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Razones para quedarse en Santiago (de Chile)

Viernes.28 de septiembre de 2007 2138 visitas Sin comentarios
Pelao Carvallo #TITRE

Santiago es ante todo la infancia, la niñez, con todas sus victorias, derrotas y empates. La niñez de conocer, de mirar, de jugar, de hacer, de ante todo construir la libertad, defenderla, gozarla. La niñez que a cada rato, a cada instante, traicionamos.

Santiago es el atardecer dorado. Las calles brillantes de los días de lluvia. Santiago es el amarillo esplendoroso de ese bosque de aromos en el San Cristóbal, hacia El Salto, anunciando la primavera en pleno y mero invierno. Santiago es la calle Anarquía, en La Cisterna. Santiago es el San Cristóbal y sus escondidos "ermitaños", de rocas y juegos de agua. Santiago es la avenida Matta, los adoquines y rieles del tranvía que ya no circula, los jardines en medio de esa avenida y los cités de sus barrios.

Santiago es ante todo el viejo Conchalí, el cementerio general y el católico también, es la avenida Perú y el barrio de los turcos, coreanos y chinos en Patronato. Son las banderas de la OLP en algunas casas de Patronato y también son los sacerdotes ortodoxos con sus barbas largas paseando cerca de la iglesia de San Jorge. Santiago es, para mí, las ruinas de la industria textil en la población Lemus, en el borde del cerro san Cristóbal que da hacia la calle Valdivieso.

Santiago es la felicidad infantil de los meses de agosto a noviembre llenos de volantines e hilos curados y no. La felicidad perdida de la elaboración colectiva de hilo curado entre los postes del alumbrado público, buscando tubos fluorescentes que eran "lo mejor" para curar. La gracia del volantín cruzando cielos y salir a cazar los volantines cortados con varas largas, largas, a través de calles, vecinos y viejas gritonas. La amabilidad de los un poco mayores de enseñarte a elevar volantines y a manejarlo, pese a la implícita posibilidad de pérdida. Santiago es los volantines-panfletos, los pavos-panfletos del guatón Leo, en las canchas de Pedro Fontova, sembradas secretamente de semillas de marihuana, auspiciadas por el Intoxica.

Santiago es el volantín sobre la muralla de "la universidad de tres norte". O en el "cuadrao" del San Cristóbal. Santiago, ese mi Santiago, es la pichanga infinita de verano, interrumpida sólo por el almuerzo y la once. Santiago es la infancia terremoteada, durmiendo en el patio, calmando a los mayores y yendo a ver los cadáveres expuestos de los derrumbes del cementerio general. Santiago es perderse y encontrarse en las micros. Santiago es en realidad Santiaga, una ciudad femenina y mujeril, que se acuesta temprano en invierno y muy tarde en verano. Que siempre se levantará temprano, que andará en micro conectando con eso que no es Santiago y que vive allá arriba, en los altos barrios altos.

Santiago es ese invierno constante de sopaipillas y calzones rotos que madre hace no por folclore sino porque si llueve hay que comer sopaipillas. Santiago es el desborde majestuoso del mapocho, recuperando sus tierras, derribando tontos puentes sordos, carcomiendo la herencia del PEM y del POHJ que son esas mallas de piedra ya disueltas en los bordes del río. Santiago es el Mapocho, con sus olores y ese color tan gris santiaguino. Mi ciudad, Santiaga del Nuevo Extremo, es la certeza de la cordillera, siempre dando aguante, siempre amando, siempre vertiendo sobre nosotros y nosotras sus piedras, su arena, raspada por el río y reutilizada para construir otra cordillera de edificios y casas enfrente de ella.

Santiago es compartir, es que los vecinos te prestasen, cuidasen, avisasen, diesen. Y que tú dieses, avisases, cuidases y prestases. Santiago es la resistencia a la dictadura y al egoísmo, Santiago es el chiste cruel, el humor terrible, la maldad y la malicia cómica. Santiago es la burla de la niñez, el coscacho limpio y el trato de pandilla. El rinraja y el agarrarse a bombas de agua, a baldazos y mojadas a manguera en verano, o simplemente juntar monedas para ir a la piscina en año nuevo.

Santiago es ante todo la niñez y la centralidad del mundo. De niño en Santiago no había nada más en el mundo que esas calles, esa gente, esa felicidad mixta de injusticia e insatisfacción.

Porque la felicidad de Santiago tiene que ver con el hacer y responder. El resistir y construir. Tiene que ver con el construir lo que queríamos y necesitábamos. Es decir, tapar el hoyo de lo que no había y no nos van a dar, aun hoy. Santiago es la alegría de saltar murallas, correr por la quinta bella, fumar pitos en el Forestal, amar a las niñas del Valentín, emborracharse perdido en la esquina o en casa de un amigo, quedar mal con las familias por ser "mala junta" o quedar mal con los amigos por ser "buena junta".

Santiago es ante todo recuerdos y construcción. Es la anarquía, lo libertario. Santiago es una okupa, es resistencia a la dictadura pero sobre todo a la Transición. Santiago es el fanzine, es la calle Roberto Espinoza. Santiago es la insumisión. Es el Insubordina y Deserta. Santiago es la acción política anarquista como forma de vida y de arte. Santiago es liberación y libertad. Es el ni casco ni uniforme. Es la dicha de la rebelión. Es el caminar, caminar, caminar, caminar por todas sus santas contrariedades e iniquidades, por todas sus santas alegrías y felicidades. Los colores del atardecer. Los sabores del mediodía. La Vega y el caldo de pata. El verano y la ensalá de tomate y su tonta marraqueta. Es la gordura de tanta porquería rica, del helao de a gamba y a cien. Es el pequén y la empaná. El completo del dominó y su gin en el bar inglés. Es el Valentín Letelier y su profunda historia revolucionaria. Es la capacidad de hacer arte de la nada. Es los pastos de Macul.

Santiago y la belleza de Recoleta, Vivaceta, Quinta Normal toda y "la" Quinta Normal. Santiago es la facultad de arte de la Chile y su profundo compromiso con el weveo. Santiago es dormir en la micro. Soñar en la micro, discutir en la micro, comer en la micro, vivir en la micro.

Y resulta que las razones para quedarse en Santiago no tienen nada que ver con sus parques, sus plazas, las calles, los pasajes interiores del centro, las veredas y el tamaño de la ciudad, los barrios desconocidos y secretos, la Juan Antonio Ríos, la villa Portales, La legua, la Victoria y sobre todo Lo Hermida y la Dávila. Ni la larga calle Observatorio, ni la tonta calle San Carlos de Apoquindo. Nada tiene que ver la hiriente felicidad de ser y estar en Santiago con su arquitectura ni composición urbana, ni con las certezas de Franklin y el Matadero, ni las dudas de 10 de julio y Portugal, ni los conflictos de Francia con Vivaceta, ni las pasiones de Eloísa Lemus con la avenida Perú. Nada tiene que ver esa tupenda alegría de Santiago con la extinta Posada de don Sata y la calle Juarez Larga ni la Vega, ni mucho menos con la secreta calle Rapa Nui ni la siniestra avenida Grecia. Ni Don Peyo, ni Pancho Causeo ni la perdida piojera ni El hoyo recuperado. Nada que ver con los clandestinos de la Vega ni los puteríos de Bandera, ni la fomedad increíble de la avenida Colón antes de llegar al 9000.

Las razones para quedarse en Santiago tienen más que ver con la felicidad de ser al caminar, de estar al caminar, de actuar al caminar. De aprender a caminar, caminar de veras, no a medias, no a desgano, recorriendo su nervadura, su humildad, su arrogancia, su desafío. La avenida Mexico, la Juan Antonio Ríos, cruzar el Mapocho por la termoeléctrica, salir a Carrascal, tomar Tropezón, seguir por General Velásquez hasta llegar a Lo Espejo, doblar por la 4 de septiembre, salir a Heliotropo, tomar la Gran Avenida y llegar a Trinidad, hasta La Florida y volver al centro por Vicuña, y morir caminando hasta el cerro 18 y esperar ver de nuevo corcovear al cerro san Cristóbal, madre rocosa de la ciudad.

Santiago para quedarse en ella, apela a la necesidad de andar y existir en el andar, de amar a los vecinos Fernández, Cifuentes, Fuentes, Arévalo, Astudillo, Moreno, Montero, Guerrero, Aguirre, Bahamondes, Pinto, Nuñez, Reyes, González, Vilches, Valdovinos, Muñoz, Lira, etc. Amar la gente en las ventanas, los patios callados, la muerte florecida, la vida regalada, la pasión por el humor siniestro, la idea perfecta de la mesura y la contención, el desborde perfecto en el griterío y la profunda gana de no aguantar un abuso más de tanta santa madre, hermana, mujer santiaguina y la santa gana de ver como puede quedar mejor esto de tanto santo hombre santiaguino, y viceversa, o como sea, mientras sea santiaguino.

Pelao Carvallo

Asunción Mítico, septiembre (con p) 24 de 2007