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Pasolini: Hacer del mundo lumbre (I)

Viernes.2 de octubre de 2020 87 visitas Sin comentarios
Conversación sobre la Historia. #TITRE

Mario Colleoni

Parte I

George Steiner pensaba que Kafka era el sobrino de Dios. Sin embargo, lo más cerca que Dios ha estado del hombre fue cuando Nietzsche quiso asesinarlo. Sólo entonces, cuando quisimos destruirlo, él se acercó a nosotros. Su sombra se hizo más grande, su ausencia afirmó su presencia y así, de ese modo tan sencillo y tan desnudo, encarando la única verdad del mundo, sellamos nuestra muerte. Este parricidio nos hizo huérfanos para siempre, sin sed de universo. Desde ese día, impasibles y entumecidos ante la pérdida de lo sagrado, renqueando entre moléculas sin nombre, vagamos errabundos por los confines de una tierra que no conocemos (porque no podemos reconocerla).

Al igual que sucede con Dios, escribir sobre Pier Paolo Pasolini (1922-1975) es someterse al juicio de un profeta fantasmal. Un juicio presidido por la historia, la verdad y la rabia. La belleza viene después, a posteriori. Se sirvió de todo cuanto permitía hacer de la vida un arte: poesía, teatro, literatura, pintura, cine, e incluso lo logró con el periodismo y algunas intervenciones públicas, desempeños que en ocasiones elevó a una categoría desconocida en su tiempo. Todo para gritarnos que el mundo estaba yendo en dirección contraria, que nada iba bien por ese camino y que la urgencia de diversos acontecimientos estaba cobrando una envergadura de alarma. Su obra —un dedo índice que señala— siempre desemboca en la lírica, adjetivo que en su caso podía ser tan controvertido como incomprensible, y no casualmente sigue siendo recordado por muchos como el primer “poeta civil” de Italia. Se podría decir que en su vida cupieron todas y cada una de las musas que Rafael pintó en el Parnaso. Por eso, aquel asesinato atroz perpetrado en el Idroscalo de Ostia la madrugada del sábado 1 de noviembre de 1975 sigue siendo el símbolo aún presente de una deriva existencial que sobrepasa lo humanamente concebible, un hito que pasará a la historia de la cultura (y de la humanidad misma) como uno de los más injustificables crímenes que jamás hemos cometido en nombre de la especie humana.

En los orígenes está casi todo. Su padre, Carlo Alberto, un recio teniente de infantería; Susanna, su madre, profesora en una pequeña escuela elemental; y su hermano pequeño, Guido, un partisano entusiasta que acaba encontrando el reverso de la moneda en su lucha contra el fascismo. En esta confrontación violenta de temperamentos Pasolini diseña el espíritu de su carácter. A lo rudo, rígido, viril, inapelable y marcial de su padre, se oponía la ascendencia rural, arcaica y ancestral de su madre. Sólo uno de ellos sobreviviría. Mientras tanto la prole, buscándose la vida como buenamente podía, anduvo de un lado para otro siguiendo las destinaciones del padre: Parma, Conegliano, Belluno, Cremona, Scandiano, pero todos los veranos se desplaza a Casarsa della Delizia, el feudo natal de los Colussi, un diminuto pueblo del Friuli cercano a Pordenone donde Pasolini pudo degustar el sabor de una vida pura y campesina que permanecerá en su memoria. El muchacho lee con pasión a Homero, Salgari, Carducci, Pascoli o D’Annunzio, pero curiosamente suspende italiano. A pesar de todo, emulando a Rimbaud (cosa que él mismo recordará), escribe su primer poema “a los siete años y medio”. Corre el tiempo y la familia llega a Bolonia, período que será el fermento vivo de una enseñanza indeleble. Con diecisiete años se inscribe en la Facultad de Letras de la universidad y allí sigue familiarizándose con los grandes maestros, ahora ya no sólo italianos. A las lecturas de Ungaretti, Quasimodo o Montale se suman las de Shakespeare, Tolstói, Dostoievski o Novalis, y descubre sistemáticamente la obra de Rimbaud, faro inextinguible de su vida. Su régimen de lectura era de libro y medio al día: no leía, devoraba.

En el Aula 2 de Via Zamboni 33 (al lado de compañeros como Giorgio Bassani, Attilio Bertolucci o Francesco Arcangeli) asiste a las clases de Roberto Longhi, quien lo introduce en el estudio del arte, dándole a conocer la obra de los grandes de la pintura italiana —Giotto, Masaccio, Masolino, Piero della Francesca— y, sobre todo, el fenómeno de Caravaggio, redescubierto en esos años por el propio Longhi, que hechiza a Pasolini hasta el punto de considerarlo éste una “auténtica revelación”. Probó a hacer carrera con él proponiéndole incluso una tesis, pero Longhi rehusó el ofrecimiento. Hemos de suponer que para un maestro impecable y caligráfico de la talla de Longhi, aquel pupilo díscolo y efervescente representaba, quizás, un tipo de heterodoxia inadmisible. Sin embargo, no fue la supuesta incapacidad de Pasolini para la historia del arte, sino el recrudecimiento de la guerra lo que hizo que ambos se distanciaran. Mantuvieron el contacto en la distancia y Longhi siguió ayudándole en lo que pudo. Pasolini, tras su muerte, recordó por última vez el amor sincero que le había profesado: “Solamente después uno entiende quién ha sido un verdadero maestro; por tanto, el sentido de esta palabra tiene su sede en la memoria”, y todavía más: “Fue algo vivido: por eso el conocimiento de su valor es existencial”. A este punto, me asedia caprichosamente el recuerdo una escena de Nostalgia (1983) de Tarkovski, el monólogo de Domenico, cuando la cámara sondea el Campidoglio y él acaba ardiendo bajo la estatua ecuestre de Marco Aurelio, declamando con fuerza momentos antes de morir: “Il male vero del nostro tempo è che non ci sono più i grandi maestri” (El gran mal de nuestra época es que ya no quedan grandes maestros). Tal vez no sea un recuerdo tan caprichoso.

La década de 1940 fue probablemente la más deplorable y dolorosa de toda su vida. Sigue leyendo atentamente a Proust y Rimbaud, y comienza a incubar el germen del antifascismo pero, con todo y eso, Pasolini acaba asistiendo a un congreso de juventudes de países fascistas en Weimar y entra como redactor jefe de Il Settacio, una revista en la órbita de Gioventù Italiana del Littorio, otro organismo fascista cuyo programa, con él a la cabeza, experimenta un cambio histórico. Entretanto publica su primer poemario en dialecto friulano, Poesie a Casarsa (1942), del cual aparece una memorable reseña firmada por Gianfranco Contini, uno de los más grandes filólogos italianos del siglo XX, reseña que guardará en su corazón hasta el final de su vida. Son años estos en los que, resguardándose del fuego cruzado de la guerra, se refugia con su madre en las montañas de Versuta, esperando a que pase el conflicto. En 1945 publica su tesis, una antología de Pascoli comentada, y dos años más tarde entra como militante en el PCI. Imparte clases en un instituto de Valvasone pero un día es acusado de corrupción de menores y práctica de actos obscenos en lugares públicos, lo que termina por desatar un escándalo en Casarsa que acaba privándole de la enseñanza y el Partido Comunista expulsándolo de sus filas por “indignidad moral y política”. A comienzos de enero de 1950, empujados por un clima asfixiante e invivible, madre e hijo abandonan el Friuli y parten hacia Roma.

Se abre así una década de grandes penurias, exigente hasta donde puede concebirse esta palabra, en la que Pasolini tendrá que medir su valor ante las adversidades. Tres libros resumen la hazaña de haber logrado sobreponerse a esta hidra de cien cabezas que es el mundo para él: Ragazzi di vita (1955), Le ceneri di Gramsci (1957) y Una vita violenta (1959). Tres libros que prendieron una llama que, como la zarza bíblica de Moisés, jamás llegará a consumirse pero arderá hasta acabar con su vida. El primero —traducido en España como Los chicos del arroyo— narra la cotidianidad grisácea y sin horizontes de una vida pasada por el pícaro tamiz de la pobreza; jóvenes sin expectativas que se abandonan a la inercia de una realidad sin pilares ni principios, lanzados únicamente a la propia supervivencia. Revolucionario ya en su concepción, Ragazzi di vita elevaba a unos malavita (muchachos de mal vivir) a la categoría de protagonistas, cosa insólita hasta entonces en un contexto literario urbano. Las cenizas de Gramsci, en cambio, fue el lamento autobiográfico y enfervorecido con el que un Pasolini de voluntad prosaica (cercano a Baudelaire) pretendía saldar el remordimiento de una vida ya pretérita. Recoge once poemas publicados con anterioridad en revistas; sin embargo, el empaque que cobró el libro —que ausculta Italia desde un filtro que recoge el impacto ante el arte contemporáneo, las esperanzas puestas en el proletariado romano, el paisaje friulano y, con él, las pesadillas que lo convertirían en un proscrito, pasando por una crítica a los intelectuales comunistas y una carta póstuma, como bien indica el título, a Antonio Gramsci, fundador del partido y faro vigía del propio Pasolini— le valió el Premio Viareggio ex-aequo con Sandro Penna (que él consideraba el mayor poeta italiano de su tiempo). Por último, Una vita violenta, que tuvo la mala fortuna de cruzarse con Il Gattopardo de Lampedusa para llevarse el Premio Strega (póstumo en 1959), cuenta la trágica ilusión de un personaje que ve cómo el modelo de una vida equilibrada y satisfecha se revela inalcanzable. Un argumento que será desarrollado en sus dos primeras grandes películas, Accattone (1961) y Mamma Roma (1962). Es así como alcanzamos la década de 1960, el período cinematográfico.

Con ambas producciones, Pasolini comienza a asentarse en la órbita artística como un autor solvente y respetado que, proveniente de una galaxia paralela como es la poesía, aspira a convertirse en director de cine. Más adelante veremos que no es del todo así, pero por ahora podemos decir que le bastaron quince años para desglosar todos las traumas inconfesables de una Italia que estaba transformándose de forma monstruosa; traumas que, amamantados por una democracia que nació noble, poco a poco fueron degenerando aún más. Italia se iba vendiendo al poder de los mercados y los intereses políticos pasaron a ser monedas de cambio. Pasolini fue quizá el primero en darse cuenta del abismo corrupto que había detrás de ese hermoso palco escénico.

Cuando digo que no es del todo cierto que quisiera convertirse al cine en detrimento de la poesía, basta ver la producción de esos años, y cómo va alternando la publicación de diversos géneros. Así, en el período que va entre Accattone y La Ricotta (1963), publica La religión de mi tiempo (1961), El sueño de una cosa (1962) y El olor de la India (1962). El primero, un poemario de una bella factura arcaica, canta a la modernidad ininteligible, lo perdido, el tiempo pretérito de un mundo destinado a extinguirse, el remordimiento de una deuda que no puede liquidarse. Por el contrario, El sueño de una cosa fue su primera novela escrita. No vio la luz hasta una década después, y narra la vida de posguerra en el Friuli a través de tres jóvenes personajes de origen campesino que deciden salir al mundo en busca de un futuro. De fondo la guerra civil de Yugoslavia y al frente de ella el mariscal Tito, líder legendario al que dos de los protagonistas se adhieren, y donde precisamente el hermano de Pasolini, Guido Alberto, miembro de la brigada de Ossopo-Friuli, muere en 1945 víctima de la revuelta de Porzûs, a manos de comunistas garibaldinos. El olor de la India, así como La larga carretera de arena (de reciente traducción en España), completaban la faceta antropológica de un Pasolini explorador, viajero, feliz y desprejuiciado, sin cadenas. Después vendrían el Evangelio según Mateo (1964), Uccellacci e uccellini (1966), y tras una úlcera que lo deja inactivo durante meses —se dice que durante la convalecencia llegó a escribir seis tragedias en verso—, aparecen Edipo Rey (1967), su testamento autobiográfico, y Teorema (1968), epítome de su concepto erótico de la vida. Dos últimas se estrenan en 1969: Porcile (una de esas seis tragedias), un escándalo incluso para las mentes más abiertas que sólo suscitó un rechazo generalizado, y finalmente Medea, inolvidable por la aparición histórica de Maria Callas.

En los años 70 el intelectual se perfila, se empolva la cara, y a la vez, se prepara para la inminente destrucción que ha de llegar. Así, la llamada “Trilogía de la vida” —El Decamerón (1971), Cuentos de Canterbury (1972) y Las Mil y una Noches (1974)— levanta una enfervorecida polémica que empuja a Pasolini a abjurar de dichas películas y, por decirlo de alguna manera, a retractarse también de ellas. Detrás del escenario, cientos de injurias contra el director, tengan o no que ver con sus películas, que lo acusan de sodomía, abominación e inmoralidad. Y, entre todo ello, la colaboración con “Il Corriere della Sera”, el poemario Trasumanar e organizzar (1974) y una última película que, como atinadamente anotó algún ayudante suyo, es algo más que una película, algo más que cine: Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975). Después, como es sabido por todos, el asesinato sin nombre: un retablo del terror que, según Alberto Moravia, no le fue desconocido porque le había parecido verlo anunciado en alguna escena de sus novelas. La familiaridad con la muerte, el presagio del fin, la destrucción consumada.

Póstumamente aparecieron La Divina Mímesis (1975), un proyecto de reescritura de la Commedia dantesca que había comenzado a principios de los sesenta (que retomaba los estudios lingüísticos a los que tanta atención había dedicado desde la tesis sobre Pascoli) y que lo acompañó hasta el final de su vida, y Petróleo (1992), un texto rabioso, a ningún otro parecido, radicalmente rupturista (a caballo entre la crónica, el documental y la novela), que pretendía destapar la tragedia de Italia. Fue tan escandaloso —formó parte de las pruebas para el proceso de investigación de su asesinato— que sólo pudo ver la luz diecisiete años después.

Toda la obra de Pasolini constituye, y nunca mejor dicho, el mejor testimonio de su vida. Lástima que la ferocidad de uno de los intelectuales —en todos los sentidos— más soberbios del siglo XX fuera sofocada por razones que aún desconocemos y que, en vista de los acontecimientos, posiblemente nunca logremos aclarar. La vida, al fin y al cabo, se divide entre los que tienen el coraje de decir la verdad y los que, despreciándola, viven en cobardía al servicio del puro espectáculo juzgando gratuita la conciencia. Unos son la belleza de la vida, la verdad, que jamás se agota; los otros, flores efímeras, pequeños arbustos secos que el viento arrastrará hasta el olvido.
Página manuscrita de Petróleo (Centro Studi Pier Paolo Pasolini di Casarsa della Delizia)

Parte II

Tal vez ustedes no estarán de acuerdo conmigo, pero la industria cultural sigue siendo una de las vaselinas más potentes del neocapitalismo mundial. El tablero político internacional la unta con precisión, sin fisuras (valga el oxímoron), y llegado el momento, la prensa se encarga de refrendarlo. No es que yo pretenda descubrir la pólvora a fuerza de obviedades, pero algo gordo nos ha pasado inadvertido para que sólo el presente sea la alternativa para superar el presente. Hoy alguien se abre una cuenta en Instagram, se hipersexualiza y, simultáneamente, se adhiere a cualquier teoría de género y abandera una reivindicación, la que sea. Da igual qué reivindiquemos siempre y cuando estemos ejerciendo un derecho que creemos propio (y que sin embargo es heredado de nuestros padres). El resultado es que en nombre de la libertad, estamos atentando masivamente contra la libertad que se persigue. La fuerza no está en el contenido, sino en la masa, y esa cantidad es la que acaba legitimando falsamente cualquier reacción contestataria.

No quiero decir sino lo que digo: que esto sucede porque no conocemos ni tenemos ya necesidad alguna de conocer; lo que podría explicar, a cierta distancia, la flagrante conversión de la cultura en un producto de entretenimiento. Me atrevería incluso a decir que si fuera posible mesurar el planeta en porcentajes, sólo el 1% estaría dispuesto a cambiar el mundo y el resto, bueno, el resto seguiría reivindicando sus derechos desde el salón de su casa, se sobreindignaría; otros, los más televisivos, continuarían vendiendo su vida y dándose una importancia fantasmal aunque fueran las últimas cucarachas sobre la tierra; y mientras, los de más allá, otros que siempre son legión, seguirían ganando dinero a costa de una industria que ha hecho del ruido un fenómeno rentable y (este también) globalizado. El fenómeno de la globalización está causando daños irreparables. Basta con tomar el ejemplo de la ecología para darnos cuenta de que, en una época como la nuestra, pródiga en prefijos como “orgánico”, “bio”o “eco” (religión para muchos de los aquí presentes), la ecología, la verdadera ecología, la que no da homilías abstractas por Twitter ni estigmatiza la heterodoxia, sino que calla porque está actuando, ésta, digo, brilla por su ausencia. Lo vemos también en el espejo global de las redes sociales, donde no importa el significado último de las cosas siempre y cuando lo que se diga (o se exhiba o se venda) genere tráfico. Lo hemos vivido ya con las compañías telefónicas. ¿Alguien recuerda esa época —¿hará sólo diez años?— en la que hablar por teléfono nos costaba un susto a final de mes? Entonces hablar por teléfono era un privilegio; ¡hoy es gratis! La respuesta está en la misma palabra: tráfico. Et voilà. Qué tiene que ver Pasolini con todo esto, se preguntarán. Pasolini lo predijo todo cincuenta años antes de que aconteciera.

En la primera parte de este “Dossier Pasolini” hemos hecho un repaso sucinto de su obra, en parte también de su vida o al hilo de ella, pero hay mucho más detrás de las bambalinas. Es necesario hurgar un poco más en ambas porque, entre otras cosas, vida y obra acaban mixtificándose en una sustancia viscosa que conforma el sentido último de su razón de ser. Empecemos por Ragazzi di vita (1955), en cuyo telón de fondo: escenario inmovilista, plenos años 50, una Italia de posguerra con visos de aperturismo, la realidad insectívora de las borgate romanas, la inercia del desarrollismo, etc., hallamos la primera preocupación de Pier Paolo, su propia experiencia: cómo salir del fango del que uno proviene. Roberto Longhi, que veía cómo por entonces el poeta se malganaba la vida, puso las prensas de Paragone a su disposición para publicar “Il Ferrobedò” (1951), primer capítulo de algo que el propio Pasolini desconocía. En 1953 Garzanti, que ya le había puesto el ojo gracias al consejo de Bertolucci, le encarga el libro que, ahora sí, aparecerá en forma de novela dos años más tarde.

El argumento de la obra de arte se equipara así a las vicisitudes de la vida privada, corren paralelos, en una palabra: son la misma cosa. Y así sucede también con Una vita violenta y El sueño de una cosa, textos en los que el autor se embebe tanto de sus personajes que al final ninguno sabe qué o quién ha sido inspirado por el otro. En su pálpito humano, Riccetto (Ragazzi di vita), Tommaso Puzzilli (Una vita violenta), Accattone (Franco Citti) o Mamma Roma (Anna Magnani) son figuras humanas que encandilan espiritualmente el corazón de un Pasolini que, piadoso porque también él ha vivido el desarraigo y la marginalidad, siente en ellos la pureza de un ímpetu todavía intacto que está a punto de desaparecer. Los personajes sufren la misma revelación que sufre el autor al crearlos: el desvelo de la verdad, el tránsito del desencanto a la desilusión, y de ésta al desapego. Esta certeza fatídica —una caída inevitable que sólo poetizándose puede ser sorteada— es el primer motor constructivo del poeta.

Pasolini se sirve de la poesía para expresar —sacar desde dentro— la matriz profética de una misión que se confronta con la vida y acaba vertiéndose en ella, confundiéndose. Puesto que, si no se ha dicho hasta ahora, su obra es fino in fondo un vaticinio, un evangelio portátil incorregible y descarado, esa misión es el vehículo primario del movimiento, la fuente Castalia de su inspiración artística. Una peculiaridad que después ha revelado, con justicia, una riqueza casi inagotable de símbolos e imágenes. Su voz, sin embargo, permanece intacta. Es la voz de un eremita desesperado que le grita al mundo que nada es gratuito en el jardín del tiempo, que ya nada posee la ingenuidad que fundó la belleza en la tierra. Es la misma voz que arde clamando la extinción que está por venir, la que ama con ferocidad cada segundo de vida como si fuera el último; es el personaje misterioso que porta el mensaje hierofánico de Teorema, cuyo dislocante deseo sexual y libertario pone el mundo patas arriba por capricho y necesidad; o el joven caníbal de Porcile, loco e inalienado, desgarrador en su silencio, que pierde la cordura porque alrededor de él la vida carece de ella. Todos los personajes de Pasolini arrastran el signo poético de su tragedia. Y ésta inimitable forma de entender la realidad es el alarido que despedaza el cuerpo humano en girones de sangre para arrastrarlo a lo etéreo, al dolor de la idea. Tal como dice Accattone en un momento dado: “El mundo es de quien tiene dientes”.

Y Pasolini, dispuesto a partírselos, nos los regaló ardientemente para alumbrar este rellano impuro de la modernidad que tanto nos gusta y al que, en realidad, tan poca atención prestamos. Se las vio de todos los colores luchando contra ciertas convenciones, y quizás la primera fue la homosexualidad, tan condenada todavía en entornos rurales. Por eso el tránsito que lo lleva desde el Friuli a Roma es tan decisivo no tanto en su carrera como en su persona. En aquella “ciudad de Dios” de los años cincuenta conoce la libertad sexual y, con ella, la vida entera que ahora parece una exuberante granada de la que brotan pequeños frutos de color rojo infinito. Aun así, las acusaciones no cesan. Se podría afirmar, como dice Martellini, que absorbió el diálogo (Roma) en detrimento del monólogo (Friuli) y que aquella fue la primera piedra de su plenitud como artista. Tras las investigaciones jergales, el trabajo archivístico monumental, el registro y la mímesis con la periferia romana, llega la eclosión del cine.

A la vez que Longhi le tiende la mano para publicar un relato que después será el trampolín de su carrera como novelista, Giorgio Bassani lo introduce en el cine consiguiéndole el guión de La donna del fiume (Mario Soldati, 1954) y el de Il prigionero della montagna (Luis Trenker, 1955), y al hilo de ellos asesora a Fellini en los diálogos romanescos de las Noches de Cabiria (1956), haciendo para éste también el argumento y el guión de Notte brava (1959). Pasolini se vuelca por entero al arte, la cultura y la política. “Sexo, muerte y pasión política es a lo que entrego mi corazón elegíaco. Mi vida no posee otra cosa”, escribirá en Poesía en forma de rosa.

Supo intuir, mejor que nadie, que el cine era una herramienta del futuro capaz de cambiar el mundo. No se equivocaba, y así, pocos meses antes del asesinato, respondiendo a la pregunta de por qué no escribía poesía, declaraba con sencillez y pureza: “Porque he perdido al destinatario”. Pasolini ya no podía dialogar con nadie “usando esa sinceridad, cruel incluso, propia de la poesía”, predilecta para él porque a diferencia del resto de las artes, era “inconsumible”. Ese espacio vacío que dejó la ausencia de interlocutores, se transformó con el cine. Y es aquí donde habría que añadir otras filmaciones que Pasolini no concibió como películas, sino como documentos: diarios de rodaje, proyectos infructuosos, cortometrajes o entrevistas a pie de calle micrófono en mano. Son, entre otras, Sopralluoghi in Palestina per il Vangelo secondo Matteo (1963), Comizi d’amore (1965), Appunti per un film sull’India (1969), Appunti per un film sul immondeza (1970), Appunti per un’Orestiade africana (1970), Le mura di Sana’a (1971) o ese testimonio premonitorio y profético llamado La forma della città (1974). Hay en todas algo de poesía elegíaca y algo de pesadilla horrible. Como testimonio antropológico, memorial histórico o archivo rudimentario de la memoria, se palpa en ellas una extraña belleza que emana del fervor por alcanzar una verdad sin retórica, sin preparación, espontánea. La vida se desenvuelve sin acotaciones políticas, sin pies forzados, libre, desprejuiciada, virginal en cierto sentido. Su método de dar voz únicamente a los testigos —que después repetirían por analogía, para explicar curiosamente otras dos catástrofes humanas, Claude Lanzmann en Shoah (1985) o Svetlana Alexiévich en Voces de Chernóbil (1997)— es suficiente para certificar lo incertificable: que un mundo ha desaparecido y en camino hay otro que amenaza con destruirnos. “Sé los nombres, pero no tengo las pruebas”. Pasolini, como un astronauta que pone nombre a las estrellas, fue el primero en reconocerlo. Le dio el sobrenombre de “cataclismo antropológico”, pero se refería al consumismo. Equiparó fascismo y democracia porque, en esa forma de tragar y deglutir el mundo sin finalidad, ambos sistemas habían adoptado la forma de un monstruo que engullía la memoria. Esta idea, a la que llegaremos más tarde, es el eje que vertebra la radicalización de sus últimos años.

Por otro lado, y volviendo en el tiempo, la elección de escoger a un autor como Pascoli para llevar a cabo su tesis tampoco es casual. Pasolini conocía, además de la obra de Carlo Emilio Gadda, los estudios de Giacomo Devoto sobre el comportamiento del lenguaje y el fenómeno dialectal en Italia, y gracias a ellos reformuló la idea contracultural (idea que llevará a cuestas hasta los últimos años de vida) de sacudir la hegemonía del lenguaje normativo en favor de la riqueza lingüística del dialecto; lucha que se convierte en un propósito político dado que, en su conjunto, representa el espejo de la mercantilización del mundo burgués. En un encuentro en Lecce en octubre de 1975 (su última aparición pública), Pasolini retomó de nuevo estas ideas y pudo debatir con profesores y alumnos distintos aspectos sobre el lenguaje, la sexualidad, la política, la libertad o el consumo. En una de aquellas intervenciones, dijo que existía “la necesidad de luchar contra este nuevo fascismo que es la centralización lingüística y cultural del consumismo” (las cursivas son mías). Recogido en Volgar’eloquio (publicado póstumamente en 1976 y traducido en España como Vulgar lengua), Pasolini encontró el momento para abjurar de su Trilogía de la vida —creía que la libertad sexual que defendió en esas películas contribuyó a alimentar la máquina consumista— mientras exhortaba a la resistencia contra cualquier forma de hegemonía cultural. Fue tan coherente como contradictorio, y de ahí tal vez ese famoso aforismo lapidario con que abría las puertas del abismo: “La muerte no está en no poder comunicar, sino en el hecho de no poder ser ya comprendido”.

Cabe recordar, entre sus polémicas más ruidosas, aquella de Roma en marzo de 1968, cuando se produjo un enfrentamiento entre agentes de policía y grupos de jóvenes que se manifestaban por la libertad. Frente al ideal obrero que representaba para él la policía, Pier Paolo publicó un poema acusando a toda la clase estudiantil de “niños de papá”. Después vino la oposición al aborto y los aplausos del Vaticano. Perplejos, diversos intelectuales se pronunciaron. Tal fue el caso de Giorgio Manganelli, que desde el “Corriere della Sera” creía reconocer en Pasolini a “un sociólogo que, tras pasionales y discontinuos estudios jurídicos, haya descubierto (y amado incautamente) la literatura a través de unos autores indiscriminadamente desaconsejables, como es el caso de Giovanni Papini, Luigi Russo o el último Pier Paolo Pasolini”. Esta elocuencia de Manganelli cargada de maldad (convertir a Pasolini en lector de sí mismo) nos ofrece en parte la imagen que muchos contemporáneos tenían de él: alguien pagado de sí mismo. Pero tampoco dio muestras de haber comprendido del todo el mensaje de Pasolini. Éste no defendía el aborto porque se aliara con la masa (“mayor órgano de represión”) sino por la idea arraigada de la fase “prenatal”, único momento en que el feto duerme y se alimenta de los jugos maternos; para él, por simplificar, ese estado de inmersión en las raíces de la vida representa la fase más crucial en el desarrollo de un ser humano, y negarla equivale a contradecir la propia existencia. Pasolini fue víctima de su tiempo. Y de la misma manera que hoy puede parecernos sorprendente, de haberlo vivido hoy, es probable que hubiera tomado otra postura. No deberíamos encasillarlo ni defenderlo incondicionalmente por ello; pero conocer las razones de un desacuerdo sigue siendo el mejor modo de hacer justicia al tiempo de la historia.

Con todo, el mundo ha reducido a escombros el alma de uno de los mayores intelectuales que nos ha dado el siglo XX, ha olvidado los preceptos del que fue probablemente el hombre más corajudo de toda la centuria pasada y no ha perdido ocasión para burlarse de su figura pública como homosexual, comunista o filocristiano. Por todo ello es necesario verter un jarro de agua fría sobre el rostro de la actualidad y hacerla comprender que lo peor no es la desmemoria hacia un personaje como él, sino la incapacidad de no poder reconocer un nuevo Pasolini entre tanta mediocridad impuesta y complaciente si hoy apareciese alguien de una luminosidad semejante; y hacerla consciente de la estupidez rocambolesca por la que ninguna de esas obras con las que algunos se llenan la boca (y que hoy estarían en un cajón cogiendo polvo) sería posible ante tanta corrección y tanta censura. Tal vez ha llegado el momento de preguntarnos hasta dónde hemos llegado con tanta modernidad y si dicho progreso está haciendo más humana la vida. Esa es la pregunta que él se hizo durante treinta años. Escuchando el Vedo il mio corpo crocifisso de Ennio Morricone uno tiene la sensación de que todos hemos sido cómplices de su asesinato. Qué importa ya si las luciérnagas no iluminan la tierra cuando nosotros no podemos llorar a los muertos sin sentir vergüenza.

Fuente: «Dossier Pasolini» https://www.ajoblanco.org/blog/hace...

Portada: retrato de Pasolini por Sandro Becchetti (Centro Studi Pier Paolo Pasolini a Casarsa della Delizia)

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia

Fuente con fotografías: https://conversacionsobrehistoria.i...

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