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La Utopía Insumisa de Pepe Beunza II

Domingo.22 de julio de 2007 1522 visitas Sin comentarios
Perico Oliver Olmo #TITRE

Como regalo de verano a los y las fieles lectoras de Tortuga estamos publicando este fenomenal libro del historiador antimilitarista Perico Oliver Olmo. “La Utopía Insumisa de Pepe Beunza” (ver reseña y entrevista a Pepe en Escrache) es una breve e intensa semblanza de una persona que jugó un papel fundamental en la historia de antimilitarismo y la noviolencia en el Estado Español. Lo vamos a publicar desmenuzado en cuatro partes, a razón de una cada domingo. Esperamos que les guste.

Agradecemos a Perico Oliver la gentileza que ha tenido de mandarnos la obra a petición nuestra, y a la Editorial Virus, que una vez más nos ha facilitado la publicación en internet de uno de sus libros.

Parte I
Parte II
Parte III
Parte IV


7. El primer desobediente civil en los cuarteles militares de Franco

En 1971, los militares españoles no eran ni mucho menos profesionales meritorios ni generalmente miembros de una clase adinerada, aunque sí de una casta endogámica y privilegiada, dentro de la cual se reproducían como especie sociológica (más del setenta por ciento de los profesionales de la milicia eran hijos de militares).
Dentro de ella nacieron, desde luego, muy pocos díscolos.

Era una casta cerrada y enclaustrada, con arcanos insoportablemente terroristas, que no dejaba a nadie mirar hacia dentro de sus dominios. Poderosa, mimada, inculta y peligrosamente armada, aquella ralea gozaba de grandes cosas, de esas cosas que mucha gente corriente no tenía. En sus manos favorecidas estaba casi toda la fuerza de la violencia simbólica que en cada momento histórico puede producir un Estado cualquiera, más aún un Estado cuya razón fundacional fue un crimen; un Estado liberticida, autoritario, tradicionalista, nacional-católico, militarista y con referentes fascistas. De su poder real y de sus funciones coercitivas nacían a la vez que la prepotencia su ridícula omnipresencia. Eran una coacción en sí misma. El papel del ejército ya no era tan directo en la estructura represiva del régimen, pero el normalizado y ensimismado desarrollo de un franquismo con orígenes golpistas había sido interiorizado por la mayoría del «pueblo», provocando auténtica asfixia a quienes tenían un pensamiento crítico y deseaban cambios o querían otras realidades.

Todos los datos estadísticos son fríos, pero algunos podrían servir de decorado gris y triste: sobre la inmensa escena no podría verse el ínfimo colorido de la objeción de conciencia que ejercía apenas un puñado de jóvenes heterodoxos a finales del franquismo. No se sabe cuál era el estado de la opinión de la juventud española hacia el servicio militar a la altura de 1970 y 1971; pero sí en 1975: en el número 60-64 de la Revista del Instituto de la Juventud se comentaban las recientes encuestas nacionales al respecto y se decía que en 1961 el 84,3% de los hombres y el 76,6% de las mujeres hacían suya la frase «merece la pena morir por defender la Patria». Al menos un 73,7% de los varones veía útil el servicio militar y no estaba de acuerdo en buscar formas de librarse de él (por esas mismas fechas, a comienzos de los sesenta, en Francia sólo un 41% estaba dispuesto a «arriesgar su vida por la Patria» en condiciones muy extraordinarias). De todas formas, esos indicadores irían cambiando desde 1961 a 1971, porque en 1975 un 51% consideraba que el servicio militar era útil y un 56% que merecía la pena morir por la patria. Con todo, no parece que hubiera mucho caldo de cultivo para que creciera la desobediencia.

La historia está llena de obediencias, pero en su devenir podemos ver, como altorrelieves, inmensas minorías aisladas de desobedientes e incluso movimientos que, llegando a ser mayoritarios o al menos relevantes, llevaron a mucha gente a desobedecer y a cambiar el orden de las cosas. Pero nuestra crónica se refiere a una época de límites claros para cualquier disidencia, a los últimos años de la larga dictadura de Franco. En ese tiempo de ordenamientos clarísimos y de un orden político-militar cuya opulencia se sobreentendía, Pepe Beunza practicó la desobediencia; formalmente puede decirse que la suya fue una más de las muchas desobediencias de muchos: reconforta imaginar que no poca gente desobedeció alguna vez alguna cosa, que no serán pocos los que hoy podrán recordar con orgullo que se sintieron o se vieron enfrentados a alguna normativa o costumbre fuertemente asentada en el franquismo.

Pero no es una cuestión de méritos lo que aquí se reivindica, es una historia que empezó en 1967 a elaborarse como se elaboran las verdaderas historias: viviéndolas. No es necesario que haga aquí una sesuda e impertinente defensa de la desobediencia como categoría política porque, como ya he dicho, tiene su nombre muy claramente adjetivado: la desobediencia civil. Pepe Beunza fue el primer desobediente que hizo carne esa desobediencia. Porque la defendió, la anunció, la materializó y, en efecto, la protagonizó en enero de 1971. Porque dijo que iba a desobedecer y, con el miedo remangado, así lo hizo. Porque no sólo se negó a hacer el servicio militar en los ejércitos del dictador, sino que explicó en voz alta que ningún ejército podría ser nunca cristiano ni democrático ni socialista ni revolucionario ni civilizado.

No obedeció a Franco cuando desde sus oficinas de reclutamiento lo llamaron para que fuera uno de sus soldados. Muchos jóvenes, aunque los menos, tampoco iban, de una u otra forma eludían la contribución de sangre: se marchaban a otro país, se escondían, incluso se despistaban. Algunos otros acababan desertando y huían durante el tiempo que podían. Muy pocos, como los pocos que se enrolaron en estrategias de lucha armada, hicieron un pliegue con todos los riesgos vitales que la situación les proponía: la mili frente a la cárcel o quizás el paredón hubo de parecerles poca cosa a los militantes del MIL, de ETA o del FRAP, una cosa más a escamotear en la clandestinidad, como se sorteaba un simple pero peligroso control de carretera.

Además, desde tiempo atrás (desde que en 1958 lo hiciera Alberto Contijoch), con graves perjuicios para sus vidas y sus libertades, tampoco los Testigos de Jehová aceptaban cumplir el servicio militar. No desobedecían con conciencia de oposición ni al régimen ni a las estructuras militares de ayer o de hoy. No pretendían transformar esas situaciones ni enfrentarse al poder político. No apelaban a ningún tipo de pacifismo, sino que buscaban una exención de obligaciones militares por respeto específico a su neutralidad. Eran neutrales. Y sectarios. Querían, en todo caso, un estatuto especial. Sólo pretendían dedicar su vida a adorar al Altísimo Dios obedeciendo los mandatos de su ideario religioso. Pero sufrían en silencio, eso está claro; y fueron objeto de bufonadas, burlas crueles y torturas de parte de toda la canallesca que, en un momento dado y durante años de reclusión, podía concurrir en un ambiente a la vez carcelario y castrense.

En 1971 había 55 ministros de los Testigos de Jehová españoles privados de libertad por motivos de objeción religiosa. Fue ese año cuando Pepe Beunza y meses después Jordi Agulló, junto a unos pocos y muy aislados grupos de apoyo a la causa de la objeción de conciencia, denunciaban las violencias estructurales y señalaban a los ejércitos como agentes importantes en la cadena de causas de las guerras y las injusticias. Reivindicaban un servicio civil que luego otros, los insumisos, en otras coordenadas históricas, acabaríamos también rechazando. Sus mensajes de desobediencia, pacifismo y «no-violencia» llegaron hasta los oscuros órganos políticos del régimen, sin duda, amplificados por la realidad de un hecho: el «jovencito Beunza» -así lo llamaban Blas Piñar y los ultras que escribían en la revista Fuerza Nueva- se negaba a cumplir las órdenes que mayormente todo el mundo cumplía y utilizaba el castigo que eso le suponía para que se le escuchara más claro.

Ya he dicho que además de ser, como muchos otros, un estudiante comprometido en las luchas antifranquistas, con su objeción también luchó contra la dictadura (y de qué manera). Pero su lucha transcendía los límites de aquel tiempo y se dirigía no sólo contra un régimen sino contra una civilización armada y destructiva, a favor de una sociedad civil que dirimiera sus conflictos de forma no violenta. Por eso, su primera desobediencia alentó otras aspiraciones y energías que han continuado chocando con otras leyes y normativas, con «otros ejércitos» y con otras legitimaciones de la violencia y la injusticia, con otras propagandas de armas destructivas y otras coacciones reorganizadas y en buena medida aceitadas ya en tiempos de reforma democrática y de libertades políticas.

Pepe Beunza no era ni ha sido nunca hombre de densos pensamientos estratégicos, aunque las ideas o tácticas y todos aquellos novedosos métodos políticos fueran también los suyos propios. Ya he explicado que lo que él sabía decir sobre su peligrosa decisión -muy preocupante para familiares y amigos- lo había compartido con algunos puñados de jóvenes concienciados y comprometidos que en Francia, Bélgica y otros países europeos llevaban mucho tiempo desobedeciendo a la conscripción militar o animando a la objeción de conciencia con fórmulas parecidas, aunque con discursos y hasta estrategias judiciales impensables en la España franquista. Pagó por no obedecer y así elevó su desobediencia a categoría en sí misma, en un ambiente en el que mucha otra gente y de mil formas y con graves riesgos también se oponía y hasta desobedecía al ogro del franquismo.

Hay que valorar en sus justos términos el valor de cada uno y lo que algunas actitudes supusieron de cara al futuro que hoy sabemos que llegó: por ejemplo, si por un lado hubo una oposición sindical que hizo huelgas y desobedeció a los patronos, emitiendo mensajes a veces muy claros no sólo para conseguir tal o cual reivindicación inmediata, sino pensando en la democracia e incluso en un modelo social más justo y solidario (o en el socialismo o en el comunismo o en el anarquismo); por otro, Pepe Beunza ejerció de desobediente para demandar un estatuto legal de la objeción de conciencia y también para reivindicar la desobediencia política en sí misma, su valor revolucionario y de no violencia, su eficacia libertaria, su carácter humanizador.
A veces podría parecer que hablo con las ampulosas palabras de un libro de gesta, cual si esta historia fuera la crónica de un héroe aguerrido y temerario. No se equivoquen. Poco a poco se irá viendo que la valentía siempre iba acompañada de miedo, que Pepe Beunza fue un joven idealista que sufrió de verdad, que le asaltaron las dudas, que pasó por momentos en los que le crecía la incertidumbre, y que tuvo que asumir sus propios límites, las fronteras de su resistencia real, bebiendo incluso de la fuente de la humillación. Él era el primero, para abrir nuevos caminos y para abandonarlos, para buscar otros nuevos.

Aunque a muchos rebeldes del momento les pudiera parecer un tipo raro y acaso ensimismado en una lucha «que no tocaba», nunca estuvo en una urna de cristal. Tomó precauciones, pero su propia visión crítica y su buen carácter le ayudaron a contaminarse, a discutir sus propuestas con quienes fueron sus compañeros de cárcel, los del PCE, los de la CNT, los independentistas vascos y un largo etcétera de organizaciones o individuos con inquietudes críticas (incluso con militares tan abiertos como Julio Busquets, el que luego sería dinamizador clave de la Unión Militar Democrática).

Además de viajar y de reunirse para preparar el desarrollo de su desobediencia, además de aprender yoga y artesanía para ayudarse a sí mismo a soportar la privación de libertad, acudió a la consulta de dos psiquiatras con el fin de que a él no lo pudieran internar como tiempo atrás hicieron con Gonzalo Arias, tomándolo por loco (este auténtico apóstol de la no violencia fue encerrado en un manicomio porque venía usando la práctica de la desobediencia civil con métodos más que heterodoxos, manifestándose ilegalmente y reclamando elecciones libres en el Madrid de 1967).

Es plausible que toda la preparación de esa primera campaña de objeción de conciencia se sustentaba en dos ejes fundamentales: uno personal y otro político o social. El primer objetivo, el personal, pretendía a toda costa que Pepe Beunza pudiera vivir su sacrificio con fuerza y con moral, «que no se quemara» a lo largo de un cautiverio previsiblemente largo, que no saliera de la cárcel con el alma rota e íntimamente derrotado y sin ganas de volver a luchar y a difundir el ejemplo de su lucha. El segundo objetivo era político: intentar llegar al mayor número de gente y de asociaciones e instituciones (sobre todo europeas), así como a personas relevantes, artistas, intelectuales, obispos, etcétera, con el fin de implicarlos en la reclamación de un Estatuto de la Objeción de Conciencia y en la solidaridad con los presos de conciencia.

A principios de enero de 1971 iba a ocurrir todo. Acudir al cuartel y declararse objetor serían los primeros pasos, acaso los más duros. Por eso trabajó infatigablemente a lo largo de todo el año 1970. Viajó en una furgoneta por Europa, hasta llegar a Suecia, con un amigo suizo; recuerda que pasaron hambre y calamidad por el camino, pero encontraron todo tipo de aliento. Regresó con el apoyo de la Comisión Internacional de Juristas, la Liga de Derechos Humanos de Suiza y contactos directos con la Asamblea del Consejo de Europa. En España recabó los importantes apoyos de Justicia y Paz y de Joaquín Ruiz Giménez. Por cierto que a punto estuvo de fracasar y de no conseguir la inestimable ayuda del director de Cuadernos para el Diálogo, cuando el conserje de la universidad avisó al señor Ruiz Giménez de que venían a verle «los de la Comisión Internacional de Turistas». Pero todo salió bien y Pepe Beunza siempre recordaría aquella entrevista por la impresión que le provocó, porque la comprensión y el apoyo de quien era ya un emblema de las reivindicaciones democráticas le hicieron ver que sus ideas tenían fuerza, tenían futuro. Se organizaron grupos de apoyo en Madrid y Barcelona, además del de Valencia y otro que surgió en Alcoy, al socaire de la intención de Jordi Agulló de objetar meses más tarde.
Durante las Navidades de 1970, en San Cugat, treinta personas se reunieron y se comprometieron a apoyar la campaña de Pepe Beunza: con él en la cárcel tomaría cuerpo la reivindicación de un Estatuto de la Objeción de Conciencia. Había gente dispuesta a hablar con políticos, con gente de Iglesia y con periodistas. La ayuda de Justicia y Paz sería vital para que el asunto pudiera llegar a las altas esferas del régimen. Y sobre todo había ya cinco personas que aseguraban estar dispuestas a participar y ayudar en la organización de una larga marcha de pacifistas europeos, que saldría de Ginebra con la intención de llegar hasta la prisión que albergara a Pepe Beunza (o al menos hasta la frontera española), para llamar la atención de la opinión pública internacional y presionar al Gobierno español en materia de presos de conciencia y de represión del derecho a la objeción. No cabía la duda: Pepe estaría en la cárcel.

8. Enero del 71: el vértigo de la desobediencia

¿Qué sentimos cuando desobedecemos? ¿Cómo vivimos los momentos previos de una negativa cualquiera, cuando nos imaginamos -no sé- la actitud que va a tomar el padre, el profesor, el policía, el jefe o cualquier otra reencarnación humana de la autoridad? Pepe Beunza se despidió de su familia, de su familia numerosa, y salió de su casa, de su casa burguesa y tranquila, a las cinco de la mañana del 12 de enero de 1971, sabiendo que lo que iba a hacer le podía mantener en la cárcel unos cuantos años. Como muchos otros jóvenes llamados a filas, él tenía que acudir al Centro de Movilización y Reemplazo de Valencia para desde allí ser trasladado a un cuartel de cumplimiento del servicio militar obligatorio. Pero tenía muy claro que lo suyo sería muy distinto. Eso mismo era lo que le punzaba en el alma, lo que le hacía sentir tristeza y vértigo, como un run run en el estómago, y un cierto temor en las entrañas.

Iba sobrecogido. En aquel momento no sabía cuántos años de cárcel me esperaban pero para mí era entrar en un pozo sin fondo del que no sabía cuándo podría salir. Además, el año 1971 empezaba siendo ya un año de fuerte represión, de lucha muy dura y por nada te jugabas el tipo. Recuerdo que con el corazón encogido iba haciendo el camino que tantas veces había hecho para ir a la universidad, en coche, en moto, andando y últimamente en bicicleta (había descubierto que ése era el mejor medio de locomoción de Valencia). Al atravesar el puente que cruza el Turia fue como dar un salto hacia lo desconocido, porque justo al terminar el puente ya estaba el cuartel.

Allí le dieron el petate. Pasaron lista y escuchó después una perorata atroz sobre las leyes militares. En la mili se empieza aterrando a los reclutas. En unos camiones fueron todos trasladados al hospital militar y, después de los exámenes y análisis médicos, subieron otra vez a los camiones y llegaron al cuartel de Paterna.

En el camión, el sentimiento de rebaño era patente y terrible. Éramos muchos y todos con la sensación de imbecilidad completa. Nadie sabía qué tenía que hacer allí, ni por qué estábamos, pero todos habíamos acudido: bueno, supongo -y lo dicen las estadísticas- que algunos no acudieron porque estarían en el extranjero, o escondidos, o tal vez despistados.

Estaba muy cansado. Quizás la tensión de esos momentos lo dejaba tirado, pero también se sentía agotado por el ajetreo de los últimos tiempos, por todo lo que hubo de hacer para preparar su propia campaña de desobediencia. Pero apenas pudo relajarse. Pronto llegó el primero de los momentos en los que tenía que explicar su postura. Cuando le dijeron que se probara la ropa ya tuvo que decir que no se preocuparan demasiado por las tallas, que no pensaba vestirse con ella.

Desde el cuartel los llevaron al Centro de Instrucción de Marines, a unos 30 kilómetros de Valencia, se supone que para pasar allí tres meses de entrenamiento. Muy pronto encontró amigos, compañeros de la Universidad que nada más verle sintieron que algo extraordinario iba a pasar, pues conocían la decisión de Pepe Beunza. Él no quería que todo sucediera de forma tensa, pretendía «no hacerse el chulo» frente a los militares. Tenía miedo a lo imprevisible, a no saber cómo podían reaccionar aquellos tipos engalonados y gritones. Un amigo de la Escuela de Ingenieros Agrónomos que estaba cumpliendo las prácticas de milicias universitarias como alférez se lo facilitó. Habló con otro alférez para que de una forma discreta se lo comunicaran al capitán. Cuando le fueron a dar el uniforme sucedió todo conforme lo había previsto su amigo. Como quiera que los Testigos de Jehová ya eran conocidos por esas mismas cuestiones nadie reaccionó con violencia y, de momento, ni siquiera con malos modos. Ya estaba dicho. Escuchó cómo se iban los demás a que les enseñaran a distinguir estrellas y galones. Cooperó en tareas de limpieza, pero no pudo evitar sentirse marginado. Su muy desarrollado y cultivado instinto de grupo le jugó una mala pasada. Ya había dicho no, ya estaba formulada su desobediencia, pero no podía evitar una sensación contradictoria: automarginarse, en parte, le dolía.

Los compañeros empezaron a mirarme, a preguntarse, a quedarse muy extrañados. Lo comenté a los de mi módulo y estaban un poco asustados, se preocuparon por lo que me podía pasar. Ya les dije que me iban a encarcelar.

Muy pronto lo arrestaron. El capitán le dijo que si persistía en su actitud le tenía que leer varios artículos del Código de Justicia Militar que hablaban de un posible delito de desobediencia y de condenas de 6 meses a 6 años. Eso ocurrió dos veces. Pepe Beunza respondió que seguía y seguiría negándose a hacer la mili; y luego, en la segunda advertencia, añadiría que aunque le leyeran esos artículos doscientas veces había madurado mucho su objeción a las armas. Entonces llegó la pregunta esperada y ahí, en ese momento, la objeción de conciencia que ya había sido formulada se convirtió en lo que podríamos decir el primer acto de desobediencia civil al servicio militar español:

El capitán me preguntó que si era Testigo de Jehová. Le dije que no, que era objetor de conciencia no violento y que, además, mi religión era la católica.

Tenían enfrente un caso distinto a todos los anteriores. ¿No-violento? ¿Estará loco? ¿No será un revolucionario con ganas de follón? Era un mal español. Un mal católico. Ningún recluta católico español había dicho nunca nada similar. ¿Quién era de verdad aquel chico y qué tenía en la cabeza para decir esas cosas? De momento, arrestado; y muy pronto, a coger sus trastos y al calabozo. Avisó a su familia por carta de que todo había salido según lo previsto. El grupo de apoyo y la gente que se movilizaba por la causa de la objeción empezó a moverse.
Pepe Beunza se inició en el conocimiento de una de las facetas más oscuras y a la vez cruelmente estúpidas del ejército: las condiciones de vida y el régimen de los calabozos. De todas formas, observó también que su postura incitaba al respeto, incluso entre algún que otro auxiliar que se había comportado de forma chulesca e insultante con los reclutas mientras les cortaban el pelo y empezaban a enseñarles instrucción militar.

El calabozo tenía una entrada terrible y entrar en él era más terrible todavía. Un pasillo con celdas a cada lado, vamos, que me recordaba a la Jefatura de Policía de Valencia. La celda era muy pequeña, de tres por dos metros; no tenía ni luz ni agua, y sólo había un ventanuco de unos veinticinco centímetros. Ya tenía yo una bolsa preparada desde antes de salir de casa para cuando llegara este momento. Allí tenía algún libro, la flauta, las cosas de aseo... Cerraron la puerta, me sentí como un león enjaulado, dando vueltas, nervioso. Me senté en el suelo y me tranquilicé.

Lo metieron con un soldado. Enseguida se puso a hablar con su nuevo compañero: un tío curioso, muy simpático; había sido maletilla y tenía una gran afición al cante flamenco. Estaba allí porque había chocado con un escaparate yendo en coche. Era analfabeto y tenía ganas de aprender. Muy pronto organizaron la convivencia y la cooperación.

Yo podía enseñarle a leer, pero él tenía una gran sabiduría de la vida y de aquel sistema. Nos hicimos un horario y empezamos a funcionar: hacer ejercicio para soportar el frío, jugar a las damas (como siempre me ganaba, se llenaba de alegría); cantar (yo le acompañaba y armábamos buenos jaleos, vamos, que hasta los de la guardia se asustaban); y un par de horas de clase para leer y hacer cuentas.

El resto del tiempo, mientras que el soldado preso no paraba de cantar flamenco, Pepe Beunza lo pasaba tocando la flauta, haciendo yoga, leyendo y escribiendo. Aquel preso de conciencia pensaba en lo que podía estar ocurriendo fuera, con su familia y con los amigos de la campaña de objeción, pero en lo que más empeño tuvo que poner fue en acostumbrarse al frío y a las duchas frías de enero.
Con todo, lo que en realidad más le impresionaba era el efecto que la situación de los presos provocaba en el ambiente cuartelero. Todo estaba fuera, en la celda no había nada. A todos los sitios tenían que ir acompañados de dos, tres y hasta cuatro soldados con fusiles ametralladores en mano: a ducharse (después de correr mucho para entrar en calor), a disfrutar de las escasas dos horas de paseo en el pequeño patio de los calabozos y también al comedor. Ahí, yendo a comer entre varios guardias armados -«como si en vez de al desayuno se tratara de ir al paredón»-, se provocaba un espectáculo impresionante para ellos y para la tropa, y para los compañeros universitarios de Pepe, los que buscaban como el aire cualquier sonrisa de complicidad del amigo que les tranquilizara.

Nosotros íbamos de paisano y toda la guardia y todo el mundo de uniforme. Las caras de mis amigos parecían sentir una gran opresión y yo les enviaba algún gesto para que vieran que estaba animado, que estaba fuerte. Entonces, llegábamos al comedor. Nos sentábamos y al final de la mesa se quedaban los soldados de pie con el rifle. O sea, que aquello era un verdadero espectáculo. Recuerdo que yo disfrutaba mucho porque veía a toda la tropa mirándonos mientras que nosotros comíamos tranquilamente, comiendo como si fuéramos los reyes. Los soldados estaban tensos. Recuerdo que un día uno se acercó a mi oído y me dijo: ¡oye!, que yo soy uno de los tuyos, que yo pienso igual que tú, lo que pasa es que... Yo le dije: vale, vale, no te preocupes, cada uno tiene que hacer lo que cree que tiene que hacer y en el momento que crea oportuno, otros momentos habrá, hombre.

También se encontró con algunos otros guardianes que parecían buenas personas y no querían tener líos. Y con soldados que se le acercaban para escuchar sus argumentos contra la mili: algunos decían «claro, claro, lo que tú has hecho lo tendríamos que hacer todos». Pero la delación es cosa habitual en las instituciones cerradas. Pronto llegó a los oídos de los oficiales este tipo de conversaciones. De esa guisa se puede explicar que ambos detenidos fueran separados y sometidos a un régimen de aislamiento absoluto. Sin embargo, lo que más podía enervarle era la actitud autoritaria de algunos soldados y su filosofía de suma obediencia al sistema. Escuchó advertencias que provocaron su preocupación y le obligaron a discutir y a defender su posición como desobediente a la injusticia militar.

Algunos guardianes me decían: si te escapas te pegamos un tiro para que no nos metan un puro a nosotros. Me sublevaba. A uno de esos le contesté: «entonces, tú eres un fascista, tú eres capaz de matar a tu padre o a una persona cualquiera que no haya hecho nada por el simple hecho de que alguien te lo mande o porque alguien te haya metido miedo; con gente como tú todos los dictadores podrían hacer lo que quisieran». En fin, que se cabreaban porque veían que no nos asustábamos. Yo argumentaba pero mi compañero, cuando oía esas cosas, les decía hijos de puta, cabrones... Después nos separaron y prohibieron a la guardia que hablara con nosotros.

Fueron días muy duros para un joven tan activo, tan callejero, que ahora estaba encerrado y controlado todo el santo día. Además, lo terrible era otra incertidumbre: imaginar que lo llevarían a la cárcel Modelo de Valencia le provocaba asaltos de todo tipo de miedos, los racionales y los irracionales: «los malos tratos, las peleas, los follones, la homosexualidad, etcétera». Por eso encontró mucho apoyo en su compañero preso, porque fue éste el que le informó de lo que se encontraría en una cárcel civil y le aseguró que en la Modelo iba a estar mucho mejor.
Y así fue transcurriendo el tiempo de su primer reto. Ganaba confianza en sí mismo y fijaba más su voluntad de no derrumbarse. Un día lo llamó el capitán al despacho. El mando escuchó los razonamientos antimilitaristas del objetor y se quedó convencido de que Pepe Beunza significaba para el ejército un conflicto novedoso y singular, la actitud subversiva de individuo peligroso para el Estado y el orden social. Le repitió varias veces que a la patria debíamos servirla todos.


Yo le replicaba que había muchas formas de servir a la patria, a la sociedad; que todo depende de qué entendemos por patria: hay una patria para los ricos y una patria para los pobres, la miseria no tiene fronteras, si uno es ciudadano del mundo todo el planeta es su patria. Además, defender la patria con cañones sólo crea más problemas sociales. En fin, yo planteaba respuestas sobre todo orientadas por las filosofías de la no violencia, porque no quería politizar demasiado mis respuestas, no quería que me tomaran por un revolucionario y que se desviara la atención política de mi desobediencia; o sea, la crítica no violenta de los ejércitos y la defensa del derecho a la objeción de conciencia y denunciar la represión de los presos de conciencia. Y, por qué no decirlo, tenía miedo a que mis antecedentes de lucha estudiantil pudieran alertarles y que me hicieran pasarlo todavía peor. Me empezó a espetar ese tipo de preguntas que suelen hacer los que no saben cómo justificar la existencia de los ejércitos y la preparación para la guerra: «¿y si violan a tu madre?». «Bueno -le decía-, tal cosa es una cuestión límite, pero no me dirá usted que por el miedo a que puedan violar a mi madre debo llevar una pistola, aprender a matar y sostener un ejército». «¿Y si nos invaden?» -me insistía-; y yo le expliqué lo que sabía sobre la resolución pacífica de los conflictos entre países y la ayuda solidaria a los pueblos que sufrían miseria y explotación -me tuve que reprimir para no decirle que era Franco el que había invadido al pueblo.

Pepe Beunza, siempre escoltado cuando salía de su reclusión oscura, fría y aislada, observó un día la aberración de las clases de instrucción. Los reclutas, al mando de un veterano igualmente joven, iban corriendo y desfilando al grito de derecha, izquierda, uno dos, uno dos... Recuérdese que en el fondo le dolía su automarginación, pero en ese momento no la sintió. Se notaba aliviado al verse fuera de aquel trajín de locos. Si él hubiera tenido que estar una mañana tras otra con el dichoso «uno dos, uno dos, derecha, izquierda, alto» -se decía el objetor encarcelado-, seguramente hubiera acabado en muy mal estado de degradación moral y se sentiría un miserable.

Yo creo que esto está incluso explicado en los manuales de instrucción de los marines americanos: la instrucción militar no sólo te rebaja la dignidad al estar sometido a los gritos incesantes de otro persona que te manda cosas ridículas, de lo que se trata es de crear reflejos, crear hábitos de obediencia que vayan anulando tu capacidad de respuesta personal. La costumbre de obedecer se va haciendo una norma y del uno dos, derecha izquierda se pasa al apunten y disparen, ¡fuego!. Todo va unido, y así después pueden hacer los mandos lo que quieran con sus máquinas humanas, pueden hacer que los soldados disparen contra los padres y amigos o que lo hagan contra una manifestación de obreros que piden justicia. Los yanquis lo tienen claro, lo han demostrado en Vietnam; así han convertido un país bellísimo en una verdadera mezcla de chatarra, ruinas y cenizas.

Todo esto que estoy relatando, lo que con la viva voz de Pepe Beunza estamos repasando a partir de decenas de documentos de su archivo personal y, sobre todo, de los recuerdos que dejó grabados hace años (con algunas valoraciones que más recientemente le he ido pidiendo y sonsacando), lo último que estoy narrando, en realidad, fue lo que ocurrió durante unos días. Pronto pudieron ir a visitarlo sus padres y hermanos. Pronto le llegó el auto de procesamiento y supo que tenía que acostumbrarse a lidiar con ese lenguaje despolitizado, abstruso y mendaz, con esa jerga jurídica llena de eufemismos que desvirtuaban todo aquello que de buena fe le había llevado a desobedecer al ejército y a reivindicar con su sacrificio un estatuto de la objeción de conciencia. Pronto lo llevaron esposado a la cárcel Modelo de Valencia. Pero antes de que cambiara su situación carcelaria ocurrió algo que desde la distancia histórica imagino lleno de relevancia, de osadía y de futuro. Afectaba a su religiosidad. Ya por aquel entonces, con el desarrollo de las teologías liberadoras, alguien podría haber dicho: ¡Que Dios confunda y perdone a quienes bendicen y dan justificación religiosa a los militarismos!

Llegó el domingo y yo dije que quería ir a misa. No me la quería perder, sabía que era una ceremonia muy llamativa. Y allí que me llevaron escoltado por los guardias. Efectivamente, qué parafernalia: un altar en lo alto, muchos mandos, esposas de militares... y yo apartado, entre soldados con fusiles ametralladores, notando que era blanco de todas las miradas. Cuando llegó el momento de comulgar dije que quería hacerlo. Los soldados me dijeron que si quería comulgar me tenían que acompañar. Cuando acabó casi todo el mundo me acerqué, subí al altar, con el tío del mosquetón pegado a mis espaldas hasta que bajamos los dos juntos. Fue una cosa impresionante, la gente estaba con la boca abierta. Al parecer nadie hacía eso. Y yo disfruté creando esas contradicciones, dejando también claro, con la imagen de mi ejemplo, que para mí el cristianismo no era compatible con lo aparatos militares y la enseñanza de la guerra.

Una tarde, sin previo aviso, deprisa y corriendo, con las esposas bien apretadas y con varios fusiles ametralladores apuntándole, una bandada de la Policía Militar se lo llevó a la cárcel Modelo. Debían pensar algunos que se trataba de un revolucionario peligroso y que por eso lo trasladaban como se conduce a los psicópatas más agudos, resistentes a la medicación. El vértigo que sentía dentro continuaba y parecía no parar, a una desazón seguía otra y otra, encadenadas.

9. El lugar de un hombre justo estaba en las cárceles de Franco

Entró allí -recuerda- «con una terrible sensación de soledad y de acojono». Pero al mismo tiempo se autoafirmaba. Y por eso resistía. Tenía en la cabeza la campaña pública que se había previsto poner en marcha nada más fuera encarcelado. Sabía que en la calle había gente reuniéndose, hablando con personalidades y con entidades que podían colocar el problema en las agendas políticas del régimen; sabía que ya se estaba denunciando su situación en los medios de comunicación europeos. Pero la cárcel desnuda física y mentalmente. El ritual degradante de registros, cacheos, desnudos, huellas, fotos, etcétera, vacía la cabeza y hace que estés a la expectativa, escrutando todo lo que tienes cerca y, sin embargo, no sabiendo ni pudiendo ver lo que hay detrás de tantas y tantas puertas cerradas.
La prisión, paraiso de los cropófagos, es la tumba de las fragancias. Lo primero que destaca de la cárcel es el olor, no sólo «el cantar de los tigres» (las espantosas letrinas siempre atestadas y sucias), sino el repelente hedor que te saluda al entrar, una pestilencia generalizada y espesa que trastorna y deja yerta a la pituitaria más generosa y transigente. Pero muy pronto te acostumbras. Lo importante es abrir los ojos. Estar alerta.

Al principio en la celda y después en el patio y en la galería conoció a los primeros compañeros presos: un retrato de las criminalizaciones sociales y políticas de la época, algunas de todas las épocas civilizadas. Aunque venía de peores calabozos, enseguida conoció las puercas condiciones de habitabilidad de la cárcel civil, los toques de corneta, el continuo abrir y cerrar y golpear de puertas, los horarios rígidos, los recuentos, la entrevista con el maestro, la entrega del catecismo por parte del capellán, las ladillas y su picor horrible en los testículos, los exámenes médicos y las vacunas; en fin, la peor de las obscenidades en los más pequeños detalles, el embrutecimiento, la infantilización y la alienación. Piense el lector que vamos a recorrer con nuestro protagonista varias etapas carcelarias, por eso no me voy a extender en todo lo que cuenta Pepe Beunza sobre cada cárcel en particular. Sólo diré que casi todos los males que acabo de relacionar los notó desde el principio.

A los que estábamos «en periodo» (las celdas que se ocupan antes de entrar en las galerías), nos servían la comida dentro de la celda y, claro, como no nos habían dado cuchara tuvimos que comer como si fuéramos perros. Claro que no fue a propósito. Era un despiste, pero esos despistes y muchos otros forman parte de toda la estructura carcelaria; toda la miseria de la cárcel forma parte de un complejo concepto que incluye el edificio y su régimen de vida interna: un ambiente que va destruyendo poco a poco a las personas, que las van deprimiendo. Guardar tu dignidad significa hacer esfuerzos grandísimos, controlar las ansiedades y los pensamientos, soportar la maldad del sistema y sus humillaciones, mantenerte en tus cabales, con tu personalidad, y luchar por pequeñas cosas, cosas que allí son grandes e importantes, como una cuchara, poder afeitarse sin miedo a las infecciones, tener una comida digna, sin gritos ni órdenes ni mala leche. Está claro que en prisión conviene pensar en cosas agradables, organizar tu tiempo, escribir cartas, mantener el contacto con la calle. Desgraciadamente, también conviene estar alerta.

Nuevamente, lo chocante. Los compañeros preguntaban. No entendían por qué ir a la cárcel en vez de ir a la mili. Otra vez a explicarlo, aunque lo hiciera a gusto. Otra vez argumentando, hablando de las necesidades de la juventud o de los peligros del militarismo y de la carrera de armamentos. Otra vez leyendo a la gente lo que le había escrito al mismísimo capitán general.

En esa carta me explicaba con suma moderación, no quería ir provocando. Para mí hubiera sido más sencillo decir: pues mire señor, no voy a la mili porque no me sale de los cojones, porque no me parece nada atractivo perder quince meses de mi vida en un cuartel, amargado, aburrido, obedeciendo órdenes absurdas de hombres a los que no conozco de nada. Un joven tiene cosas más divertidas y formativas que hacer. Pero no, alegaba razones éticas, religiosas, políticas... Tenía que justificar lo que era evidente. Es evidente que lo que llamamos civilización es un modelo social injusto y violento, que los ejércitos ayudan a que eso siga así, y que una sociedad menos neurótica que la nuestra no enviaría a los jóvenes a un sitio cerrado a aprender a matar.

En la cárcel lo peor de todo puede ser la soledad. El silencio, el aislamiento, la incomunicación, el no tener amigos o nada que compartir con los otros presos eran motivo de una casi segura depresión que podía machacar a un joven dicharachero como él, aunque Pepe Beunza casi siempre logró sortear ese tipo de peligros carcelarios. No hizo ascos al ambiente. Se mostró muy refractario a soplones y chivatos (los grandes beneficiados, los miserables que recibían el premio del poder por su servilismo y ruindad). También observó con preocupación el submundo de la homosexualidad encarcelada y muchas veces mal entendida (la del abuso de los presos mayores hacia ciertos presos jóvenes y menores). Pero se relacionó mucho, aprendió grandes cosas que le iban a servir durante todo su largo periplo carcelario, escuchó a algún Testigo de Jehová y asimiló sus experiencias, ayudó a muchos analfabetos a redactar instancias y quejas, y sobre todo se hizo muy amigo de un grupo de hippies que fueron trincados con marihuana y LSD.

El espectáculo del patio era realmente curioso. Hay que imaginar cómo podíamos estar más de cien personas, todas sentadas o apoyadas en la pared o paseando sin rumbo. Podía hacerse insoportable. Había que idear algo porque cuando el tedio dominaba llegaban los follones y las peleas. Se organizaban carreras a la pata coja que eran divertidísimas, se jugaba a los dados, a veces jugándose el peculio (los cartones que sustituyen al dinero dentro del talego) y, por eso mismo, apostando a alguien para que avisara si venía un funcionario («para que diera el agua»). A veces todo acababa mal. La cárcel es una olla a presión, vuelve loco al más pintado o ayuda a que los locos se desesperen y hagan disparates: normalmente goteaban los grifos y en el silencio de aquellas largas noches apenas se podía encontrar el sueño; también estaba el preso que gritaba por los noches o el que durante el día se dedicaba a golpear una piedra sin parar -«toc, toc, toc, toc...»- y desesperaba hasta a los sordos. Y con historias como ésa se tensaba el ambiente, se ponía peligroso. Recuerdo que un día a uno que estaba verdaderamente enloquecido le dio por coger las bolas de la petanca en mitad del patio y por empezar a gritar «al que pille lo mato»: tiraba bolas para todos lados y, claro, el patio se quedó vacío. Cualquiera iba a cogerle. El funcionario tuvo que esconderse y al final, ya tranquilo, le pusieron una inyección.

Pepe Beunza era el primer preso por objeción no violenta. En la Modelo sólo pudo hablar con un Testigo de Jehová. Durante esa temporada no hubo casi ningún preso político en su galería, o sea, ninguna comuna en la que se pudiera implicar. Sólo en una ocasión entraron Bernardo y Antonio, dos compañeros de la universidad que fueron detenidos por difusión de propaganda ilegal (panfletos) y que, por eso, habían sido condenados a un año de cárcel. Después entraron a terminar una vieja condena varios obreros (la mayoría de la empresa Astilleros Elcano) que fueron detenidos en la manifestación ilegal del 1º de Mayo en 1967. Con todos ellos formó Pepe Beunza una suerte de seminario en el que discutían de problemas sociales y políticos. Con prudencia, pero con sumo gusto. Fueron momentos felices dentro de la prisión. Pepe Beunza se consideraba también un preso político. Tenía grandes diferencias con sus compañeros porque la mayor parte pertenecían al PCE y «no eran nada antimilitaristas»; pero se llevaba estupendamente con ellos y siempre procuraban que el trabajo político se centrara en asuntos concretos que unían a la gente en vez de discutir acerca de lo que nos separa por motivos ideológicos.

La Modelo de Valencia era un prisión mala para los presos políticos porque, como no había continuidad, las conquistas de pequeños derechos o mejoras se acababan cuando llegaba la libertad o se trasladaba de prisión a la gente. Todo volvía a empezar de nuevo. Además, los políticos estábamos divididos por las distintas galerías y era muy difícil el contacto. En otras prisiones estaban todos juntos y era fácil organizarse.

Cuando pudo organizarse con algunos presos políticos su vida cambió, y sobre todo se elevó su ánimo. Pero en líneas generales, durante esta primera etapa de cárcel tuvo que relacionarse con los presos sociales, lo cual no era problemático pero le hacía sentirse, lógicamente, un poco más extraño, aislado de sus propias referencias ideológicas y de sus gustos socioculturales. No obstante, también aprendía de aquella realidad. Sabía valorarla. Se mostraba dispuesto a hacer algo útil. Habló con el maestro y se prestó a dar clases de alfabetización, algo que ya había hecho en los barrios valencianos. Poco a poco se fue adaptando. Consiguió unos cajones, un flexo y otros utensilios para hacer de la celda un sitio cómodo en el que poder estudiar alguna asignatura de la carrera que tenía pendiente de examen. Además, estaba tan en contra del espectáculo militarista y fascista de las misas dentro de la prisión que consiguió convencer al cura y a otro preso para renovar las canciones del coro (Bob Dylan, los Beatles, Simon y Garfunkel, etcétera).

La misa era un montaje. Todos los presos de pie, como enjaulados y a distancia, una distancia que era a la vez física y espiritual. El cura y las autoridades allá, lejísimos, haciendo ceremonias que parecían trucos. El sacerdote decía «el Señor esté con vosotros» y yo oía contestar a los presos «y con tu puta madre, cabrón». A veces se oían esas cosas en un tono un poco alto y los funcionarios se ponían muy nerviosos, pero era imposible saber quiénes habían dicho semejantes «blasfemias». ¡Qué manera tenía la Iglesia de estar cerca de los presos! Con qué claridad se veía que la representación de la Iglesia en la cárcel estaba asimilada al poder y en contra de los presos y los represaliados. La mayoría de los que estaban allí encarcelados tenían una historia de explotación, injusticia social, miseria y humillaciones a sus espaldas. Daba vergüenza ser católico.

En la cárcel se engordaba porque la comida era abundante y con mucha grasa. Era muy importante hacer ejercicio. A duras penas, desde la ventana de la celda se podía ver un trozo de la calle. Sentía profundamente estar separado de Emilia, el amor de aquellos años: le había dicho que hiciera su vida porque no sabía cuándo acabaría aquella odisea, pero la echaba de menos. Aunque Emilia estaba en el grupo de apoyo y recibía sus cartas y sus mensajes clandestinos, pensar en ella, desearla, no tenerla, no poderla tener, le dolía. A veces se ponía triste y se tumbaba en el patio para no seguir viendo paredes, para poder ver el cielo, las nubes o los pájaros, y para pensar en cosas bonitas e imposibles.

La sensación de incomunicación era brutal. Sólo se recibía un periódico derechista de Valencia y llegaba a veces censurado, con recortes, con agujeros en las noticias más interesantes. Tampoco dejaban tener una radio. El único aperturismo permitido era el de las dos visitas semanales de familiares de primer grado y alguna que otra autorización especial, que se podía conseguir, para recibir a ciertas personas que quisieran ver al que ya empezaba a ser conocido como preso de conciencia con ideas pacifistas y no violentas. Aquel invierno y aquella primavera hubo actos de protesta en algunas ciudades francesas, se colocó una pancarta en París con la leyenda «Liberté Pepe Beunza», se ocuparon oficinas de turismo en Nueva York, hubo manifestaciones en Bélgica, en Alemania y en otros países, además de envíos de cartas a la cárcel de Valencia.
Imposible enumerar aquí la cantidad de acciones de solidaridad que se sucedieron más allá de las fronteras españolas. Amnistía Internacional cumplió un papel importante y trascendente: el grupo de Holanda apadrinó «a José Luis Beunza como preso de conciencia». De forma muy aséptica se comenzó a publicar en España alguna cosa sobre Pepe Beunza. Poco a poco fueron apareciendo noticias en algunas revistas. Fue un goteo incesante. Mucha gente se empezó a interesar por él. El director de la Modelo y los carceleros se sorprendían cuando comprobaban que eran bastantes las cartas que llegaban desde el extranjero y siempre dirigidas al mismo preso.

10. Una marcha internacional

Fue el 21 de febrero cuando cobró gran fuerza la campaña de apoyo a Pepe Beunza: comenzó la marcha a pie desde Ginebra con la idea expresa de llegar hasta la prisión de Valencia para decir que mucha gente estaba de acuerdo con el objetor que allí tenían preso, y para reivindicar su libertad o que a todos los marchistas se les encarcelara con él. En una dictadura tales cosas son subversivas, y está clarísimo que en todo caso eran una muestra valiente de desobediencia civil. Claro, de esa guisa, aquel preso no se derrumbaba -al contrario, a veces creía tener alas-, aquel desobediente estaba muy animado. Al régimen, endurecido hacia dentro, le preocupa mucho lo que se decía en Europa.

Se escogió Ginebra porque era la sede de la ONU y del Tribunal de los Derechos del Hombre y porque era un país que tampoco tenía reconocida la objeción de conciencia. Una acción directa no violenta en España no hubiera durado ni media hora (de eso ya tenía experiencia Gonzalo Arias). Pero la marcha la encabezaban cinco españoles, lo cual, sabiendo todo el mundo cómo se las gastaba Franco en sus comisarías y cárceles, impresionaba en Europa. Aquellas cinco personas admirables se la jugaron de verdad.

En total salieron quince personas. Eran hombres y mujeres de varios países. Daban la cara cinco españoles con nombres y apellidos, dispuestos a llegar hasta Valencia, lanzando un reto desobediente y no violento a la Dictadura: Mara González, María Angeles Recasens, Lluís Fenollosa, Santiago del Riego y Gonzalo Arias. Con ellos iban varios amigos de la comunidad del Arca. Por los sitios que pasaban hacían ruedas de prensa y otras actividades. También repartían una carta de Pepe Beunza. Cuando el día 11 de abril llegaron a la frontera ya eran unas 700 personas. Entraron en filas de tres y en silencio por Bourgmadame, asustados, impresionados e impresionando a la gente que fue a apoyarles, a los curiosos y a la prensa. Al llegar al punto de la frontera española los cinco españoles que encabezaban la marcha fueron detenidos por la policía franquista. Los demás se sentaron en el puente internacional y continuaron la protesta de forma simpática pese al miedo y la emoción, hasta que la policía cargó brutalmente. A aquellos cinco desobedientes les llegaron a fijar una petición de condena de entre seis y doce años: concretamente a Gonzalo Arias, al que consideraron organizador e instigador, le pedían once años de cárcel. Por una acción pacífica se les aplicaba el mismo artículo que a un acusado de espionaje. Pero nadie pudo evitar que el asunto de la marcha y de su represión quedara reflejado en la prensa europea. Los castigos ayudaron a difundir más y mejor la primera campaña de objeción.

Surgieron más grupos en otras ciudades. Aunque pocos, otros jóvenes iban a seguir muy pronto el camino de Pepe Beunza. Y la polémica llegaría rápidamente al mismísimo Consejo de Ministros y a las Cortes franquistas. Incluso pasó a ocupar el precioso tiempo de los académicos. En marzo de 1971 la Real Academia discutió sobre si debía decirse «objetores de conciencia» u «objetantes de conciencia». Rechazó la palabra «objetores». Sobre ese asunto escribió Don José María Pemán en la Gaceta Ilustrada del 11 de abril de 1971 un artículo titulado «La guerra y sus objeciones», un texto que políticamente más parecía un desvarío retórico y confuso que un pensamiento digno de ser calificado como tal (viniendo de un académico de la lengua, acaso lo más aprovechable sea la distinción que hacía entre objetores de conciencia y Testigos de Jehová). En cuanto a la palabra «objetante» hay que recordar que tuvo un éxito momentáneo. En esos años algunos medios de comunicación hablaban de Pepe Beunza y de otros objetores diciendo que eran «objetantes de conciencia». Después acabó olvidada y desterrada del vocabulario sociopolítico. Actualmente sigue en el diccionario («objetante» es aquel que objeta). Pero también está la palabra «objetor», sinónimo de «objetante». Es más, al explicar sus posibles acepciones, la Real Academia sólo habla de una: «objetor de conciencia». Esta historia de dos palabras ilustra el proceso de una nueva propuesta de participación política que tuvo que ir abriéndose camino desde 1971.

Pepe Beunza compensó bastante la carencia de comunicación recibiendo visitas de su abogado y amigo José Antonio Noguera, un defensor de causas justas en la Valencia de aquellos años de plomo: con él empezó a perfilar su defensa, pero el problema era que su delito de desobediencia estaba relacionado con lo militar y por eso mismo tenía que buscar un abogado militar.

Los militares creen que por el hecho de ser militares ya tienen formación jurídica. Me parecía una burla pero estaba en ese engranaje. Vino a verme el juez instructor y me indicó que buscase un abogado militar. Le contesté que estaba condenado de antemano, que no tenía escapatoria y que me daba igual. Por eso me pusieron un abogado de oficio, uno que no conocía de nada, que seguramente no estaba de acuerdo conmigo y que a lo sumo se había leído el Código de Justicia Militar en quince días, y que en todo caso no podría jamás ponerse chulo en un consejo de guerra.

Además, el peligro no era solamente ser condenado de seis meses a seis años sino que después tendría que volver nuevamente a hacer la mili y otra vez a desobedecer, en una cadena de condenas y vértigos. Una perspectiva tan dura, hacerse a la idea de un largo camino de muchos años de cárcel, desalentaba a posibles objetores, creaba una imagen nebulosa de las posibilidades de la desobediencia civil. Sonaba a martirologio y, lo que es peor, a una casi segura posibilidad de descontrol de la campaña política, demasiado dependiente de la inmensa capacidad del objetor para soportar el sufrimiento. Claro que tampoco sería fácil por el momento diseñar otras posibles salidas, algo que, dentro de aquellos estrechos márgenes dictatoriales, permitiera a los objetores políticos llevar algún tipo de iniciativa y no ser meros objetos de represión al albur de los procedimientos penales. Sobre estos asuntos nadie se aclararía hasta que más adelante Pepe Beunza decidiera soportar el batallón disciplinario en el Sáhara, lo cual pondría fin a la cadena de castigos carcelarios.

Estaba claro que a él le correspondería andar ese otro posible camino, aunque de momento, a comienzos de 1971, todo lo que estaba ocurriéndole era muy semejante a lo que ya conocían los Testigos de Jehová. La interminable recurrencia de castigos había demostrado su eficacia muchas veces, desde 1958, con los seguidores de esa confesión religiosa, sin que eso hubiera provocado reacciones políticas ni tampoco mensajes reivindicativos de sus más directos sufridores. La aberrante situación jurídica que sufrían como respuesta acabó por inquietar a algunos expertos en justicia militar que demandaban una solución específica. Pero, políticamente, los dóciles testigos no preocupaban nada.

Sin embargo, ahora, con el caso Beunza, los militares (también el juez instructor) habían demostrado nerviosismo. El capitán que hacía las veces de juez estaba preocupado. Fue a verle varias veces para tantear el terreno. En no pocas ocasiones Pepe tuvo que cortar el rollo al magistrado -su machacona tabarra mezcla de interrogatorios y afirmaciones persuasivas- y recordarle que él era un objetor no violento, con ideas claras y contrarias a las funciones insolidarias y destructivas de los ejércitos. Tuvo que decirle que no se creía la teatralidad de sus actuaciones jurídicas.

Le dije al juez: «Mire, la ley que usted está defendiendo es injusta. Estoy aquí preso y no voy a seguirle el juego». Y el juez me replicaba: «Claro, usted lo que quiere es hacerse famoso, porque ya es usted bastante conocido y demasiada gente habla de usted». Yo le respondía con preguntas: «¿Y no cree que estoy pagando demasiado caro el precio de esa fama?, tenga en cuenta que me están haciendo famoso ustedes por tenerme preso, pónganme en libertad, no encarcelen a más presos de conciencia, y se acabarán esas famas que tanto les preocupan». Pero, en fin, se notaba que toda la mentalidad del totalitarismo franquista estaba dentro de aquel uniforme. El juez no me entendía muy bien, sólo quería amortiguar en lo posible mi actitud y, de paso, enterarse de qué iba a hacer el primero de los objetores que no era Testigo de Jehová. Se notaba su preocupación por el hecho de que estuviera sonando el asunto en Europa, algo le tenían que haber dicho desde esferas más altas.

Pepe Beunza se tenía que preparar en serio para afrontar el consejo de guerra, porque podía llegar en cualquier momento, porque a veces avisaban sólo con media hora de antelación, y porque, en el hipotético caso de que se supiera la fecha, tenía que hacerlo saber y que trascendiera para que, tal y como estaba previsto, se organizaran protestas en varias capitales extranjeras y una huelga de hambre en la misma Valencia. Finalmente supo que el consejo de guerra se celebraría el 23 de abril de 1971, precisamente el día de su cumpleaños.

11. El primer consejo de guerra

La policía se llevó aquella mañana a Pepe Beunza con sus cuatro cuartillas. Llevaba cuatro hojas en las que había escrito lo que pretendía ser su discurso de defensa, sobre todo su mensaje a favor de la objeción de conciencia y de reivindicación de un estatuto legal que pusiera fin a la situación de represión que se vivía. Recuerda que hasta los policías se quejaban de su situación y de la del país; pero, cuando les preguntó que por qué reprimían a quienes protestaban contra el régimen, se excusaron diciendo que de algo tenían que vivir.

En el Gobierno Militar le quitaron las esposas. Había bastante gente por la calle y no pocos conocidos y amigos. Intentó saludar. Respiró con alegría un cierto ambiente de buen ánimo entre la gente. Tan sólo unos días antes había llegado la marcha de Ginebra al punto en el que fue reprimida. El día del consejo de guerra y durante tres días doce personas de varios países empezaron una huelga de hambre en una iglesia valenciana. Esa mañana aparecieron carteles en la universidad. En la Facultad de Filosofía se hizo una asamblea para informar y para publicar denuncias del consejo de guerra a Pepe Beunza. No estaba mal: la campaña política, dentro de todas las limitaciones, funcionaba. Y él estaba muy fuerte. Pudo estar un ratito con su familia y con Emilia. Pudo sentirse mejor que nunca pese a los nervios.

Empezó muy pronto el consejo de guerra. El fiscal vino a decir que estaban ante un sujeto peligroso, pero fue agradable ver que su abogado de oficio se prestaba a leer el escrito de defensa que había preparado su abogado amigo. Al final, cuando le dijeron que si tenía que alegar alguna cosa podía hacerlo, Pepe Beunza se levantó y empezó a leer.

Apenas empecé a explicar que yo era un objetor de conciencia no violento, cuando les dije que por pensar así me habían tratado como a un asesino... me cortaron; el presidente dijo que todo eso parecía un artículo de prensa, pero que en una sala de justicia militar no se podía decir. Luego, con corrección, se acercó a darme la mano y me dijo que me felicitaba porque era un hombre muy valiente a la hora de defender mis ideas, que si me iba a condenar era porque tenía que cumplir con la ley militar. Le dije que era necesario cambiar las leyes injustas, y él me respondió que el ejército era la llave de España y que había que mantenerlo para mantener a España. Era increíble, cómo funciona la obediencia, cómo se justifica. De todas formas, lo mejor es que pude estar una hora con Emilia y con mi familia. Después me dijeron la sentencia: condenado a un año y tres meses por delito de desobediencia.

No le dejaron leer su discurso pero el escrito circuló por la calle, pasó de mano en mano y clandestinamente se difundió desde Valencia a muchos sitios y por fortuna a muchas conciencias. Era moderado pero más que subversivo para la situación. Pepe Beunza no hizo una crítica de la conscripción militar al estilo de la que unos años antes realizó Jean Van Lierde en Bélgica, denunciando la mili como un aprendizaje del asesinato y un laboratorio de anestesia de conciencias, pero lo que entonces decía Pepe Beunza estaba inspirado en aquellas ideas de no violencia revolucionaria. Usaba textos de tipo religioso, frases del propio Papa y del Concilio Vaticano II que, no obstante, chocaban con el imaginario mismo de un ejército heredero de la Cruzada de 1936 y enervaban a la caterva de ultras y fundamentalistas del régimen.

En fin, aquel día pensé que si los militares no fueran tan peligrosos me darían pena. Lo que pasa es que son realmente peligrosos. Pueden sacar los tanques a la calle y hacer mucho daño, pero allí... en el consejo de guerra, detrás de un gran crucifijo, siete tíos mayores sentados en un punto elevado de la sala, con sus uniformes de gala y sus sables, estaban tan ridículos... haciendo teatro del malo y creyendo que así servían a la patria. Te podrían dar con el sable o con el crucifijo, pero lo peor es que se lo creen, se creen su teatro y se creen justificados para ejercer la violencia, por eso son peligrosos.

Otra vez, pero ahora ya como condenado, volvía esposado a la prisión. Ya sabía que no todo el tiempo iba a estar en la Modelo, que a partir de entonces tenía plazos aquella primera fase de su desobediencia. Pero seguía con la fuerte preocupación de la previsible cadena de condenas que le esperaba en su futuro próximo: condena, cárcel, otra vez la mili, otra vez la desobediencia, otra vez la condena, la cárcel, la mili... ¡hasta que cumpliera 38 años! No sería nada fácil sortear ese tormento. Se había metido de lleno. Tendría que resistir todo lo que pudiera. La campaña iniciada con él debía continuar mientras no fallaran las fuerzas, pero de momento él era la única medida de aquella lucha.

12. Si todos los hombres son mis hermanos, los rebeldes son mis compañeros

Ahora sí, ahora ya era un sentenciado, un penado. Ahora iba a la misma cárcel pero a otra galería, a la tercera de la Modelo, a encontrarse con muchos amigos presos políticos que rápidamente lo acogieron en su comuna.

Ya estábamos todos juntos y era mucho más agradable. Comíamos juntos en una celda. Traían comida las mujeres; a ésas sí que había que hacerles un homenaje de verdad: unas ollas de arroz al horno o de all i pebre que vamos... de lo mejor, y no eran para su marido, no, era comida para todos, para nueve. Prácticamente no comíamos del rancho. Siempre nos traían algo y muy bueno. Cada uno fregaba cuando le tocaba. En el patio estábamos juntos y de tertulia. El ambiente era mucho más tranquilo y agradable, olvidé la tensión de la otra galería. Qué cantidad de anécdotas. Que si haciéndonos un cuchillo a partir de una cuchara, que si a mí me enviaban avellanas y, como no podíamos cascarlas, las tirábamos contra el suelo y venga a tirarlas y a correr detrás de ellas, todos a cuatro patas por el suelo buscando avellanas... En fin, había condiciones duras, faltaba de todo, es difícil que lo imagine alguien que no estuvo, pero también pasábamos ratos muy agradables, había gente luchadora y de una gran calidad como personas, siempre me acordaré de ellos y de lo que aprendí de ellos.

Claro, la familia de un preso también está un poco presa. Tu gente no tiene la culpa, no tiene por qué pagar tus compromisos políticos o del tipo que sean. Hay que trabajar con ellos el porqué de tu sacrificio. Pepe Beunza se había preocupado de preparar a su familia para cuando llegara el momento. La verdad es que muchos jóvenes de entonces tenían a veces más miedo a sus padres que a la policía y por eso procuraban evitar ciertos compromisos. Pepe comprobó cómo lloraban algunos padres delante de algún Testigo de Jehová porque no les había avisado y no lo entendían, sólo vivían el sufrimiento. En cambio, el padre de Pepe siempre le decía: «¿Cómo estás?, ¿aguantas bien? No te hagas el chulito, si no puedes seguir lo dejas, pero si aguantas y estás fuerte le vamos a dar una lección a todos estos papanatas».

El problema de la objeción era ya efectivamente un problema. Salpicaba. Por ejemplo, al director de la revista del Colegio Mayor El Verbo Divino de Pamplona, por haber publicado artículos a favor de la objeción, cuando fue a hacer las prácticas de milicias como oficial de complemento, lo degradaron. A otro amigo que se había manifestado en Toulouse a favor de los objetores españoles, cuando vino a hacer la mili le sacaron una fotografía de la manifestación y le hicieron la vida imposible.
Fue entonces cuando llegó la maravillosa noticia que ya he comentado en otro capítulo. Pax Christi concedió a Pepe Beunza el Memorial Juan XXIII: «por su contribución ejemplar a la causa de la paz y por simbolizar en su conducta el testimonio de todos los objetores de conciencia». Pero seguidamente, lo que más animó al primer objetor fue que aparecieron más objetores de conciencia con filosofías no violentas y con mensajes críticos hacia el militarismo: en mayo de aquel año 1971, Jordi Agulló fue a la Marina de Cartagena, se declaró objetor y fue condenado a tres años (en la prisión naval pasó toda su condena).

Según la jurisdicción, según la capitanía... en fin, según sus arbitrariedades, si estabas en un sitio o en otro, te condenaban a una pena o a otra. Normalmente, en la Marina condenaban a tres años. El amigo Jordi siempre estuvo preso en régimen militar, mientras que a lo mío le esperaban otros regímenes de castigo.

Pepe Beunza aprendió mucho en la cárcel. Aprendió a solidarizarse rápidamente cuando entraba algún grupo de presos por obra y gracia de la represión policial en la universidad. En ese caso había que actuar con rapidez: muchos llegaban heridos por la tortura y había que animarles, conseguirles mantas, libros, comida, juegos, ropa, etcétera. Eso mismo es lo que ocurrió cuando el 1º de Mayo de aquel año detuvieron a todo el comité provincial universitario del PCE. Con ese ambiente politizado no sólo aprendió canciones nuevas y se divirtió provocando con las letras a los funcionarios sino que también tuvo que discutir y defender sus posiciones ideológicas. Y además, fue creciendo su crítica personal a las formas institucionalizadas de la religiosidad católica.

A mí, poco a poco, se me fueron hinchando los huevos con respecto al cura de la cárcel y todo lo que se relacionaba con él. Era ya una posición más global. Esto venía de lejos. Incluso antes de negarme a hacer la mili fui a ver al arzobispo de Valencia, vi sus fotos con Franco y comprendí que yo estaba muy al margen de aquella fotografía, que la Iglesia está con el poder. Le hablé al arzobispo de mi visión del Evangelio y de cómo de ahí sacaba ideas sobre la objeción de conciencia. No entendió nada, entre que era sordo y que no quería oír... me dio una carta de recomendación para un amigo suyo del cuartel. Salí de allí y rompí la carta.

Pero Pepe rompía algo más que una carta. Estaba rompiendo con la Iglesia de su infancia y juventud. Por eso se explica que fuera a ver al cura de la Modelo a decirle que su labor era nefasta y que al final escribiera incluso una instancia en la que decía que, como católico, «no quería participar en aquella blasfemia». A partir de entonces ya no iba a misa, se quedaba leyendo en la escuela con los presos políticos hasta que terminaba aquel oficio religioso preñado de parafernalias vacías e hipócritas.

En el fondo, ir a misa tenía una carácter obligatorio, si no lo hacía debías justificarlo a través de una instancia. Los presos políticos no acudían y cada vez se iba alejando más y más gente. El cura estaba algo asustado. Mi instancia le sentó fatal.

La arbitrariedad de las normas daba pábulo a una caótica distribución de las actuaciones funcionariales: había carceleros muy humanos, pero la mayoría oscilaban entre los que a veces se endurecían y los que siempre eran muy reglamentaristas. No pocos líos internos surgieron por esos motivos tan imposibles de controlar y de prever. No obstante, lo que sí recuerda Pepe Beunza cual si hubiera sido el pan nuestro de cada día en la prisión es la ansiedad que creaba la posibilidad de que el régimen franquista concediera gracias e indultos a los presos. Era una llave en manos de la autoridad política para gestionar la sumisión y el orden interno. Ahora bien, al mismo tiempo, las decepciones colectivas podían poner la olla al rojo vivo. Había grandes posibilidades de tensión. Incluso de motín. De hecho, un mal día estalló el motín.
En fin, muchos eran las factores que podían provocar el estallido de un conflicto total, las propiamente internas y las que dependían del aparato judicial y político del franquismo. Pepe Beunza vivió una de las peores situaciones que pueden darse dentro de una prisión. Reconforta saber que tanto él como los del PCE (los presos que lo eran por motivos ideológicos, por luchar por ideales de justicia social) estuvieron a la altura de las circunstancias.

El motín surgió en la galería de menores. Los más jóvenes son la parte más caliente de la cárcel. Los menores vivían en condiciones infrahumanas, nadie se ocupaba de ellos. Ocurrió precisamente un día que estaba un jefe de servicios legalista y peligrosísimo, de los que imponía a rajatabla la ley y el orden sin flexibilidad alguna... Por la noche estaban los menores viendo la televisión y uno de ellos empezó a hacer música con un peine y un papel de fumar. El funcionario lo encerró en la celda y el chico se cabreó y abrió el grifo del agua. Al cabo de un rato caía el agua por la galería. Subió el jefe de servicio y, al parecer, le pegaron y se lo llevaron a las celdas de castigo. Ahí se rompió todo. Los menores empezaron a chillar, se subieron a las celdas y empezaron a tirar los colchones, las palanganas y los platos; tiraban las tapas de los waters a unas velocidades tremendas y peligrosas. Entonces entraron los funcionarios para intentar meter a algunos chicos en las celdas de castigo. Uno de los funcionarios recibió un tremendo golpe en un ojo con una de las tapas voladoras que luego le hizo perder totalmente la visión del mismo. En fin, el motín se ponía grave. Los metieron en celdas por grupos, a duras penas, con violencia.

Los presos mayores no se enteraron de nada hasta la mañana siguiente. De hecho, entre rumores, por la mañana se repetía el follón. Volvían los funcionarios a usar la fuerza para reducir y encerrar a algunos jóvenes. Los presos políticos se reunieron enseguida para ver qué podían hacer. Consiguieron comunicarse con los menores y decidieron convocar una asamblea en el patio, lo cual ya era una osadía, una ilegalidad, una temeridad, una lucha en sí misma. Había más de veinte presos políticos, casi todos comunistas y Pepe Beunza: gente prudente y también solidaria, pero también gente inexperta. El único preso -Ventura- que ya tenía experiencia en luchas anticarcelarias estaba en una celda de castigo durante esos días. Todo, absolutamente todo, había que improvisarlo. El peligro era evidente. El hecho de que un funcionario estuviera gravemente herido añadía temor. Pero realizaron la asamblea y al mismo tiempo se fueron comunicando con los menores a través de una celda.

Me tocó animar un poco aquella asamblea de presos. En ella decidimos nombrar una comisión para que hablara con el director y le trasladara varias peticiones: que no hubiera represalias para los miembros de la comisión y que fuera reconocida como portavoz de todos los presos para dialogar; que el médico fuera a ver a los menores para atender a los heridos y poder certificar si había habido malos tratos; que sacaran a los menores de las celdas de castigo; que se trasladara al jefe de servicio porque era la causa del lío y no la solución; y que viniera un inspector de Madrid para que escuchara las quejas sobre las condiciones de vida de la prisión y sobre todo de la galería de menores. La comisión elegida la formaban dos presos políticos, uno de menores y otro preso común. De los dos políticos uno era Escutia y otro era yo. Me propuso alguien -qué gracioso- porque yo era uno de los más veteranos allí, y todos me admitieron rápidamente encargándome que además tomara nota de todo lo que se hablara con el director. Por una parte estaba acojonado, pero por otra notaba que debía asumir aquello, que se podía evitar una violencia mayor, que se tenía que evitar a toda costa que entrara la policía dentro de las galerías y hubiera heridos o quizás muertos. Así estaba la cosa... y yo en todo el mogollón.

Aquella asamblea estaba muy concurrida. No todos los presos entendían la protesta de la misma forma. Hubo rifirrafes entre algunos penados y los guardias de las garitas. Se provocaban entre sí, los unos cantando y tirando piedras, los otros apuntando con los rifles de una forma chulesca y amenazando con disparar contra todos. Pepe Beunza recuerda cómo tuvieron que calmar los ánimos y todavía se le pone la carne de gallina. Y así se pudieron ir hacía la dirección.

El director nos recibió con corrección: aceptó lo de no tomar represalias y lo de la visita médica, pero dijo que el posible traslado del jefe de servicios no era asunto suyo y tampoco quiso sacar a los menores que estaban en celdas de castigo porque decía que ahí tenía sólo a los cabecillas y no se fiaba; aunque sí prometió hacerlo cuando se recobrara la normalidad. Por último nos comunicó que siempre que hay un motín automáticamente venía un inspector de Madrid.

Otra vez convocaron asamblea. Todos los presos se sentaron en círculo y, algo más calmados, iban pidiendo la palabra. La gente se puso algo histérica al oír que no iban a sacar a los chicos de las celdas. Pero lo peor estaba a punto de llegar. La mediación, el intento de dialogar se fue al traste, absolutamente.

La asamblea iba más o menos bien hasta que uno de los menores dijo que estaban recibiendo una visita inesperada de los funcionarios. De pronto comienza a chillar diciendo que estaban pegando a algunos chicos... ahí terminó la asamblea.

Se organizó un gran revuelo. Los mayores se fueron hacia la galería de menores con unos martillos que cogieron de los talleres y rompieron las puertas de acceso al centro. Los funcionarios se replegaron. Los menores bajaban de sus celdas rompiéndolo todo a su paso. Alguien entró en el economato y de allí empezó a salir de todo. Quedó arrasado. Tiraron por los suelos los botes enteros de la leche condensada... y quemaron el despacho de los funcionarios de la galería de menores. Al director no le quedó más remedio que sacar a los menores de las celdas de castigo. Entonces sí que hubo sensación de fiesta. Se desconvocó una huelga de comedor y por la tarde todo el mundo estaba en el patio cantando, riendo, como si nada hubiera ocurrido.

Durante un cuarto de hora se hicieron cantidad de destrozos y al pasar el cuarto de hora ya la histeria se trasformó en una calma absoluta. Después vino la euforia, la sensación de victoria. A mí me parecía que aquello no iba a acabar así.

A los dos días llegó el inspector. Investigó, eso dijeron. Recibió las quejas, eso dijo. Pero en realidad fue a ejercer un castigo mayor, el que no se pudo llevar a cabo cuando los ánimos estaban tan encrespados.

Al cabo de una semana nos reunieron delante de todos los funcionarios y del director. Empezó a hablar el inspector por un micrófono. Fue un discurso impresionante que no podré olvidar nunca: «Y hemos reunido todo lo que la ciencia, la fuerza y la experiencia nos han permitido saber y sepan ustedes que ahora vamos a nombrar los castigos para la gente que participó en el motín y nuestra represión será implacable, sepan ustedes que no tienen escape posible, está fuera la policía armada preparada... así que no estropeen más las cosas». ¡Qué sensación de acojone e impotencia! Nombró a unos cuarenta presos diciendo que tenían como sanción la celda de castigo, allí mismo los iban metiendo. ¡Qué sensación de derrota teníamos!, nos mirábamos los presos políticos unos a otros y no sabíamos si llorar o... ¿qué hacíamos? Fue triste ver cómo se los llevaban y las reacciones de algunos, a la desesperada, fue incluso espeluznante: gente que gritaba «yo no he sido», otro que se puso histérico y se lanzó corriendo y con fuerza contra la cristalera y lo levantaron con la cabeza chorreando sangre... Alucinante.

Todos estaban consternados y asustados, inmovilizados, bloqueados. Pepe Beunza y algunos presos comunistas sintieron el peso de la responsabilidad e intentaron reunir a la gente para ver qué se podía hacer o al menos para intentar superar en la medida de lo posible la sensación de paralización y el miedo que sentían. Vieron que no tenían nada qué hacer. Analizaron con cuidado la información que pudieron recabar y comprobaron con qué pericia maneja la cárcel a chivatos y soplones, de qué manera azuza a los unos para que se venguen de los otros. ¡Con qué facilidad estalla la olla a presión y de qué manera pueden luego imponerse duramente los poderes internos de una institución total! En la cárcel, casi siempre, la violencia la sufren los presos.

Aquella fue una gran lección para todos, pero también se convirtió en un estigma para los presos políticos, para los que habían intentado reconducir de una forma reivindicativa y pacífica la lucha que estallaba imparablemente, para los que habían «fracasado». Una mancha en la memoria de los luchadores y un baldón frente a sus opresores. La fama de «motinero» de Pepe Beunza iba a seguirle desde entonces y a perjudicarle tiempo después. El poder encargado de reprimir no olvida. El poder que se encarga de vigilar a los contrapoderes es casi siempre un poder paranoico.
Los esquemas de actuación política que habitualmente elaboraban los militantes del PCE, los mismos que en este caso coincidieron con las estrategias mediadoras y no violentas de nuestro preso de conciencia, no parece que fueran trasladables a la acción colectiva espontánea, virulenta y emocional de los presos sociales cuando se sienten gravemente agraviados. Lecciones para todos y palos sobre todo en los lomos de los presos comunes, los más criminalizados. Años después, con las luchas de la COPEL (la Coordinadora de Presos en Lucha), se intentaría superar esa barrera de criminalización que impedía a los presos sociales influir positivamente en las agendas políticas, mediáticas e incluso en las judiciales.

Al poco tiempo, mientras que le llegaban buenas noticias sobre su campaña política, Pepe Beunza notó que, sinceramente, se había habituado a la tranquilidad reinante en la Modelo, la que llegó tras la dura represión del motín. Recuerda los problemas que hubo en torno al consumo de marihuana. Recuerda que hubo de todo y especialmente recuerda los esfuerzos que se hicieron con el fin de recaudar dinero y poder ayudar a algunos presos jóvenes para que salieran en libertad. Todo estaba hasta cierto punto normalizado. Pero enseguida le llegó la noticia de su traslado a la prisión de Jaén. Una de las formas más usuales de castigo en el sistema penitenciario es el traslado a prisiones alejadas de la tierra y la familia del preso. Pepe Beunza, ya clasificado en segundo grado, pagó de esa manera su participación en el motín, aunque la suya hubiera sido una colaboración positiva y siempre pacífica: tal cosa pudo librarlo de la celda de castigo pero no de la crueldad de aquel régimen punitivo retorcido.

Entretanto, la campaña de apoyo a los presos de conciencia y de reivindicación de un estatuto legal continuaba, se animaba y de alguna manera conseguía una cierta incidencia política. Estaban encarcelados tanto Pepe Beunza como Gonzalo Arias y los detenidos en la frontera por su participación en la marcha desde Ginebra. Y también se hablaba ya de Jordi Agulló. Se constituyó una comisión internacional para organizar actividades de todo tipo.
Estaba claro que la campaña coordinada a nivel internacional era de una gran eficacia, por modesta que en realidad fueran sus actuaciones. Así se pudo conseguir que Joan Báez prestara su apoyo político y económico, que diera dos recitales en solidaridad con los presos políticos españoles y que leyera públicamente la carta que nuestro preso de conciencia había mandado al Capitán General de Valencia. La campaña asimismo se financió con el dinero que aportaba la distribución internacional de un cartel con un texto en siete idiomas que reproducía una foto de Pepe Beunza tocando la flauta.