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Sasé, octubre quemado

Lunes.28 de abril de 2014 352 visitas Sin comentarios
Marc Badal, Ekintza Zuzena. #TITRE

Bien entrada la noche un autobús parte de Barcelona con destino al Pirineo aragonés. Estamos a primeros de enero y por la intempestiva hora de salida, mientras se dirige al punto de encuentro, el chófer imagina que se tratará de otro grupo de jóvenes que van a pasar el sábado a la nieve. Pero cuando llega al lugar de la cita lo que ve es un grupo de gente que tiene pinta de cualquier cosa menos de ir a esquiar. Es entonces cuando se da cuenta de que ha estacionado a escasos metros del Palomar, uno de los centros sociales okupados más conocidos de la ciudad.

Alrededor de las seis de la mañana, llegando a Boltaña, es requerido a que se orille en un cruce en el que hay varios vehículos y otro autobús (procedente de Madrid). Algunos de aquellos extraños viajeros bajan a saludar y tras un rato de conversaciones medio susurradas vuelven a subir y le dicen que pueden reanudar la marcha. Todavía no ha amanecido.

Pocos kilómetros después, en un punto aparentemente indeterminado de la carretera nuestro conductor se llevaría la última sorpresa del viaje: le piden que les deje allí y que les recoja en el mismo sitio a cierta hora de la tarde. Habían llegado. El bullicio que le había entretenido toda la noche había cesado y a medida que iban bajando en silencio veía como se adentraban a oscuras por un estrecho sendero entre los pinos.

El 9 de enero de 1998 un centenar largo de personas derribaban los muros que tapiaban las puertas de las casas y las bordas de Sasé, un pequeño pueblo que había permanecido abandonado durante décadas y que desde hacía unos meses se había convertido en el referente más destacado de la okupación rural.

A día de hoy ninguna otra experiencia de recuperación de un núcleo de montaña abandonado ha alcanzado una proyección tan fuerte como la que tuvo Sasé, cosa que es de celebrar puesto que si todavía recordamos su nombre no es porque el proyecto hubiera alcanzado una madurez o unas cotas de autogestión ejemplares sino al mismo motivo por el cual también seguimos recordando los nombres del Cine Princesa o de la Guindalera: por su desalojo.

Un desalojo, del que en octubre de 2012 se cumplieron quince años, que vino a recordar que el conflicto y la resistencia no son consustanciales al ámbito urbano y que mostró cómo ante situaciones excepcionales era posible establecer una coordinación entre las diferentes experiencias de la agitación rural y determinados sectores del anti-capitalismo urbano.

Sasé fue okupado en enero de 1996 por un grupo de gente que en su mayoría provenía de Primout, un pueblo okupado en el Bierzo del que habían sido expulsados, a garrotazo limpio, por los propios paisanos de la zona.

Desde un primer momento los okupantes establecen contactos con la DGA, el gobierno de Aragón, para intentar regularizar su situación tal y como habían conseguido los pueblos de la asociación Artiborain (Artosilla, Ibort y Aineto). La DGA exigía que abandonaran el pueblo para sentarse a hablar, y así lo hicieron, pero cuando el colectivo, ante la inmovilidad del proceso, decide volver a Sasé, el engranaje burocrático se despereza y tras dos juicios y varios recursos en primavera de 1997 dicta una orden de desalojo para principios de agosto.

La llegada de aquel verano marca el inicio de un ciclo de lucha que si en cierta manera se cerraba con la acción a la que nos conducía aquel autobús, para mucha gente había empezado con otro peculiar viaje organizado. Aquella vez lo que se había alquilado era un tren de larga distancia que atravesó la Península Ibérica desde Barcelona hasta el norte de Cádiz pasando por Zaragoza y Madrid. Una especie de crucero nocturno anti-capitalista que iba recogiendo a los participantes del 2º Encuentro por la Humanidad y contra el Neoliberalismo para llevarlos al Indiano, la finca okupada en la que transcurrirían los últimos días de aquel evento que se acabaría convirtiendo en un embrión de lo que posteriormente se conocería como movimiento anti-globalización.

Con sus intervenciones en los debates plenarios y sus incursiones en el escenario de los conciertos, con la presencia de su tipi y sus furgonetas y con sus espectáculos de circo callejero, los emisarios de Sasé lograron captar la atención de unos activistas sociales que en general nunca habían oído hablar de la okupación rural ni, por supuesto, de la lucha de aquel pequeño pueblo pirenaico.

Y no solo eso sino que consiguieron que muchos de ellos volvieran a atravesar la península en una verdadera caravana de veraneantes entusiastas que tras hacer escala en el Laboratorio de Lavapiés fue llegando de forma desordenada y desacompasada a su destino.

A primeros de agosto se había concentrado más de un centenar de personas en Sasé. Cabe suponer que esa fue la razón por la que las autoridades decidieron no ejecutar la orden de desalojo, pero sin duda ese fue también el motivo por el cual los habitantes de Sasé, que nunca hubieran esperado una respuesta tan masiva a su llamada, se vieron a todas luces desbordados. No había suficiente herramienta para tantas manos dispuestas a trabajar y faltaba comida para tantas bocas poco acostumbradas a no comer cuando a uno le apetece.

A finales de mes ya se había conseguido organizar un poco aquel desbarajuste pero ante la perspectiva de que no disminuía la afluencia de visitantes y de que la Guardia Civil no daba señales de ningún tipo, se invitó a la gente a que acudieran al encuentro de okupación rural que se celebraba en Aritzkuren. Fue así como parte de ese tour de turismo revolucionario acabó recalando en aquel rincón del prepirineo navarro volcado por entonces en la lucha contra el pantano de Itoitz.

La rentrée de septiembre vino acompañada por una significativa disminución del número de resistentes en el pueblo. Algo que en octubre, con las salidas a la vendimia, se agudizó. Se daban las circunstancias para que la DGA se atreviera a llevar a cabo lo que en verano hubiera sido casi imposible. Y así lo hizo.

El pretexto legal era el de ocupación indebida del monte público (Sasé y los otros 16 pueblos abandonados del valle de La Solana fueron borrados, literalmente, de los mapas oficiales) y los medios desplegados para acabar con aquella “acampada” ilegal fueron completamente desproporcionados. No tan solo por la nimiedad legal que motivaba el desalojo sino por el precario acondicionamiento del pueblo de cara a una posible resistencia.

La toma de Sasé por parte de la Guardia Civil tuvo dos caras completamente opuestas. El 23 de octubre los cincuenta efectivos que se presentaron en el pueblo apenas lograron vaciar dos casas y tan solo detuvieron a cinco personas tras algunos momentos de tensión. De hecho, hubo personas sacadas en volandas de alguna casa que no fueron detenidas e, incluso, a más de uno se le retiraron los grilletes una vez los ánimos se habían calmado. Cuando llegó la noche la comitiva formada por guardias, personal de los juzgados y albañiles se fue por donde había venido. De seguir así, la cosa podía durar suficiente como para que el pueblo volviera a llenarse como en verano.

Pero tras una noche en vela improvisando barricadas chapuceras llegó el segundo día del desalojo y con este, una versión un tanto incrementada del dispositivo policial.

Una veintena de todo-terrenos de los GRS (Grupos Rurales de Seguridad) desembarcaron un pequeño ejército de antidisturbios que no escatimó recursos y esfuerzos. El resultado, más que previsible: 32 detenciones, varios heridos, destrozos en el interior de las casas y en las huertas, persecuciones por el bosque, etc.

Durante los siguientes días, mientras lo operarios custodiados por los guardias iban tapiando las casas del pueblo y llevándose en camiones las pertenencias de sus habitantes, estos iniciaban una peregrinación que desalojo tras desalojo les condujo del teatro de Boltaña a la calle de enfrente, de ahí al vertedero municipal y finalmente a unos terrenos junto al río a la entrada del pueblo. Se intentó sin éxito establecer algún tipo de diálogo con la DGA. Llegaba el invierno y varias personas habían iniciado una huelga de hambre para exigir la puesta en libertad de las dos personas que permanecían en prisión preventiva.

Posteriormente fueron encadenándose una serie de acciones que seguían recordando a la opinión pública aragonesa lo ocurrido a finales de octubre: manifestación y acampada en Zaragoza, marcha a pie hasta Boltaña, actos para explicar lo ocurrido y para recaudar fondos y materiales para el colectivo, etc.

Quince años después de aquellos acontecimientos algunas preguntas siguen interpelándonos y, tal vez, esta efeméride sea una buena excusa para desempolvarlas.

La primera de ellas no me corresponde contestarla a mi ni a ninguno de los que vivimos aquellos hechos. Es una pregunta que repetidamente nos hicimos todos los que conocimos Sasé antes de aquel octubre y que no podías sacudirte de la cabeza cada vez que llegabas al pueblo después de haber andado más de una hora por un pequeño sendero de montaña: ¿por qué querían echarles de ahí?

Es cierto que el revuelo levantado por la amenaza de desalojo había creado una masa considerable de gente que se estaba planteando seriamente la posibilidad de trasladarse al valle de La Solana. De hecho, si la Guardia Civil encontró en el pueblo a más de cincuenta personas la mañana del 23 de octubre es precisamente porque se estaban celebrando unas jornadas de debate que venían a ser el primer paso para preparar la okupación de Cajol -el pueblo vecino- una vez hubiera pasado el invierno.

Durante aquellos meses, bastante gente llegó a creer que la okupación de Sasé podía desencadenar una serie de nuevas okupaciones masivas que convertirían el valle de La Solana en una especie de Selva Lacandona a la aragonesa y es probable que este fuera el miedo que llevó a los dirigentes socialistas de la DGA a adoptar una decisión tan poco políticamente correcta.

Si esto fuera así, tan solo podemos concluir que los cargos políticos que asumieron la responsabilidad del desalojo sufrían los mismos delirios que nosotros puesto que la historia del movimiento que, a falta de un nombre mejor, podemos llamar de “vuelta al campo”, nos ofrece suficientes evidencias para saber que difícilmente se hubiera llegado a generar un fenómeno de tal envergadura.

Si no tenemos respuesta a la pregunta de por qué querían echar a la gente de Sasé, sí tenemos varias respuestas a la pregunta de qué hubiera pasado de no haberse producido el desalojo.

Es muy probable que muchas de las personas que durante aquel periodo de euforia pensaron en mudarse a La Solana jamás lo hubieran hecho. Los pueblos okupados son visitados por gran cantidad de gente que parece estar encantada en ese entorno y que muy a menudo expresa lo mucho que le gustaría vivir así. Ahora bien, no son tantos los que acaban dando el paso y todavía son menos los que tras un tiempo prudencial siguen teniendo claro que esta es la opción de vida que les gusta.

Cuando alguien descubre y empieza a conocer los pueblos okupados y demás proyectos rurales autogestionados difícilmente puede escapar a una visión ingenuamente idealizada de aquella realidad: grupos de gente que han apostado por construir espacios liberados de la lógica económica capitalista, en los que se trabaja colectivamente para satisfacer las necesidades básicas y no las necesidades superfluas impuestas por el estilo de vida desquiciante de la ciudad, que viven en lugares privilegiados, que saben hacer de todo y que parecen tener una visión muy clara de cómo está el mundo y de por qué han optado por esa opción.

En cierta manera nada de esto es mentira pero hay varios aspectos que pasan desapercibidos a esta mirada naïf. En primer lugar hay que tener en cuenta que el día a día no se asemeja, precisamente, a un camino de rosas pues durante los primeros años, por lo menos, el grado de precariedad suele ser extremo. La reconstrucción de los edificios y de las infraestructuras productivas, así como la compra y el mantenimiento de la herramienta, obliga a disponer de una considerable cantidad de dinero que no crece espontáneamente en los prados. La economía de los pueblos okupados se centra en el autoabastecimiento de la mayor parte de las necesidades materiales pero no debe olvidarse que este objetivo es tan solo una meta hacia la que se tiende. La supuesta liberación de la economía capitalista-industrial es una anticipación de una situación deseada, una proyección de una fantasía compartida, pero la realidad, como siempre, es mucho menos poética: gran parte de las actividades cotidianas dependen de productos industriales, el gasoil supone en muchos casos el principal gasto de estas experiencias y la “autogestión” de la alimentación suele reducirse al cultivo de las huertas y al cuidado de algún animal doméstico.

En el plano menos material las cosas tampoco son tan bonitas como parecen en un principio. Es innegable que vivir en uno de estos lugares te ofrece la posibilidad de adquirir una serie de conocimientos y habilidades sumamente útiles pero también es cierto que el trabajo es interminable y generalmente agotador, lo cual apenas deja tiempo para los asuntos personales. Aunque pueda resultar sorprendente, el estrés rural es un concepto acuñado en los pueblos okupados.

De no haberse producido el desalojo, las más de cincuenta personas que vivían en Sasé hubieran permanecido en el pueblo pero lo que no está tan claro es durante cuánto tiempo hubieran seguido siendo tantos ni cuando hubiera empezado a producirse la rotación de gente tan habitual en este tipo de colectivos.

De hecho, durante los meses que precedieron al desalojo era difícil saber quien vivía y quien no vivía en Sasé. No había duda de que quienes llevaban meses en el pueblo vivían allí, ni tampoco de que los que venían a pasar un par de días estaban de visita, pero había una importante masa de población flotante en una situación francamente ambigua en relación a este aspecto. En cualquier caso, el hecho de que tanta gente se hubiera reunido en torno a un proyecto de estas características era algo del todo inusual. Para encontrar grupos tan numerosos sería necesario ir hasta la Grange Neuve de la cooperativa Longo Maï en el sureste francés o bien remontarse a los Estados Unidos de los años setenta. En nuestro contexto más cercano los casos de Lakabe, Aritzkuren, Aineto o Kan Pasqual eran los pocos referentes de “grandes” comunidades y solamente Lakabe reunía una cantidad de gente similar a la de Sasé. Existían otros lugares que años antes habían albergado comunidades numerosas (Lliurona, Monars, Matavenero...) pero que con el tiempo se habían convertido en pueblos en los que algunas tareas se realizaban conjuntamente pero en los que las distintas casas desarrollaban su actividad de forma autónoma. Ya por aquellos años la mayoría de los proyectos desarrollados en núcleos rehabitados estaban formados por grupos más pequeños, cuando no por unidades familiares. Esta es la tendencia que se ha ido generalizando durante los últimos quince años y seguramente la principal causa de esta atomización no es otra que el mayor escollo que deben enfrentar este tipo de experiencias: los conflictos en la convivencia.

Aparte de ir consolidando poco a poco el proyecto, de pasar por múltiples conflictos que hubieran desencadenado rupturas y abandonos individuales o de ver cómo el grupo se renovaba constantemente, lo que también hubiera ocurrido es que a medida que el número de criaturas del pueblo hubiera ido aumentando, su crianza y su educación se habrían convertido en una de las tareas importantes en el quehacer del grupo. De hecho, Sasé contaba con su propia “escuela” a la que asistían las dos criaturas que por entonces vivían en el pueblo y que, por cierto, fue el primer edificio desalojado el 23 de octubre.

La atención a las necesidades especiales de los hijos y las hijas no solo requiere una serie de esfuerzos suplementarios sino que a medida que llegan a la adolescencia se convierte en una razón habitual para dejar el proyecto e instalarse en un lugar menos aislado. Por esa razón, seguramente, algunas de las familias que a finales de los noventa vivían en Sasé hubieran terminado marchándose. Aunque tal vez, y teniendo en cuenta el importante número de gente que vivía en el pueblo, también podría haber sucedido que el proyecto de escuela se consolidara, tal y como ha pasado en Aineto o Lliurona, y se hubiera podido evitar la “emigración escolar” e incluso atraer a nuevas familias.

En cualquier caso, nada de esto pasó. Aquel mes de octubre de 1997 fue quebrado por una intervención policial que si bien no consiguió su objetivo, pues a día de hoy Sasé sigue okupado, sí logró deshacer el colectivo que entonces lo habitaba y el proyecto que empezaba a construir. El balance de aquellos acontecimientos no puede ser positivo pero para quienes tenemos cierto apego por la historia de los perdedores el recuerdo de aquel episodio no deja de ser reconfortante.

Durante los meses que precedieron y siguieron al desalojo se gestó lo que podría llamarse una comunidad en resistencia. Un modo muy peculiar de vida que surge cuando el pulso abierto frente a una orden gubernamental de ejecución inmediata se prolonga suficiente tiempo como para que surja una dinámica cotidiana propia de aquel escenario excepcional. Un tiempo fuera de la realidad en el que las cosas suceden de otro modo y en el que somos capaces de sobrellevar situaciones que normalmente nos parecerían intolerables, en el que es más fácil dejar a un lado las miserias que suelen atormentarnos o los conflictos que nos enfrentan y que crea un fuerte vínculo entre quienes lo comparten.

A la memoria nos vienen experiencias similares como las de La Punta, Artozki o la okupación forestal anti-MAT en Girona. En todas ellas participaron personas procedentes de la okupación rural pero el caso de Sasé ha sido el único en el que el motivo de la lucha no era la oposición a algún tipo de infraestructura desarrollista sino la defensa de un espacio rural okupado. Por eso aquella comunidad en resistencia consiguió visibilizar la práctica de unas experiencias que se entienden a sí mismas no solo como una opción de vida sino como un proyecto político. También consiguió que mucha de la gente que vive en núcleos de montaña rehabitados, okupados o no, diera prioridad a lo que estaba sucediendo en Sasé y se pasaran por ahí. Sobre todo porque uno de los límites más claros que enfrentan estas experiencias es la dificultad para compaginar el intenso ritmo de trabajo cotidiano con la participación en otras luchas y movilizaciones de carácter contestatario.

De forma paradójica, el mayor riesgo que corren estas comunidades efímeras es, precisamente, tener éxito. Es decir, perdurar mucho más de lo que se había previsto. Si no se dispone de los medios mínimos para habilitar el espacio de vida en resistencia puede caerse en un grado de precariedad excesivo tal y como sucedió en el campamento que se instaló en Boltaña durante los dos meses que siguieron al desalojo. Pero sobre todo, el riesgo proviene de la normalización de algo que en esencia es excepcional. A partir de entonces, aquella comunidad queda expuesta a los mismos problemas que atenazan el resto de colectivos que comparten espacios de vida y de trabajo: conflictos personales, jerarquías informales, etc.

El colectivo que había okupado y vivido en Sasé hasta aquel octubre no se rompió en el momento del desalojo sino durante el exilio precario al que se vio forzado. Algunos volvieron a Sasé, otros okuparon Solanilla, el pueblo que supuestamente la DGA estaba dispuesta a cederles y también los hubo que cambiaron el rumbo de sus vidas. Posteriormente Sasé sufrió dos nuevos desalojos pero eso ya forma parte de otra historia.

El fogonazo de la lucha para evitar aquel desalojo fue breve pero dejó tras de si una estela que permaneció por un tiempo. La red que se había tejido a raíz de aquella campaña mantuvo un contacto bastante estrecho durante los siguientes años, ya fuera a través de las visitas mutuas o en los Encuentros de okupación y preokupación rural que hasta el año 2000 tuvieron una periodicidad bastante regular y una asistencia muy numerosa.

En julio de 2001 aquella comunidad de resistentes volvió a reunirse por unos días. De nuevo tomaba el espacio público con el repertorio habitual de consignas, panfletos, malabares, cocinas improvisadas y sacos de dormir apilados por el suelo. En este caso el de una plaza del casco antiguo de Huesca. Casi todos procedían de pueblos okupados o proyectos similares, muchos de los que cuatro años antes se planteaban sumarse al proyecto de Sasé ahora también vivían en el monte, algunos incluso en el propio pueblo que nos había reunido. Otros habían bajado a la ciudad para centrarse en proyectos personales que así lo requerían y también los había que seguían deambulando por distintos pueblos okupados sin rumbo fijo.

La ocasión no era para menos. La Audiencia Provincial juzgaba los hechos ocurridos durante el desalojo y nueve personas se enfrentaban a cargos de 2, 3 y 4 años de cárcel respectivamente. El juicio se convirtió en un alegato político en defensa de la okupación rural que sirvió para recordarnos a nosotros mismos (puesto que ahí solo nos escuchaba el juez y los abogados) cuáles son los motivos que nos empujan a seguir adelante con nuestros proyectos. Con estos pequeños mundos que vamos creando a contracorriente, tan llenos de carencias y contradicciones como de ilusiones y pequeñas alegrías.

Marc Badal

Fuente: http://www.nodo50.org/ekintza/spip....