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Volar menos para vivir mejor

Martes.30 de julio de 2019 417 visitas Sin comentarios
Un vuelo Madrid-Barcelona produce, por pasajero, 141 kilos de CO2, mientras que ir en tren supone 18 kilos por pasajero #TITRE

Blanca Valdivia
Nuria Blázquez

Este año la compañía aérea Ryanair ha entrado en el poco honroso club de las diez compañías europeas más dañinas para el clima, un club que hasta ahora había sido exclusivo de las centrales térmicas. A pesar de que se tienda a pensar que ir como sardinas en lata hace bajar las emisiones, lo cierto que es los billetes de avión por precios con solo dos cifras hacen que las emisiones de CO2 aumenten de manera muy peligrosa.

La política de precios de Ryanair, sus acuerdos comerciales con regiones con aeropuertos poco rentables y las ventajas fiscales de las que disfruta la aviación, han hecho que la compañía llegue a ofrecer vuelos a miles de kilómetros por menos del precio del desayuno en sus aviones. Volar es ahora, muchas veces, la forma más barata de llegar a un sitio. Y esto provoca más y más vuelos.

Pero Ryanair no está sola. Hay otras 16 compañías aéreas que han entrado en la lista de las 10 más emisoras de sus respectivos países; basadas normalmente en políticas parecidas. El resto de las compañías aéreas tampoco pueden presumir ni de ser ecológicas ni socialmente justas precisamente.

Lo cierto es que volar es la forma de viajar con mayor impacto ambiental. Para que nos hagamos una idea, un vuelo Madrid- Barcelona produce, por pasajero, 141 kilos de CO2, mientras que ir en tren supone 18 kilos por pasajero (a pesar de que el AVE también deja mucho que desear en cuanto a sostenibilidad).

A pesar de este dato, la aviación goza de grandes privilegios: no paga ni un solo euro en forma de impuestos al combustible ni IVA en sus billetes. Esto a pesar de que volar es un es un medio minoritario. Por ejemplo, en el Reino Unido tan solo el 15% de la población vuela con frecuencia.

Por si fuera poco, a menudo las compañías de bajo coste basan parte de su negocio en operaciones en pequeños aeropuertos donde reciben subvenciones, encubiertas en acuerdos comerciales, para llenar esos aeropuertos poco rentables.

Un aspecto menos conocido es el del beneficio que obtienen gracias a la vulneración de derechos con la deportación de personas migrantes, en un negocio en el que el gobierno les paga cuantiosas cantidades para trasladar, bajo custodia policial, a personas extranjeras a diversos puntos del Estado y desde estos, expulsarlos de forma forzosa a sus países de origen.

Todo esto ha llevado a que este sector haya crecido en emisiones de CO2 un 26,3% en los últimos cinco años y que la proyección sea que sigan creciendo aún más en los próximos años.

No existe una alternativa de “avión eléctrico” o “avión 0 emisiones”. La industria promete reducir sus emisiones mejorando su eficiencia e incluso utilizando biocombustibles. Si bien hay un cierto margen de mejora en cuanto a eficiencia, sabemos que los biocombustibles no solo no reducen las emisiones, sino que las aumentan. La otra alternativa que se presenta es la de compensación de emisiones, es decir, compensar las emisiones de los vuelos con proyectos de energías renovables o plantación de árboles.

Pero el impacto del aumento de los flujos de la aviación va mucho más allá de lo estrictamente ambiental. Este incremento exponencial de los vuelos, posibilita un turismo de masas con nefastas consecuencias para el territorio, que inciden sobre el modelo de ciudad que atenta contra la vida cotidiana de las personas.

La turistificación homogeneiza los espacios urbanos, que pasan por la tabula rasa del interés económico, en la que la ciudad se convierte en un producto de consumo más. La ciudad turistificada está en continua transformación para adaptarse a las demandas del mercado, el espacio urbano se convierte en un parque temático en el que lo importante es que el flujo de turistas no cese.

Así, vemos como nuestras ciudades van cambiando a golpe de talonario, la mercería de toda la vida es sustituida por una tienda de cupcakes o de zumos para llevar; las vecinas son expulsadas de sus casas porque el edificio ha sido comprado por un fondo buitre que lo convertirá en pisos turísticos; el bus del barrio está tomado por hordas de turistas ansiosos de llegar a la atracción turística de turno para subir una foto a su Instagram; las aceras dejan de ser accesibles porque están invadidas por motos o bicis de alquiler para turistas o por terrazas; el espacio público se convierte en escenario que favorece el tránsito, el negocio y la afluencia de grupos homogéneos de personas, pero donde el desarrollo de las actividades cotidianas se encuentra con obstáculos constantes porque no hay zonas de juego, no hay bancos en los que descansar, han desaparecido los espacios de encuentro informal, las calles cambian su fisonomía y su uso, el anonimato se impone y la vida comunitaria muere.

El capital monopoliza el espacio público promoviendo el monocultivo turístico que penaliza la diversidad y la pobreza. En este contexto, quien paga manda, la ley del más fuerte se impone y ante esta vorágine cotidiana personas mayores, personas cuidadoras, enfermas, niños y niñas, o personas que van con carritos de bebé acaban limitando sus desplazamientos por la ciudad o eligiendo recorridos más largos para evitar zonas de aglomeraciones turísticas.

Simultáneamente, el aumento de pisos turísticos ha desencadenado un efecto de bola de nieve, que ha derivado en expulsión de personas vecinas de los barrios con mayor interés turístico (en el caso de Barcelona, los pisos turísticos se han extendido por toda la ciudad), un aumento de la demanda de viviendas de alquiler y una menor oferta de pisos. Al mismo tiempo, el precio de las viviendas se ha disparado en toda la ciudad, llegando a extenderse a la primera corona metropolitana.

Todos estos fenómenos están sustentados por el relato desarrollista que exalta el turismo como adalid de progreso y bien común. Sin embargo, esta narrativa se ha olvidado de explicar que el reparto de beneficios y costes no es igual para todo el mundo, y que mientras unas pocas personas se quedan con los beneficios, muchas nos comemos el aire contaminado, la expulsión de nuestros barrios y el escaparate constante en el que quieren convertir nuestras calles (los costes tampoco se reparten de manera homogénea).

Ante esta situación, la red Stay Grounded (Quédate en Tierra) aboga por el decrecimiento de la aviación como única alternativa válida para conseguir una disminución de las emisiones y acabar con el modelo de turismo consumista. Las propuestas que están sobre la mesa pasan por los impuestos, pero van más allá. No basta con frenar la imparable subida de los vuelos, sino que se necesita reducirlos dramáticamente.

Ofrecer alternativas viables a los vuelos, como trenes asequibles, devolver los trenes nocturnos, una moratoria a la construcción de aeropuertos o un una cuota a viajeros frecuentes son algunas de las propuestas.

Desde la red Stay Grounded se defiende que hace falta cambiar la mentalidad respecto al avión. Muchas de nuestras formas de operar, como las reuniones internacionales frecuentes o las escapadas de fin de semana, están basadas en los bajos precios de los vuelos. Fórmulas simples como las videoconferencias o el turismo de proximidad pueden ayudar a reducir mucho la huella ambiental.

Stray Grounded es una red en la que activistas de diferentes ámbitos estamos trabajando juntas, en la que cada una aporta sus reflexiones y recoge las experiencias y aprendizajes de las demás. Es una lucha transversal en la que tejemos alianzas estratégicas. La movilización por el decrecimiento de la aviación es una lucha por la sostenibilidad de la vida, porque la vida no es posible en un planeta demasiado calentado con un aire que nos envenena, en territorios que nos expulsan y donde el beneficio económico es la prioridad


Blanca Valdivia (col·lectiu punt 6) y Nuria Blázquez (Coordinadora de transportes de Ecologistas en Acción), del grupo de organización de la conferencia Stay Grounded.

Fuente: https://ctxt.es/es/20190710/Firmas/...

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