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¿Por qué casi no hay picante en la comida española?

Domingo.25 de septiembre de 2022 170 visitas Sin comentarios
Una paradoja: si Colón y su banda zarparon desde Palos de la Frontera en busca de especias, y encontraron en Latinoamérica unos pimientos picantísimos, ¿por qué el recetario español es tan poco picante? #TITRE

Rosa Molinero

Vaya por delante que, sí, que aunque nuestro recetario no sea esencialmente picante, todos conocemos algunos pimientos picantes en nuestra gastronomía, como las alegrías riojanas, las piparrak o guindillas de Ibarra, las cayenas, los indecisos pimientos de Padrón y hasta las ocho variedades de “pimientas” (que son pimientos) comunes en Las Islas Canarias, como las llamadas “de campana” o “cuerno de cabra”. Sin embargo, por lo general nuestras comidas no suelen condimentarse con mucho picante. De nuevo: sí, hay recetas picantes como los callos, el mojo picón rojo, las patatas bravas, las bombas o los caracoles en salsa picante, por nombrar algunos. Lo sorprendente es que después de tamaña empresa y fenomenal hallazgo -aunque nefasto capítulo de la Historia-, y tras haber nombrado oficialmente a los pimientos de esta forma en 1737 porque muchos recordaban al picor de la pimienta, pero multiplicado, el picante apenas tiene presencia en el recetario patrio.

(...) también ay muxo axí, que es su pimienta d’ella, que vale más que pimienta, y toda la gente no come sin ella, que la halla muy sana; puédense cargar cincuenta caravelas al año en aquella Española.

Así se refería Cristóbal Colón a aquellos pimientos picantes o ajíes -del tahíno ‘haxí’- que encontró en La Española por primera vez, en una carta fechada del 15 de enero de 1493. Sólo un poco más tarde, Pedro Mártir de Anglería hacía lo propio repetidamente en su De orbe novo, donde contaba que habían encontrado “unos frutos de sabor más pungente que la pimienta caucásica” y donde también hacía esta advertencia al rey, en una carta datada del 29 de abril de 1494, sobre las materias que le había enviado:

Sea que tú quieras gustar semillas, sea pedazos que verás caídos de las mismas, sea la corteza, ilustrísimo Príncipe, después de haber acercado el labio, tócalas apenas; de hecho, aunque no sean dañinas, sin embargo, por el calor intenso que provocan, son irritantes y queman la lengua, si se mantienen sobre ella por un tiempo largo (...)

Los pimientos de los que hablaban eran, muy posiblemente, distintos de los que más tarde se extendieron por Europa, ya que las variedades comunes en aquellas islas del Caribe eran la Capsicum chinense (como el habanero) y la C. frutescens (como la cayena o la brasileña malagueta). En cambio, se popularizaron los C. annuum, variedad en la que existen pimientos picantes y dulces, y que habrían llegado más tarde a la península desde México o América Central, de donde son originarios y donde existen cerca de un centenar de tipos.

Lo que sabemos a ciencia cierta es que España fue la puerta de entrada del pimiento al Viejo mundo, donde se extendió por los dos grandes imperios del momento a este lado del mundo: el de Carlos V, con las rutas comerciales desde España hasta Oriente Medio, y el del Imperio Otomano, que se expandía por el este y el sur del Mediterráneo y hacia los Balcanes y Hungría, donde productos elaborados con pimientos, como la lyutenitsa o la paprika, se elevarían siglos después a la categoría de símbolo nacional. Por otro lado, el tráfico de esclavos expandiría el cultivo de pimientos también por África, donde se convertirían en un ingrediente esencial de su cocina. Pero antes de todo esto, aún tenían que ocurrir muchas cosas.

Si seguimos viajando en la historia -montados en un chile serrano, si queréis- parece imposible de explicar el fracaso del picante en una sociedad que ya tenía gusto por él: las clases dominantes estaban acostumbradas a las altas dosis de la preciada y ‘pungente’ pimienta (tal y como ya la definía Plinio en su Historia Natural, en el siglo I dC), que desde tiempos romanos hasta el medievo tuvo gran importancia en recetarios como De re coquinaria, de Apicio (I-III dC), De rustica, de Columela (c.42 dC), el Sent Soví (1324) o Lo Crestià, de Francesc Eiximenis.(1379-1372).

Una de las hipótesis que explican esta paradoja son los nuevos gustos asociados al cambio de época: el inicio de la colonización de América por los españoles suele marcar el fin de la Edad Media y el inicio de la Edad Moderna. “En aquel momento, las especias se empezaron a considerar como pasadas de moda en toda Europa, incluida España. El mundo cambió y la cocina también”, comenta Núria Bàguena, historiadora especialista en gastronomía. Y subraya que “la cocina romana y la cocina medieval, por mucha pimienta que se usara, no eran cocinas picantes”. En efecto: el picor de la pimienta proviene de la piperina, un compuesto distinto y mucho menos pungente que la capsaicina de los pimientos picantes, en una relación del 1%. Una cocina más grasa y dulce se abrió paso, para dejar atrás las potencia aromática del clavo, el jengibre o el cardamomo.

Comparte esta teoría la doctora en Historia Verónica Peña Filiu, que la señala como motivo por el que se prefirieron las variedades de pimiento no picantes y se integraron, en un principio, como verduras en el recetario español de la población más humilde. Además, añade que a pesar de haberse adaptado perfectamente al clima europeo, los pimientos no viajaron con las técnicas y recetas de sus lugares de origen. En palabras de la historiadora de la gastronomía Esther Katz en Chili Pepper: From Mexico to Europe (2009): “Los pimientos cruzaron el Atlántico de México a Europa, pero no con las mujeres que poseían los conocimientos culinarios para prepararlos”.

Katz destaca que en una primera fase de la introducción del pimiento, que corresponde al siglo XVI, estas hortalizas fueron llevadas a los jardines botánicos y de los aristócratas como planta ornamental y curiosidad. Como siempre, hubo quién pensó que por qué no llevárselo a la boca, y entonces se le adjudicaron unas propiedades medicinales hoy ya descartadas que los ricos de la época creyeron a pies juntillas. Paralelamente, el hecho de que no se consideraran tóxicos -como sí lo fueron los tomates- sumada a la fantástica adaptación de los pimientos a la mayor parte del clima español, hizo que los campesinos los cultivaran bastamente en sus huertos, según el médico sevillano Nicolás Monardes, que en 1574 confirmaba la gran extensión de la planta y el uso por todo el territorio nacional de aquella ‘pimienta de las Indias’, que además resultaba muy económica.
El mojo picón es una de las elaboraciones picantes más conocidas de España. Debemos agradecérselo a Caco Senante. SABINA URRACA

No obstante, Colón no contaba con este último dato: él tenía grandes planes para los pimientos. Quería que fueran lo que hoy es la trufa o el caviar para nosotros, pero le salió el tiro por la culata. El historiador Gabrielle Moretti lo cuenta así: “su inicial entusiasmo por el pimiento se debe al potencial de explotación comercial que le calculó. Ya que no había encontrado las especias ni el oro que buscaba, pensó que los pimientos eran otro producto más que podría esgrimir como una nueva riqueza para España. Al mismo tiempo, celebró sus características organolépticas, capaces de sustituir a los condimentos aromáticos de Asia”. Fueron un argumento más para que su primer viaje no fuera considerado como un completo fracaso.

Precisamente, es en su bajo precio donde hallamos otra otra clave para resolver este enigma. La historiadora Jeanne Allard sostiene que tras los primeros cien años desde su llegada, los aristócratas perdieron interés en el pimiento precisamente por esta razón: su cultivo era tan fácil y su disponibilidad tan alta que los hacía muy baratos y nada exclusivos, de modo que quedaron despojados del simbolismo lujoso que el descubridor quería conferirle. No en vano, al pimiento se le llegó a conocer como “la pimienta de los pobres”, ya que era una forma económica de especiar las comidas de clases bajas, que se cree que eran usualmente hervidas y monótonas. Así las cosas, los pimientos no cumplían con el papel de marcador social que sí tenían otras especias: su exportación desde países orientales que eran considerados misteriosos, su escasez y su alto precio funcionaban para crear distinciones entre clases sociales.

En ese sentido, las investigaciones de Allard apuntan a un uso ininterrumpido de la pimienta por la clase pudiente española durante este período, de la misma manera que hicieron en Francia, donde a pesar de la caída en desuso de muchas especies, esta se mantuvo en el recetario junto con el clavo y la nuez moscada. “Ya que las especias habían pasado de moda, el pimiento picante hubiera sido demasiado pungente para el paladar del siglo XVII”, reflexiona. En efecto, en las fórmulas medicinales los pimientos picantes se combinan con vinagre o se confitan en azúcar, atendiendo también a la ya caduca teoría galénica sobre las propiedades frías o calientes de los alimentos que, en este caso, clasificaba a los pimientos como extremadamente calientes. Lógicamente, en los lugares donde los pimientos picantes tuvieron buena acogida preexistía un uso mucho más arraigado de las especias picantes, como en el sur de China, India, Indonesia o Sri Lanka, observa Bàguena.

A causa de esto, los campesinos cultivaron las versiones más dulces y menos picantes del pimiento, que primero secaban y empleaban para sazonar sus platos, consumían como verdura, y también como condimento de, por ejemplo, embutidos. “El chile se consumía a diario en Valencia, Murcia y Andalucía”, contaba el botánico Josep Quer (1695-1764) y era tan ampliamente apreciado que “ningún arroz o estofado se servía sin él”. Los actuales pimientos morrones son, con alta probabilidad, un cruce llevado a cabo por campesinos italianos de los llamados pimientos húngaros de cera, seleccionados por los búlgaros, y los conocidos como pimiento tomate. Fueron estas elaboraciones populares las que llevaron los pimientos por primera vez a la literatura -por ejemplo, Cervantes los menciona en Rinconete y Cortadillo, 1613- y a los recetarios españoles (Juan de la Mata, Arte de repostería, 1747) e italianos (también en el XVIII), húngaros, austríacos y franceses (en el XIX), dandóse una situación particular: la aristocracia quería un producto del pueblo llano y no a la inversa, como siempre ha acostumbrado a ocurrir.

Llegamos al final de la cuestión: ¿cuál fue, entonces, la primera receta picante española? Difícil determinarlo ya que las únicas recetas que nos han llegado lo han hecho por escrito, sea en poemas, epístolas, narraciones o, en efecto, recetarios. Néstor Luján, en su Historia de la gastronomía, comentaba lo siguiente: “Otros testimonios tenemos de los pimientos en la cocina popular española, aunque no aparecen en los remilgados recetarios cortesanos hasta bien entrado el siglo XVIII”, como también sostiene Katz. Con esa pista, me dirijo de nuevo a la historiadoria Núria Bàguena, quien desempolvará su volumen del Llibre de l’art de cuynar (1787) de Fray Sever de Olot, donde encontramos la primera receta donde se menciona el picante o, por lo menos, la que esta breve investigación comidista ha logrado encontrar:

Otro plato de perdices

Cuando las perdices estén bien limpias, las untarás con un poco de aceite y las dorarás en una parrilla. Después las pondrás en una cazuela con sal, un poco de aceite, perejil, hojas de laurel, pimienta, naranja o limón, algunas cabezas de ajo y un poco de harina, cuidando que el caldo las cubra. Cuando estén cocidas, las puedes sacar a la mesa, en una fuente, y espolvoreando la vianda con un ajilimójili de ajo, perejil y pimiento picante o pimienta. Este plato es de reyes y emperadores (y mío, y de los demás también, si lo comemos).

El País

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