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Socialismo, pero utópico

Jueves.30 de septiembre de 2021 196 visitas Sin comentarios
Pepe Gutiérrez-Álvarez, Kaosenlared. #TITRE

“De aquí que ellos (los socialistas utópicos) rechacen toda acción política y especialmente revolucionaria; desean alcanzar sus objetivos por medios pacíficos y mediante experimentos a pequeña escala, condenados necesariamente al fracaso; y, por la fuerza del ejemplo, se proponen allanar el camino para el nuevo evangelio social” (Marx-Engels)

Lo que se ha venido a llamar España entró con un gran desfase en la era capitalista, de hecho nunca se integró del todo, ni consiguió sentirse completamente a gusto en ella. Su desarrollo muy tardío, de muy desigual implantación, sucede mientras decaía como potencia colonial, precisamente en un tiempo de auge imperialista, en el curso de una revolución democrática una y otra vez fallida. Por supuesto, la industrialización reprodujo un drama social acuciante con la diferencia de que aquí, las libertades básicas siguieron siendo una tarea pendiente a lo largo de todo el siglo XIX, con excepción del breve intervalo republicano.

Dichos estigmas son conocidos: trabajo en pésimas condiciones de salud, niños y mujeres empleados en faenas agotadoras, jornadas laborable casi interminables, ausencia absoluta de legislación laboral, etcétera. Sin conocer esta cruel realidad –sobre la que tantas veces pasan de puntillas los libros de historia-, no se puede comprender muchas cosas. Es un movimiento que desde sus primeros pasos surge “a la contra” en una sociedad de relativo subdesarrollo cuyas leyes y costumbres dan por bueno el enriquecimiento de unos pocos, pero que siente pánico cuando los trabajadores organizan huelgas y provocan disturbios, y las mismas fuerzas represivas que miran hacia otro lado delante de los negocios más sucios, reprimen las revueltas por el pan.

Las primeras acciones obreras tuvieron lugar en Barcelona en 1823, cuando al decir de la prensa de la época, “grupos de sediciosos saquearon los almacenes de los hacendados y de los comerciantes”. Estos enfrentamientos se repitieron de nuevo 1827 y 1831, con motivo de los salarios del tiraje de piezas textiles. El primer precedente de sindicalismo en el país fue el acuerdo firmado entre los industriales y jóvenes obreros el 2 de julio de 1834, y en el que se fija en 33 canas la longitud de la pieza. A partir de 1838 los obreros comenzaron a asociarse y acudieron al capitán general de Cataluña, barón de Meer, representante de la Comisión de Fábricas, pidiéndole autorización para asociarse. Los patronos estaban asociados desde 1833 en dicha Comisión de Fábrica, empero los obreros no obtuvieron la autorización solicitada.

No fue hasta el 28 de febrero de 1839 que el Gobierno concedió la autorización de sociedades mutualistas y cooperativas, aunque dejaba a los dirigentes políticos regionales su reconocimiento. E esta manera, se fundó, en 1839, una “Sociedad de Tejedores del algodón”, todavía no tolerada. El 17 de marzo de 1840, bajo la inspiración del tejedor Juan Munts, se fundó la “Asociación mutua de obreros de la industria algodonera”, aunque ambas asociaciones, eran en realidad eran la misma con dos caras. La primera –La “Sociedad de Tejedores del algodón”– efectuaba la resistencia activa; la segunda era una pura mutualidad, una dualidad de métodos que también se había dado en Inglaterra, el país donde el sindicalismo tenía mayor arraigo. Aunque fueron reconocidas por el Gobierno Civil que el 25 de mayo de 1840, éste prohibió las reuniones obreras fomentadoras del asociacionismo.

Con todo, a pesar de las prohibiciones la actividad de las Asociaciones obreras se desarrolló de la única manera posible, o sea clandestinamente. De esta manera obligaran a la patronal a reunirse con los representantes obreros en un Comité paritario. En enero de 1841, el general Espartero, que actuaba como Regente, accedió a la petición de los patrones catalanes, y disolvió “manu militari” las asociaciones obreros, pero estos continuaron actuando en la clandestinidad, hasta que las autoridades catalanas publicaron un Decreto autorizando las sociedades mutualistas de los trabajadores, aunque en diciembre de 1841, el Gobierno dictó una segunda orden de disolución de la “Sociedad de Tejedores del algodón”. De la resolución de los trabajadores en la defensa de sus derechos será muestra el Manifiesto que se publicó contra esta segunda disolución, y en el que se proclama: “Tejedores y demás jornaleros asociados, no os dejéis sorprender. Nuestra Asociación no necesita de la aprobación ni de la reprobación de nadie; con los derechos que nos concede la naturaleza y la ley, tenemos bastante, y los que digan lo contrario son los perturbadores. Por consiguiente, nuestra asociación es un acto voluntario y recíproco que no está sujeto a disolución. Mucha firmeza y mucho silencio es lo que debemos guardar y vengan decretos.”

Los acontecimientos revolucionarios de diciembre de 1842 dieron pie a que el Gobernador Civil de Barcelona dictara una orden disolviendo la “Sociedad de Tejedores”, bajo cualquier modalidad o denominación que presentara, fuera pública o clandestina». Esta suspensión tampoco consiguió acabar con la asociación, cuyo núcleo dirigente se respaldaba en la cooperativa creada “Compañía Fabril de Tejedores de Algodón”, en cuya dirección seguía Juan Munts. Sin embargo, los sucesos de 1843, asestaron un golpe fatal a la asociación y supusieron un debilitamiento del movimiento obrero que no volvió a resurgir hasta 1854.

Esta lucha por el derecho de asociación de la clase obrera, no sólo se dio en Barcelona sino en toda la Cataluña textil. De 1844 a 1854, la actividad asociacionista se desarrolló en plena clandestinidad y, a pesar de la represión, continuaron los conflictos laborales, como lo demuestran las circulares de los gobernadores civiles de 23 de febrero de 1850, la de 1851 y la resolución de 1853 prohibiendo las asociaciones obreras. En 1850, en Igualada, los tejedores a mano presentaron la primera reivindicación colectiva a los patronos del gremio. En 1854 la colocación de numerosas máquinas automáticas (selfacting) produjo numerosas huelgas organizadas por Comisiones de Trabajadores. En 1854 apareció en Barcelona la primera Confederación de Sociedades Obreras de España. Su denominación fue “Unión de clases”.

En 1855 tuvo lugar la primera Huelga General en España. La motivación fue la orden cursada por el Capitán General, general Zapatero, el 24 de julio, disolviendo las asociaciones obreras ilegales, y poniendo bajo el control militar todas las asociaciones de socorros mutuos permitidas. Asimismo se sometía a la ley marcial a «todo el que directa o indirectamente se propasase a coartar la voluntad de otro para que abra sus fábricas o concurra trabajar en ellas, si no accede a las exigencias que colectivamente se pretenda imponer. La huelga general que duró del 2 de julio al 11 del mismo mes fue masivamente seguida. El lema de la huelga era “asociación o muerte”. Además de la libertad de asociación, se pedía la reducción de la jornada de trabajo y el aumento del salario. La “Unión de clases” publicó un Manifiesto en el que, dirigiéndose a la clase obrera de Cataluña, se la exhortaba a sumarse a la acción huelguística. Se envió una Comisión de Trabajadores a Madrid para entrevistase con el Regente, general Espartero, y conseguir el reconocimiento del derecho de asociación. El general Espartero no recibió a la Comisión. Entre tanto, en Barcelona, la autoridad militar aplicaba severas sanciones: entre ellas, prisión, deportación, castigos corporales, y amenazas de pena de muerte. El 8 de julio, la fragata “Julia” zarpó con rumbo a La Habana con 70 militantes obreros deportados. El día 9 de julio, Barcelona fue tomada militarmente y el general Espartero envió a su ayudante, Sanabria, con un documento lleno de vagas promesas. La huelga general se extinguió el 11 de julio.

Durante los Gobiernos de O’Donnel, Narváez y González Bravo (de 1856 a 1868) se agudizó la reacción contrarrevolucionaria. El 31 de abril de 1857 se prohibieron todas las asociaciones obreras, incluso los montepíos. Pero el asociacionismo obrero continuó su marcha en la clandestinidad. En esta época nació un sindicalismo fuerte, constituido de abajo a arriba, de las asociaciones de oficio a las uniones locales y de ésta a la federación regional de clases. En 1858, una huelga de la fábrica “España Industrial” fue reprimida duramente. No obstante, a partir de 1860, el movimiento asociacionista volvió a adquirir vuelo y en 1861 el gobierno dictó nuevamente disposiciones represivas.

En los años 1864 a 1868, hubo una cierta tolerancia gubernamental que permitió reconstruir las sociedades de resistencia obrera. Así el 31 de diciembre de 1865 se celebró el Congreso Obrero de Barcelona, al que acudieron 40 sociedades obreras catalanas y en el que además de las sociedades de resistencia, acudieron a participar asociaciones mutuas y cooperativas. El Congreso Obrero se pronunció a favor de la libertad de asociación, por el principio de cooperación y por la federación de las sociedades obreras, respetando su autonomía. Además, predominó en los participantes la tendencia a excluir la participación del Estado en la cuestión social, un Estado que, invariablemente, aparecerá exclusivamente ante los trabajadores a través de las fuerzas represivas.

Simultáneamente con el movimiento obrero industrial, comenzó a desarrollarse, en algunas regiones españolas, el movimiento obrero campesino. Su principal historiador –Díaz del Mora– hablaba de “un socialismo indígena”, en el campo andaluz, y decía que “ese socialismo era una vaga tendencia de pobres contra ricos. Socialismo vino a significar, para unos y para otros, el reparto de la propiedad de los primeros entre los segundos. Ser socialista valía tanto como aspirar al reparto. En ese sentido, se puede hablar de movimiento obrero campesino en esa época, pues aunque revueltas y sublevaciones campesinas ha habido muchas a lo largo de la historia, sin embargo, a principios del siglo XIX tenían ya un cierto sentido socialista”. Se puede hablar de un socialismo básico o primitivo que subyace entre los trabajadores que, sin acceder a una conciencia plena, creen y saben que la “verdad” es la justicia social, así como de una cultura de la pobreza, solidaria, muy arraigada..

Desde esta primera época datan las entidades de tipo cultural que fueron surgiendo en este periodo. Y, entre todas destacó el ”Ateneo Catalán de la Clase Obrera”, fundado en 1861 en Barcelona, dedicado a ilustrar a los obreros. Aunque en un principio, estuvo dirigido por republicanos, y más tarde, después de la Revolución de 1868, lo fue por los “internacionalistas”. En Madrid, se creó la más tarde famosa institución cultural obrera “Fomento de las Artes”, que comenzó su actividad en 1847, con el nombre de “Velada de Artistas, Artesanos, Jornaleros, y Labradores”. El primer grupo de la Internacional madrileña se constituyó por obreros que acudían al “Fomento de las Artes”. Otro influjo intelectual importante que se difundió entre los trabajadores fueron los clubs políticos de carácter progresista y demócrata, a los que acudían militantes obreros, principalmente en Madrid. Era la época en que los trabajadores trataban de conseguir mejoras a través de los partidos republicanos burgueses que no tardaron en decepcionarlos.

En este cuadro se sitúa la relativamente importante difusión de las ideas del socialismo utópico, sobre todo las deudoras de Charles Fourier y de Etienne Cabet, que se difundieron a través de la prensa liberal en la que destacan plumas como la muy ácida de Mariano José Larra, traductor por cierto de Palabras de un creyente, de Lamennais, un socialista cristiano condenada por el Vaticano (1834), y en cuya obra La esclavitud moderna, se ofrece un análisis de la situación del pueblo, o sea de “quienes, no poseyendo nada, viven únicamente de su trabajo”. El trabajador se había convertido en un «instrumento de trabajo. Liberado con el derecho vigente, libre legalmente de su persona, ya no es, ciertamente una propiedad que pueda venderse o comprarse por quien la usa. Pero esta libertad es solamente imaginaria. Los cuerpos no son esclavos; lo es la voluntad. ¿Acaso puede decirse que es una voluntad real la que sólo puede elegir entre una muerte espantosa e inevitable y la aceptación de una ley impuesta? Las cadenas y los azotes del esclavo moderno son el hambre». Su denuncia y su descripción de las relaciones sociales están llenas de vigor. y aunque critica –no sin razón–: a las doctrinas socialistas por su dogmatismo y por otros motivos menos nobles -por su materialismo y su negación de la propiedad privada-, Lamennais se aproximaba de esta manera al movimiento “cartista” británico por su defensa de la organización autónoma de los trabajadores, de las libertades democráticas más amplias y de un igualitarismo que no explicó en términos políticos. Se trataba de los primeros pasos de una corriente, la de cristianos por el socialismo que en este país afloraría con fuerza en tiempos del franquismo –la Iglesia española ni tan siquiera fue abolicionista (del esclavismo), y el cristianismo social tardó mucho en ofrecer frutos reconocidos.

Habría que hablar de un avanzado ideario socialista utópico hispano, con personalidades de la entidad de Sixto Cámara, Fernando Garrido, sin olvidar una importante presencia en la corriente federalista catalana adscrita a la corriente cabetiana. Estuvo animada por personajes tan sobresalientes como Narcís Monturiol, conocido como “el capitán Nemo” del socialismo español, el urbanista Idelfons Cerdá que planificó las obras del Ensanche barcelonés de espalda a los intereses creados y con el sentimiento de rechazo de los “pisos pateras” en los que malvivían hacinados los trabajadores de aquel tiempo o Anselm Clavé, el de las corales obreras, parte de un historial que, afortunadamente, suscitó el interés de los historiadores más inquietos que trabajaron en oposición al franquismo, bien en el exilio como Manuel Tuñón de Lara (El movimiento obrero en la historia de España Introducción a la historia del movimiento obrero, etc.). Bien desde el “exilio interior”, con trabajos pioneros como los de Antoni Jutglar (Ideologías y clases en la España contemporánea: 1874-1931; La era industrial en España: aproximación a la historia social de la España), o dee Fernanda Romeo Alfaro (Las clases trabajadoras en España, 1898-1930), de tal manera que en los años sesenta-setenta conocieron un creciente reconocimiento entre los propios trabajadores que bajo la noche oscura del franquismo estaban luchando en condiciones muy duras de represión, por la recomposición del movimiento. Estas obras comenzaron a ser editadas legalmente en la segunda mitad de los años sesenta, y en el tiempo que sigue hasta finales de la década siguiente, sucedió algo parecido a lo que ya había tenido lugar en los años treinta: que la clase trabajadora se convirtió en la clase más lectora, en tanto que su amplia franja militante convirtió el libro en uno de sus instrumentos más deseado.

Lamentablemente, esta tendencia desapareció en la década siguiente.

Fuente: https://kaosenlared.net/socialismo-...

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