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¿Por qué se gasta en armas durante una pandemia?

Lunes.7 de junio de 2021 220 visitas Sin comentarios
Otra República. #TITRE

Denunciaba el europarlamentario socialista francés Daniel Cohn-Bendit en 2013, en su espacio por excelencia, en el pleno del Parlamento Europeo, la hipocresía de sus colegas con respecto a una Grecia en bancarrota. Su crítica fue demoledora por lo certera: a la par que los poderosos del Viejo Continente exigían al país heleno una considerable reducción en sus gastos para solventar los problemas de deudas y déficit, no escatimaban esfuerzos para convencerlo de adquirir fragatas, aviones y helicópteros franceses por cerca de 3.000 millones de euros, además de submarinos alemanes por 1.000 millones de euros más. Poco más de un lustro después, en pleno 2021, sin haber superado la debacle a la que sucumbió la nación consecuencia de las hipotecas subprime de 2007, con el Sars-Cov-2 arrinconando a su economía hasta empujarla al precipicio, el gobierno griego defiende la adquisición de aviones franceses Rafale por 2.500 millones de dólares. Podría parecer una excepción a la regla, una pésima tradición de los gobernantes a cargo del país mediterráneo; pero el hecho encuentra un exacto reflejo al otro lado del planeta: en Colombia, un país sufriendo una de sus peores crisis económicas en toda su historia republicana, incrementada por las consecuencias de la pandemia de salud global, su gobierno se afana por comprar cuatro aviones F-16 de Lockheed Martin buscando con desespero 4.000 millones de dólares, que no tiene, para adquirirlos.

En ambos casos se sustentó la controversial transacción con justificaciones calcadas: para los griegos las amenazas de su vecino Turquía eran anuncios de un conflicto inminente y se requería un notorio fortalecimiento de sus fuerzas de seguridad nacional. En la región sudamericana, el gobierno colombiano considera a su vecino, Venezuela, el centro del terrorismo mundial y un villano planeando invadir su territorio en un plazo breve, obligándolo a poseer las nuevas armas. “Son una estrategia de defensa nacional”, postulan desde las altas esferas. Pero la realidad parece ser muy distante: todo indica es un gran negocio, repartiendo jugosas primas de ganancia entre políticos, consultores, analistas y militares, todos con regular presencia en los medios de comunicación más masivos, repitiendo un cacareado discurso de sufrir la peor debacle nacional en caso de no poseer ese equipo. ¿Qué es más fácil de creer? ¿Que los personajes promoviendo las compras son ciudadanos desinteresados incentivando preocupados por el futuro de todos; o que son comisionistas de esa venta esperando una ganancia masiva por su realización?

En “War of Lord”, filme de Andrew Niccol, la transmisión televisiva de la caída del bloque comunista genera una exagerada respuesta de entusiasmo en Yuri Orlov, un afable comerciante de armas interpretado por el indescifrable Nicolas Cage. Las reacciones de manifiesta sorpresa de su familia no detienen al traficante de armas, quien emocionado zampa besos a la pantalla del electrodoméstico presentando el histórico suceso. Su visión comercial le permitía entender la intempestiva aparición de una oferta de alta calidad y bajo precio de productos armamentísticos. La riqueza obscena la vislumbraba en el horizonte. En 2015, los directivos de Lockheed Martin debieron haber tenido reacción muy similar a la del personaje de la ficción al escuchar que las fuerzas armadas turcas habían derrumbado un avión militar ruso, en pleno escenario de la invasión a Siria. La guerra total se palpaba y con ella la promesa de jugosas transferencias de capital líquido entre cuentas bancarias habría de darse a la misma velocidad que el vuelo de balas impactando entre bandos enemigos.

Y es que acorde a “The Intercept“, Bruce Tanner, Director Ejecutivo de Lockheed Martin, manifestó durante una conferencia llevada a cabo en Palm Beach para Credit Suisse las posibilidades de un escalamiento militar en la zona como un escenario factible. Por las características de las fuerzas militares involucradas, aseguraba él, la demanda de sus aviones F-22 y F-34 se incrementaría exponencialmente y, deduce este espacio, era el momento uno excelente para invertir en su empresa. En el mismo recinto, los líderes de otras dos empresas, Raytheon y Oshkosh, explicaban a sus escuchas por qué los desmadres ocurridos en todo el Medio Este eran las semillas cosechando un futuro económico boyante. La tragedia de cientos de civiles muertos no sería en vano: un grupo de ciudadanos, dignos representantes del capitalismo más salvaje, habrían de tomar los llantos y dolores de los familiares de las víctimas y encontrarían medios para enriquecer el sistema dominante. Era un día cualquiera en una industria poderosa y sin escrúpulos bautizada por un ex presidente norteamericano como el Complejo Militar-Industrial.

Sobre el último cadáver enterrado de la Primera Guerra Mundial se erigía un conjunto de fuerzas productivas sin precedentes alzada durante el hecho bélico, estructurada para alimentar una maquina de guerra sin antecedentes. Todo lo demandado por un ejercito de invasión o defensa, en episodio tan gigante de la humanidad, requirió de una producción masiva. Y eso, en ese escenario, significó poderosos negocios. Concluido el conflicto y olvidado el enemigo establecido justificando tal armazón, el riesgo era el perder tan enorme maquina de hacer dinero. Era toda una matriz de producción y propaganda nacida en las oficinas de los Estados Unidos: unos banqueros financiaban empresas contratistas del gobierno que vendían los implementos de la guerra, y unos políticos pagados por esos contratistas conquistaban al poder público desde el que enviaban a ignorantes soldados a morir en campos de batallas, dotados con todo tipo de equipamiento comprado a esos poderosos contratistas.

Smedley Butler, un Marine estadounidense, o mejor, el Marine estadounidense por excelencia, el militar más condecorado en la historia de su país, un héroe para los sectores belicosos de su nación, escribió en 1935 un libro donde lo reveló todo, un discurso titulado “La Guerra Es Un Latrocinio” (War is a Wracket). Su texto explica como los banqueros, los especuladores, los fabricantes y el gobierno, provocan, la palabra por él utilizada es poderosa como dura una roca, provocan las guerras para sus beneficios personales. Su perorata tiene una denuncia exacta: el uso de las fuerzas armadas de los Estados Unidos es para el beneficio, expansión y protección de los negocios de Wall Street, interviniendo militarmente en Latinoamérica, con el único objetivo de conservar y acrecentar los intereses empresariales de una casta desprovista ya de cualquier humanidad. Se centra él en el escenario de las Guerras Bananeras del siglo pasado por haber sido ellas donde se lució como militar o, como bien dice él, como mercenario, eliminando, digno esbirro de cualquier mafioso, toda contrariedad en el regular ciclo de los negocios de sus jefes. La libertad de explotar pueblos y sus recursos estaba garantizada por Butler y sus marines.

Latrocinio es un engaño masivo para beneficio de poca gente. Una estafa. Así es que define el militar la guerra. Y se atreve a citar un ejemplo: DuPont, empresa encargada de proveer la pólvora cuyo usó era el impulsar las balas de la Primera Guerra Mundial, producía ganancias de 6 millones de dólares en los años previos al conflicto, cantidad ingente para la época; pero ridícula al ser comparada con los 50 millones de dólares alcanzados durante el enfrentamiento. Y tal y como explica Butler en su poético escrito: la guerra es un negocio bizarro en el que aquellos recibiendo el dinero no son los encargados de asumir los verdaderos costos: los humanos. Su estudio demuestra mismo rendimiento favorable para el acero, el cuero, el níquel, el cobre. Concluye su análisis sobre las fortunas creadas gracias a la muerte de sus compatriotas, compartiendo con sus lectores un dato ilustrativo: gracias a la Primera Guerra Mundial 21.000 nuevos millonarios nacieron en los Estados Unidos, teniendo como centro de todo ese mundo a Wall Street.

Para el heroico militar las relaciones internacionales de su país deben estudiarse desde un prisma más amplío. Filipinas y China, explica él, son aliados como resultado de inversiones explotando el par de territorios. Su denuncia permite una segunda interpretación: no se protegen países extranjeros, se cuidan capitales estadounidenses en territorios allende a sus fronteras. Nada o poco importaba el gobierno regulando los asunto públicos del país aliado. El único ítem de relevancia era cómo se comportaba el estamento político con las empresas remitiendo ganancias a Nueva York. Una denuncia con eco en tiempos actuales, cuando se presenta a Venezuela como una dictadura, a pesar de no haberse asesinado a ningún opositor del régimen bolivariano; mientras a Arabia Saudita se le considera una monarquía con aires de modernización y apertura a los valores democráticos, a pesar de haber sido descuartizado un opositor, Jamal Khashoggi, de alto calibre (escritor de The Washington Post) en una de sus embajadas. A Colombia se le concede el título de la democracia más estable en la región, a pesar de que los partidos políticos en la oposición se les extermina. Para comprender lo ilógico se requiere de un elemento adicional esclarecedor: la propaganda.

El uso de la propaganda política belicista, apoyada por la Iglesia, se enfrascó, en los tiempo de Butler, en influir a los jóvenes a aniquilar alemanes mientras acusaba a los pacifistas de traidores o socios de enemigos extranjeros. George Bush hijo, en tiempos de la “Guerra Contra El Terrorismo” exclamaría “quien no está con nosotros está contra nosotros”. La guerra como única solución y la paz como la excusa de los traidores. Una narrativa que todo lector en Colombia los trasladará a las coberturas noticiosas del canal RCN. A modo de ejemplo también, en Estados Unidos, previo a la invasión a Siria, el CEO de Ryatheon se exhibió en todos los informativos “liberales”: MSNBC, CNN, NBC, como analista y no alto ejecutivo, repitiendo hasta la saciedad lo importante de atacar a Bashar Al Asaad para conservar la paz mundial, la seguridad nacional, la humanidad… Pero nunca dijo él, ni los periodistas osaron en indagar sobre la relación de su empresa con esa guerra: Raytheon desarrolló una bomba nueva que, de desatarse el conflicto, sería comprada por el ejercito para traer un infierno a millones de ciudadanos, tal y como reveló el portal “The Intercept”.

La promoción de la guerra a través de las noticias es parte del aparato, pero la ficción complementa la tarea. El Nobel de Paz cuyo legado es el bombardeo de siete países hasta agotar el inventario de bombas, Barack Obama, denominó a Hollywood con gran acierto como “parte de su política exterior”. Nada ha cambiado. Reporta El Diario.es que, “según autores como Nicholas J. Cull, la opinión pública estadounidense era partidaria del aislacionismo y desconfiaba de los llamamientos británicos a la colaboración militar. El ataque a Pearl Harbor implicó una entrada en guerra que era deseada por la Administración de Roosevelt. Pero justificar la colaboración con la URSS (sic), satirizada y satanizada apenas unos meses antes, resultaba un desafío estratégico que requirió la colaboración de Hollywood”. El mismo medio aclara cómo se efectuó tal trabajo: “en títulos destinados a un público juvenil, Tarzán luchaba contra soldados alemanes, el Hombre Invisible se infiltraba en los cuarteles del III Reich y Batman se enfrentaba a un científico japonés que convertía a las personas en zombis. Pero quizá las producciones más sorprendentes fueron las que justificaron la alianza con la Unión Soviética liderada por Josef Stalin”. La filtración de los correos del estudio cinematográfico Sony, en 2010, reveló que la estable relación, entre grandes productores cinematográficos y el Pentágono, se mantenía estrecha a pesar de los años. Se llegó al punto inconcebible de leer algunos mensajes en los que la oficina gubernamental dictaba a los realizadores del séptimo arte las indicaciones de cómo debían lucir los villanos en sus filmes.

Ese entramado donde coexisten gobierno, corporaciones y grupos de propaganda para sufragar la guerra, se robustece durante la Segunda Guerra Mundial. El tamaño del monstruo fuerza a que en 1957, Dwight Eisenhower, un General que había sido condecorado con cinco estrellas en el conflicto, bautice, en su discurso de despedida como primer mandatario político de los estadounidenses, terminando su estadía en la Casa Blanca, a esta red de empresarios, políticos, militares, banqueros, propagandistas y especuladores, como el Complejo Militar Industrial. Y advirtió de él a sus ciudadanos, indicándoles debían cuidarse de su ambición, de sus intereses, pues los consideraba nefastos y poderosos, ergo: capaces de poner en peligro su democracia. No se equivocó en una palabra el político. Eisenhower aplicaba el término a los grupos industriales estadounidenses interesados en mantener la carrera armamentística entre su país y la Unión Soviética, ciega ambición cuyo trágico desenlace es el episodio conocido como la Guerra Fría, un episodio de la humanidad que está encontrando nuevas lecturas en la actualidad.

Una complicada disyuntiva se presentó al público desde los Estados Unidos: una aterradora Unión Soviética que, al mismo tiempo, era un desastre económico. Un súper villano pobre es una imposibilidad. Noam Chomsky en “Miedo a la democracia” descifra el código: dictamina al imperio como un enemigo exagerado, una excusa para alimentar ese complejo enfrascado en hacer negocio con la guerra. Repitiendo el patrón, la Segunda Guerra Mundial legó un aparato bélico injustificable que encontró en la Unión Soviética su razón de ser. La amenaza de la guerra contra la U.R.S.S. permitía al gobierno efectuar una distribución de la riqueza a favor del complejo militar industrial. La existencia de tan aterrador imperio del mal y el miedo causado sería suficiente para convencer a sus ciudadanos de renunciar a los derechos merecidos por vivir en democracia, con tal poder sufragar los deseos del Pentágono. Los medios engrandecían la amenaza, las personas se asustaban y el Departamento de Defensa incrementaba sus negocios.

George F. Kennan, autor de la doctrina de la contención y figura clave de la Guerra Fría escribió: “Si la Unión Soviética se hundiera mañana bajo las aguas del océano, el complejo industrial-militar estadounidense tendría que seguir existiendo, sin cambios sustanciales, hasta que inventáramos algún otro adversario. Cualquier otra cosa sería un choque inaceptable para la economía estadounidense”. Muchos análisis pueden hacerse sobre la sentencia; pero uno es obligado: la economía estadounidense se transformó en una cuyo rubro más importante es la guerra y, siendo la más grande del planeta, su alcance es descomunal. Un informe del Centre Delàs dictaminó que el BBVA y el Banco Santander son dos de los más relevantes inversionistas de la Guerra en Yemen, conflicto catalogado como la mayor tragedia humanitaria del milenio, desatado por Arabia Saudita con apoyo de la potencia de América. Los ahorros de millones de ciudadanos trabajadores está sirviendo para aniquilar a una población entera. Y tal negocio tiene poderosos padrinos. Trump anunció la retirada de las tropas de Estados Unidos de Afganistán para el 1 de mayo de 2021. Joseph Biden cumplirá con el objetivo; pero lo retrasará hasta el 11 de septiembre. En cualquier caso, un artículo de The New York Times descubrió la amenaza echa por contratistas de esa guerra quienes anunciaron demandas al gobierno de darse la partida. Para el Complejo Militar Industrial la paz significa la quiebra.

Las páginas de los diarios en los Estados Unidos, durante las festividades finales de 1898, eran una ventana al horror. En una isla del Caribe se libraba una guerra sanguinaria, salvaje, demencial, una descarnada lucha entre un pueblo cubano con anhelos de libertad contra un opresor Imperio español capaz de lo imperdonable. Cada masacre, fusilamiento, destrucción habida, tenía eco en las notas periodísticas publicadas en los más relevantes medios norteamericanos. Un dibujante enviado por el New York Journal se encontró con un panorama alucinante por lo inesperado: al aterrizar en las tierras caribeñas halló una sociedad en absoluta paz. Escribió de inmediato a su jefe en las Gran Manzana advirtiendo del error cometido en las coberturas noticiosas. La respuesta del dueño del medio, William Randolph Hearst, será citada por humanos durante toda la eternidad: “Yo hago las noticia. Tú haz los dibujos, que yo pondré la guerra”.

El estudio del Complejo Militar Industrial clarifica algo: no se hacen armas para ser usadas en guerras, se hacen guerras para poder usar las armas creadas. Y se inventan conflictos, enemigos y amenazas para buscar el apoyo del pueblo y reclutar unos jóvenes desesperados o engañados dispuestos a sacrificar su vida para enriquecer a desconocidos. La maquina no se detiene y los dólares son siempre insuficientes para estos grupos. Las guerras de saqueo se presentan como una consecuencia natural. Hoy, hay certeza absoluta de la inexistencia de las armas de destrucción masiva en poder de Saddam Hussein, la no realización de un ataque con gases letales a su pueblo por parte de Bashar al-Ásad y la no realización de un levantamiento popular en contra de Muamar el Gadafi. Sí se tiene, por el contrario, seguridad total de las reservas de petróleo habidas en Iraq, el plan de pasar un gasoducto por Siria al que se oponía su régimen y unas reservas de 200 mil millones de dólares para el pueblo de Libia sin rastro de ellas después de la invasión. Guerras por los recursos de otras naciones son nada diferente a encontrar el alimento requerido por el insaciable monstruo belicoso.

Los pueblos pagan a sobreprecio las guerras, los pobres sacrifican a los suyos en las batallas y los mercaderes de armas con ella se enriquecen. Es un negocio demasiado lucrativo, poderoso, tentador, si se tiene un espíritu diabólico por alma. El modelo está tan perfectamente estructurado que alcanzó un punto de no retorno alucinante: el Pentágono en 2013 demandó menos presupuesto, menos armamento, pues no daban abasto con el que tenían en inventario. Y aún así, en tan paradójica situación, el capital asignado para defensa por el Congreso de ese país siguió creciendo. Grecia no requería los aviones, fragatas y submarinos comprados. Colombia tampoco necesita los aviones ofrecidos. ¿Por qué se compran en plena crisis de salud global que destruyó la economía para acumular bienes innecesarios? Porque gente poderosa está recibiendo jugosas primas de ganancia.

Fuente: https://otrarepublica.com/2021/04/2...

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