— con la intención de establecer unas reglas del juego más favorables a sus intereses. Esta pugna se materializará en un rosario de revueltas urbanas de signo antiautoritario en las principales capitales europeas y en algunas luchas, bélicas o no, de orientación independentista o de generación de «espíritu nacional» en Europa y América. En el caso español la revolución liberal será fundamentalmente cosa del ejército, quien la realizará a base de golpes de estado. A partir de mediados del siglo XIX, se puede decir que las fuerzas absolutistas han sido derrotadas en casi todas partes y son los liberales burgueses quienes se han hecho con el control de los distintos aparatos estatales.

¿En qué consiste el liberalismo en cuanto ideología y proyecto político? Vamos a verlo.

Los «liberales» se llamaban así por hacer de la libertad su bandera. Esto es obvio. Era un concepto de libertad referida tanto al individuo en sí como —posteriormente— a la nación constituida en estado. El precedente ideológico inmediato y determinante ha de buscarse en los teóricos ilustrados. Conocemos las principales características de este movimiento: racionalismo, cientificismo, fe en el progreso entendido tanto en su dimensión material y tecnológica como en la intelectual: ruptura con lo que consideraban «oscurantismo» (concepto que servirá de cajón de sastre donde meter todo tipo de forma ideológica o social previa de la que desean deshacerse). También recogen la herencia del humanismo renacentista, haciendo especial hincapié en la idea del «individuo» y lo que dan en llamar «igualdad natural», una abstracta formulación que declara una suerte de «constitución común a todos los hombres” (en palabras de Diderot), que habría de servir de «principio y fundamento a la libertad». Sobre esa libertad teorizará Rousseau en su «Contrato Social» y, sobre todo, Kant, quien afirmaba que la libertad debía partir de la conciencia individual para luego concretarse en lo social, prefigurando así el subsiguiente liberalismo político. La teoría del contrato social, sobre la que también escribió John Locke (y antes de él Hobbes) reflexiona sobre cómo encajar el disfrute de la libertad individual con el hecho de vivir en sociedad. Hobbes (1588-1679), teórico del absolutismo, directamente negaba la posibilidad de libertad, afirmando que el hecho de someterse voluntariamente a un poder concentrado resulta necesario para encontrarse a salvo de las manifestaciones violentas de la naturaleza humana ajena. Locke (1632-1704), daba un gran paso, al afirmar que ese poder gobernante de la sociedad habría de representar de alguna manera a las voluntades individuales. Rousseau (1712-1778), finalmente, se dedica a hacer encaje de bolillos con la idea de que, en una «república» ideal, los ciudadanos no pierden su libertad, sino que la depositan «libremente» en las manos del gobierno que han consensuado tener, el cual, de alguna manera, viene a ser la manifestación de sus unánimes voluntades. Para ser justos con Rousseau cabe añadir que, según su propuesta, las leyes que rigen la sociedad han de ser racionalmente deliberadas por cada ciudadano y decididas por él con el objetivo de que respondan al bien común. Así, cada ciudadano sería legislador y al mismo tiempo súbdito, al someterse libremente a las leyes de tal modo acordadas (no conviene olvidar que Rousseau estaba pensando más bien en una pequeña república, como lo venía a ser en aquel entonces Ginebra, su ciudad natal). Como puede verse, estas teorías prefiguran la justificación del moderno sistema parlamentario estatal, si bien admiten diferentes interpretaciones, algunas francamente utópicas y otras más plausibles, que son las que utilizará el liberalismo como cimiento. En esta línea, Alexis de Tocqueville (10) avanza un poco más. El pensador de origen francés, que es posterior a la Ilustración y es considerado como una de las principales voces del liberalismo, reflexiona sobre algunos de los problemas que surgen en una sociedad que desea ser democrática en el sentido antes expresado de «contrato social» y que, para ello, apoya su organización política en el ideal «igualdad». Esto es: ya no hay aristócratas, las oportunidades y las leyes son equitativas para todos, cada persona puede «hacerse a sí misma”. Distanciándose de Rousseau, Tocqueville no cree que el contrato social y el fundamento de la igualdad puedan establecerse y mantenerse por consenso ciudadano. A su modo de ver, la democracia igualitaria —que no es tal, puesto que las capacidades intelectuales nunca estarán repartidas de forma equitativa y eso supone una diferencia determinante— es una tiranía de las mayorías sobre las minorías. De esta forma enuncia un dilema: la igualdad es condición básica de la democracia, pero a su vez la impide, ya que genera per se ciertas formas de coacción. Y además —suma esta otra reflexión— convierte a los individuos en seres materialistas, perezosos y hedonistas, de baja calidad humana, que no anhelan la verdadera libertad ni la superación personal. Esta honesta reflexión acaba siendo resuelta de forma, a mi modo de ver, francamente insuficiente. Tocqueville, que se inspira en el tipo de sociedad civil que se estaba implantando en la fase jeffersoniana de la naciente república estadounidense, sugiere una serie de medidas concretas tales como dotar de independencia a la judicatura o forzar a la población a participar en las instituciones (por ejemplo como jurado en las causas penales) como forma «pedagógica» de no desentenderse de lo común. El problema de la opresión de las minorías por las mayorías lo resuelve con la recomendación de que las diferentes sensibilidades se agrupen en asociaciones que trabajen por divulgar sus respectivos puntos de vista. Es una clara prefiguración de los futuros partidos políticos. Podemos decir que Tocqueville es un pensador lleno de buenas intenciones pero no deja de ser un acomodado burgués, preso de la cosmovisión y los intereses de su clase social. Eso le impide ir más lejos.

Como puede seguirse, la lógica de esta tradición de pensamiento, partiendo del ideal humanista del individuo y apoyándose en los conceptos de igualdad y libertad, desemboca en la concreción material del estado. Según la doctrina liberal, el estado es la entidad encargada de garantizar la igualdad entre todos los ciudadanos; «principio de igualdad ante la ley», así enunciaron esta función, que más tarde sería denominada como «estado de derecho». El estado, a su vez, ha de ser «democrático”, esto es, garante de las libertades individuales y baluarte frente al despotismo y la tiranía. Tal era el ideal de lo más reconocible del pensamiento liberal. Conseguir materializar esa idea y que funcione en el sentido expresado ya es harina de otro costal. A pesar de las numerosas teorizaciones —que llegan a nuestros días— sobre la institución estatal, es posible que, por definición, no exista la posibilidad de compatibilizar la existencia de un estado con la de una sociedad de individuos libres e iguales. Al menos, que se sepa, jamás se ha conseguido algo, ni de muy lejos, semejante. Los pensadores ilustrados y liberales antropológicamente optimistas que sí vislumbraban tal posibilidad, ciertamente, o se engañaban a sí mismos, o hacían un pésimo análisis de la realidad, o no conocían a sus compañeros de clase social. En primer lugar, porque tan relucientes horizontes no los están proponiendo quienes pudieran ser portavoces de las mayoritarias sociedades agrarias. Éstas que, en general, en toda Europa, apenas habían evolucionado en centurias, no se mostraban especialmente motivadas por el fomento y desarrollo de la individualidad. Tampoco estaban por la labor de renunciar a sus autogobiernos de facto y someterse a la autoridad lejana de una extraña institución regida por desconocidos. Si nos vamos a las bolsas urbanas de excampesinos proletarizados por las necesidades del maquinismo industrial, tampoco allí encontramos intelectuales del liberalismo. Y no, precisamente, por falta de conciencia de la carencia de libertad e igualdad, que ellos padecían más que nadie, sino porque sus preocupaciones eran más perentorias. Amén de la generalizada carencia de instrucción teórica. De hecho, la posterior doctrina socialista, en gran medida heredera o derivada del pensamiento liberal, a pesar de estar enfocada a defender los intereses materiales de esta clase postergada, será creada, redactada y divulgada principalmente por burgueses, cuando no nobles de sangre. Pero no adelantemos acontecimientos. El corpus teórico del liberalismo decimonónico, que es de lo que estamos hablando, es cosa de burgueses (también de algún aristócrata) ricos o, cuando menos, acomodados. Es de gran importancia este hecho. Porque, es de creer, no es lo mismo pensar la libertad cuando se está esclavizado como, por ejemplo, Espartaco, que cuando se es el rico heredero de una hacienda. Ni la igualdad. Los burgueses se plantearán el ideal «igualdad» como algo para ser redundantemente alcanzado entre sus «iguales», entre los ciudadanos plenos, y no junto con humanos de segunda categoría que aún no se guían por «la razón» (11). Así, por ejemplo, negarán el sufragio universal hasta fechas tardías. Del mismo modo, la libertad será concebida de una forma individualista; como posibilidad de vivir y disfrutar la vida sin restricciones ni determinantes. Ellos que tienen los medios para hacerlo. Su idea de la libertad es de un individualismo atroz, como sus propias vidas, y está profundamente divorciada de otras visiones de la libertad en clave colectiva que eran características de la mayoría de población no burguesa (12). No solo están opuestas a ellas sino que directamente las niegan y combaten, en nombre del progreso frente a la reacción y el oscurantismo. Así, el moderno estado no sobrevendrá por el progreso intelectual de la humanidad, como fruto maduro del consenso o contrato social. Será impuesto por la fuerza aquí y allá, a menudo a costa de los pequeños sistemas políticos locales previos que, en general, y sin haber precisado de teorización intelectual, eran muchísimo más democráticos que el nuevo engendro. En resumen, para un liberal del siglo XIX, la libertad consiste en un ordenamiento político pactado por la minoría social que domina la sociedad e impuesto al resto. Este resto, por muy mayoritario que pueda ser, es catalogado menor de edad a efectos intelectuales. Por tal razón no se considera pertinente su participación en la configuración y gestión del estado. Pero, por su bien, las normas «racionales», «de derecho», que han de regir la convivencia social, le son aplicadas sin que pueda negarse a ello. Viene a ser una prolongación del despotismo ilustrado.

Otro teórico importante de este momento, muy representativo del concepto individualista de la libertad que venimos explicando, es John Stuart Mill. Éste, en su obra «Sobre la Libertad», estableció el famoso aserto: «cada individuo tiene el derecho a actuar de acuerdo a su propia voluntad en tanto que tales acciones no perjudiquen o dañen a otros». En realidad no suena mal, y uno no deja de sorprenderse de que el desarrollo de la revolución que tenía a tales pensadores como ideólogos haya terminado por conformar estructuras fuertemente autoritarias, con vida y dinámica propia, que se han constituido en importantes entes limitadores del derecho a actuar de acuerdo con la propia voluntad que proponía Stuart Mill. Un informe (13) editado por la patronal empresarial española en 2012 dice que en dicho estado —en ese año— hay en vigor unas 100.000 leyes y normas de todo tipo, cuya expresión escrita ocupa incontables páginas (1’2 millones solo para el año citado) en los boletines oficiales. Llama la atención que pueda haber tantas acciones que sean expresión de la voluntad individual de alguien con capacidad de perjudicar o dañar a terceras personas. La cosa se va entendiendo mejor cuando conocemos que ya el propio Stuart Mill recomendaba el despotismo como forma de gobierno para lo que él definía como «estados socialmente atrasados». Como puede verse, el liberalismo de esta época, además de individualista, es clasista (y etnocéntrico) en todos los sentidos del término. Añadiría que también es materialista e incluso hedonista. Ya lo advertía Tocqueville. Algunos pensadores coetáneos a Stuart Mill, muy influyentes en el pensamiento liberal sin formar parte directa del mismo, como Saint-Simon o Comte, se quitarán directamente la careta recomendando prescindir de la libertad individual, para colocar en su lugar la obediencia universal a la autoridad de un estado instituido sobre principios «científicos», único ente capacitado para guiar a la humanidad por la senda del progreso (14). Viene a ser un retorno al discurso de Hobbes sobre la necesidad de someterse a un tirano, dada la incapacidad del individuo para gestionarse libremente en sociedad. Solo que, en lugar de ser un monarca absoluto, designado por la gracia de Dios, quien garantiza el bienestar de los súbditos, será la institución del estado quien se encargue de desempeñar la misma función. La doctrina liberal, a pesar de la manifiesta contradicción teórica que supone, incorporará al suyo este punto de vista, el cual constituye una magnífica coartada para relativizar el grado de libertad que el moderno estado burgués que se está configurando en estos momentos en Europa y Norteamérica está dispuesto a conceder a sus gobernados. Por otra parte, la cacareada superación de los «oscurantismos» se llevará por delante las cosmovisiones anteriores, y la nueva moral resultante consistirá en la obediencia y subordinación a la ley del estado: el nuevo dios (aun en pleno siglo XXI será el concepto «legalidad» y no otro el que determine la eticidad y consideración social de las conductas).

En la segunda mitad de la centuria decimonónica, la ideología que venimos estudiando coincide con el momento triunfal de la técnica. El liberalismo absorberá los valores del utilitarismo, del positivismo industrialista y, conjuntamente con el socialismo, hará de lo material, de la satisfacción del deseo individual (la felicidad para el mayor número, decía Bentham), su bandera. La publicación en 1859 del libro de Charles Darwin «El origen de las especies», será aprovechado por el movimiento liberal en pro de sus intereses legitimadores. Si ha quedado palmariamente demostrado, desde el punto de vista de la ciencia, que los entes biológicos evolucionan de forma óptima según leyes naturales, ¿por qué no extrapolar tal hecho a la sociedad humana? Así, para los pensadores liberales de la época será evidente que la sociedad evoluciona a mejor: desde los salvajes, a los civilizados coetáneos, desde el hacha de piedra, a la máquina de vapor. De lo que se infiere que la sociedad del momento, ya tecnologizada, capitalista y de poder concentrado en el estado, es superior a las anteriores. La figura señera de este pensamiento, que traslada el evolucionismo biológico a la sociología, es Herbert Spencer. Sólo hay un paso desde ahí, que avanzan en el siglo XX los teóricos liberales del denominado «darwinismo social», para entender las relaciones humanas como competencia, como igualdad de oportunidades, como pugna por ser el más fuerte y quien triunfa; la prosperidad y transmisión genética del más apto frente al menos dotado y, en consecuencia, la demostración de una ley, igualmente natural, que impulsa el progreso de la sociedad humana, logrando —también— su progresiva optimización en pro de la comodidad vital y felicidad de los individuos supervivientes.


Notas

9- Rosa Luxemburgo: «Reforma o Revolución» (1899).

10- Alexis de Toqueville (1805-1859). Filósofo, jurista y político francés. Su obra más conocida es «De la democracia en América» (1835-1840, en dos volumenes), redactada tras una estancia de dos años en Estados Unidos. Me resulta de interés este párrafo sobre su pensamiento: «...en la democracia las relaciones son meramente contractuales. Se han roto los nexos sociales y políticos que unían a los seres humanos. Ahora todos nos enfrentamos entre nosotros como iguales, independientes pero también impotentes. Este hecho lleva de manera inevitable la difusión del individualismo. Cada quien se vuelve el centro de un minúsculo universo privado, con su círculo inmediato de parientes y amigos, y pierde de vista la sociedad en general. La pasión por el bienestar y las comodidades materiales, una preocupación por el bien privado, con exclusión de toda consideración de los asuntos públicos, y una inevitable mediocridad (…) En una sociedad en que todos son iguales, independientes e impotentes, solo hay un medio, el Estado, especialmente capacitado para aceptar y para supervisar la rendición de la libertad. Tocqueville llama nuestra atención hacia la creciente centralización de los gobiernos: el desarrollo de inmensos poderes tutelares que, de buena gana, aceptan la carga de dar comodidad y bienestar a sus ciudadanos. Los hombres democráticos abandonarán su libertad a estas poderosas autoridades a cambio de un despotismo blando, que provea de seguridad a sus necesidades y facilite sus placeres. Es decir, el vaciado de la política democrática a favor de un Estado benevolente que nos lo da todo para consumir pero que inevitablemente nos priva de libertad.” Pablo Simón en «La democracia según Alexis de Tocqueville», publicado en http://www.jotdown.es/2015/11/la-de... Nos suena bastante, ¿verdad? Pues se decía hace casi doscientos años.

11- Ya les ocurría a los grandes nombres de la Ilustración: «...los philosophes formaban una élite consciente de sí misma (…) Al ser una élite, su filosofía tenía sus limitaciones sociales: tenían poco que decir para confortar a los pobres y, como Robespierre dijo más tarde, en son de queja, mostraron poca preocupación por “los derechos del pueblo”. “No es a los trabajadores a los que hace falta educar —escribió Voltaire—, sino a los buenos burgueses, a los comerciantes”; y también Holbach y Diderot admitieron que escribían únicamente para un público educado. Y en un capítulo posterior veremos como Turgot (con el apoyo de Voltaire) puso su lealtad a los principios fisiocráticos por encima del abastecimiento de pan barato para los pobres.» Tomado del libro de George Rudé «Europa en el siglo XVIII. La aristocracia y el desafío burgués». Puede leerse en Alianza, Madrid 1987.

12- Hay una excepción: la patria. Éste es el único caso de una visión de libertad colectiva protagonizada por la burguesía. Más tarde nos detendremos en esta cuestión.

13- La noticia puede leerse en este enlace: http://www.elconfidencial.com/econo...

14- Comte, además, negaba el ideal igualdad, afirmando que si las personas tienen diferentes características y comportamientos sociales, también han de tener distintos derechos.


Índice y ficha del libro

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