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Piratas

Domingo.27 de enero de 2008 756 visitas Sin comentarios
Capítulo 8º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Cabe siempre la posibilidad de que bajo determinadas circunstancias a cualquier ambulante de bien se le pase la fecha de pedir un permiso y no tenga más remedio -si la ocasión le merece la pena- que acudir a una feria “de pirata”. Asimismo se puede comparecer de tal guisa a vender por mil otras razones -unas tasas prohibitivas o un cupo de permisos limitado- que te inducen a saltarte a la torera las buenas maneras y personarte en el gache sin papeles a buscarte la vida por la tremenda. Son situaciones éstas comprensibles y hasta moralmente aceptables para un gremio siempre maltratado que ha tenido que sufrirlas inevitablemente muchísimo más de lo deseable. La patológica obsesión que tienen los ayuntamientos de hoy en día por reglamentar y vigilar hasta la más pequeña actividad que se desarrolle en su territorio está privando al universo de la venta de uno de sus atractivos principales: la imprevisibilidad. No en balde, para vender hoy en día en cualquier feria que se precie deberá el ambulante haber presentado las instancias y licencias con algunos meses de antelación; haber pagado las tasas correspondientes y acudido al reparto de puestos que suele fijarse para unos diez días antes del evento. Nada que ver con el espíritu errante de quienes acudían antiguamente a los pueblos con el estigma en la frente de lo fantástico, de lo misterioso, de lo mágico. Con estas normativas se despoja a la venta de su aspecto romántico, lúdico o numínico costriñéndola a un gremio totalmente mercantilizado que acude a los pueblos sin ánimo alguno de participar en los festejos; ni de impregnarse de su magia, ni de entenderlos siquiera; al margen totalmente de la ilusión que sus casetas coloristas generan en los pequeños del lugar.

Pero hay además otro sector de vendedores que atraídos por cierta manera de entender la vida adopta el pirateo como norma, negándose a reconocer autoridad alguna sobre la calle y aún menos sobre sus destinos. Son éstas gentes jóvenes en su mayoría, iluminadas por ese gen libertario tan nuestro, corazones sensibles expuestos de continuo a la intemperie que descubrieron “la venta” en un recodo amable del camino sin imaginar siquiera que recuperarían a su abrigo aquel aroma olvidado de la placenta materna y que lejos de considerarse comerciantes transitan por sus venas (los caminos) convencidos de haber hallado en ellos el numinoso sendero iniciático en el que se sustentan la práctica totalidad de las creencias. Yo fui uno de ellos y os puedo asegurar que fue bajo su cielo que viví los momentos más reconfortantes de mis años de ambulante. Venía entonces de aquel grupo de intrépidos que allá por los años felices optaron por refugiarse en el campo, en la artesanía, en la mística y en el naturismo con el inocente convencimiento de que el supuesto cambio astral que se acercaba, la era de acuario, provocaría por sí solo una revolución integral sin precedentes. ¡Que ilusos! La lucha contra la dictadura nos enseñaría sin paliativos lo costoso que resulta un mínimo cambio social medio decente. Pero, aún ilusos, ¡qué bien que lo pasamos! Viajábamos, hacíamos el amor y nos aventurábamos curiosos por los entonces todavía inescrutados entresijos de nuestros estados de percepción. ¡Qué flipada!

Fueron vientos aquellos que aún siendo apacibles, a punto estuvieron de tumbar hasta las más sólidas estructuras. Vientos de oriente que nos polinizaron de sensualidad y espiritualidad proporcionándonos al fin una escapatoria a la cerrazón judeo-masókica que padecíamos. Vientos democráticos del norte que nos sacaron de la castradora intolerancia espero que por siempre jamás. Y algunos otros aires, residuos quizás de aquel soplo divino creador, que nos supieron insuflar el germen liberador de la consciencia.

Vivíamos al día, sin planear más allá de lo que nos pudiese ocurrir casualmente pues cualquier ruta que trazásemos con anterioridad se rompía en mil pedazos a la primera emboscada. Respirábamos cada bocanada como si fuese la última, rebuscábamos a nuestro alrededor la enseñanza que de cualquier acción insignificante se pudiera desprender; nos ofrecíamos a las innumerables energías desconocidas que pululaban a nuestro alrededor y recogíamos los alimentos que se nos ofrecía graciosamente en el camino. Era eso lo que hacíamos. Nada más que vivir cada momento intensamente, armoniosamente, libremente.

Pero a pesar de tan inofensivos objetivos, qué complicado resultaba en ocasiones adoptar ese sistema de comportamiento. El orden establecido nos acechaba por todas partes y no era fácil escabullirse de él. Ser pirata implicaba penurias, problemas y estar siempre dispuesto incluso a defender por lo violento nuestros principios.

Hacía tiempo que no se me ocurría plantearme el acudir a una feria grande como Zaragoza conocedor como era de un entramado de villorrios a los que dirigirme como alternativa con la tranquilidad de saber que en ellos al menos no encontraría demasiada competencia. Pero esta vez lo hice. Atribulado como andaba por el nuevo paisaje al que me había conducido mi andadura, consideré que un revulsivo como aquel podría volverme a la vida y allí fui. Diez días de feria por delante. Diez días, como en los buenos tiempos, de tensión, de batalla sin tregua. Diez días de sobresaltos, de montar y desmontar cientos de veces, de rejuvenecedoras carreras trepidantes. Recuerdo una de ellas memorable en la que aún empujando un carrito de baratijas dejé reventado a un policía (un poco madurito es de ley reconocer) que me persiguió inhumanamente por un solitario callejón empeñado en que pagara yo la arrogancia de todo un ejército de desarrapados. ¡Ah, como disfruté al verlo allí parado echando el bofe a veinte escasos metros de mí, sin poder avanzar ni un paso más y maldiciéndome. ¡Qué gozo, qué placer, cómo lo recuerdo!. “¡Ya te pillaré!” -me increpó amenazadoramente, convencido quizás de que la alargada sombra de su Pilarica le proporcionaría irremisiblemente el placer de la venganza. Pero no fue así.

Tuve suerte esa vez. Entre los que estaban con permiso encontré a un conocido. Un árabe amigo que me acogió como a uno de los suyos. Y allí me encontraba yo al día siguiente con mis baratijas debajo de su toldo cuando me reconoció el morlaco. “¿Quiere algo, agente? -le sugerí socarronamente- Barato, barato.”