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Nos sobra el cuerpo

Jueves.8 de febrero de 2018 291 visitas Sin comentarios
Pedro García Olivo, en Facebook. #TITRE

No es un cuerpo lo que los occidentales arrastramos de un lado para otro.
Es, en primer lugar, un mero soporte de las más diversas, y siempre paradójicas, industrias bio-políticas, con todo el aparato de producción y de consumo en que se fundan...

Industria «cancerígena» de la alimentación.

Tan orgullosos de nuestras celebradas «revoluciones» (revolución científica, revolución demográfica, revolución agrícola, revolución industrial,...), los euro-norteamericanos tenemos que reconocer que nos equivocamos históricamente en lo más importante, en lo más básico: la nutrición. Perdimos la capacidad de cultivar nuestros propias viandas. Y ya admitimos que esta civilización expansiva y solipsista, de la que somos a lo sumo «hijos revoltosos», nos llevó a alimentarnos, cada día más, de pequeños y de grandes venenos; sabemos que tenemos un cuerpo labrado por la toxicidad.

Industria «envilecedora» del vestir.

Para cubrir el cuerpo, empezamos a recurrir sistemáticamte a esos «uniformes difusos» suministrados por las marcas y otros mercaderes de trapos. De entre nosotros, no pocos se complacen en realizar «publicidad gratuita» de esas empresas (que, en sus «talleres del sudor», explotan impunemente mano de obra infantil) y lucen con arrogancia cínica los logotipos ignominiosos. Nos robaron la posibilidad de confeccionar nuestra ropa, y tapamos hoy nuestro cuerpo con elaborados que nos envilecen.

Industria «sepulcral» del alojamiento.

Decía Baudelaire que las casas modernas eran «pequeños ataudes con ventanas». Y tenía razón, solo que esos sepulcros han llegado a hacerse extraordinariamente confortables. En ellos, el cuerpo se enmohece. Las «casas inteligentes» que se proyectan para el futuro sancionarán nuestra máxima estupidez: de tan cómodas, solo tendremos una cosa que hacer en ellas -echarnos a dormir, echarnos a morir.

Industria «enfermiza» de la salud.

Colonizado el cuerpo por los nuevos eclesiastas de la «ciencia médica», nos hemos erigido en unos devoradores compulsivos de drogas insalubres. Perdonamos a las farmacéuticas sus crímenes sonrojantes y medicalizamos nuestros órganos bajo la esperanza grotesca de fallecer un poco más tarde. Todo vale a cambio de «alargar la esperanza de vida»; y muy pocos nos preguntamos qué vida queremos vivir y si vale la pena una vida tan larga y sin espeanza. De ahí que hayamos forjado, al fin, una «sociedad de zombies», de muertos-vivientes, de espectros cadavéricos, con unos corpúsculos medio de síntesis, que ya no quieren morirse «ni por solidaridad».

Industria «sedentarizante» del transporte.

Nuestros cuerpos pasan de la silla o de la cama hogareñas al banco de la parada de bus o del metro. De ahí, saltan al asiento en el colectivo o en el vagón. Finalmente, paran en el estacionamiento que se nos asignó en la oficina o en la planta. Como denunció Illich, los servicios de transporte no se diseñaron para que pudiéramos mover el cuerpo, usar las piernas, desatar nuestra energía física, sino para que se nos trasladara, como mercancías estancas, paralizadas y paralizantes, de un punto de explotación a otro.

Industria «patético-consoladora» del deporte y del ejercicio físico.

Al mismo tiempo que las ciudades se constituían en verdaderos crematorios del dinamismo corporal, con sus sistemas de locomoción a pie de casa, sus escaleras mecánicas, sus obstáculos para el desplazamamiento en bicicleta, etcétera, negocios como los clubes deportivos y los gimnasios acudieron para hacernos creer que, pagando por ello, podíamos «recomponer» el cuerpo... El mismo sistema que nos robaba nuestra potencialidad física se postulaba ahora como restaurador del daño, siempre por las vías del mercado y discriminando socialmente. Pero mata de risa observar a esos privilegiados pedaleando en unas bicicletas estáticas, privándose por tanto del aire libre y del paisaje, o corriendo por unas cintas ridículas para cansarse sin llegar a ninguna parte. No todos los consuelos son patéticos; pero este sí, y de un modo muy plástico.

No, no es un cuerpo este fardo informe que nos cansa, no nos sirve, ya no aguanta y del que tampoco podemos desembarazarnos. Es, en segundo lugar, un amasijo inútil de vísceras, carnes y huesos; una masa atrofiada y descuidada; una cifra del desvalimiento y de la impotencia física y psíquica. Yo, que me las daba de un «hombre en forma», por los ocho años que me conocieron como trotamontañas, al frente de un rebaño de cabras, y por mis supuestamente equilibrados hábitos alimentarios, caí de mi cielo cuando me descubrí absolutamente incapaz de desplegar la actividad física de los niños y de los ancianos de Juquila Vijanos, comunidad indígena zapoteca en la que residí y donde las gentes sí tenían cuerpo...

El capitalismo occidental acabó primero con la «comunidad fuerte» allí donde logró atisbarla (el apego al territorio, el vínculo clánico o familiar, las organizaciones comuneras tradicionales,...). Luego, o la par, canceló la posibilidad de una genuina autonomía individual y de grupo (aprendizaje automotivado, autogestión de la salud, justicia consuetudinaria, elaboración particular de la propia opinión, desplazamiento personal,...). Por último, nos robó el cuerpo, o logró que lo perdiéramos, ratificando nuestra máxima inhabilitación, debilidad psico-somática y dependencia de los servicios surtidos por la Administración o las Empresas.

Así que no, no es un cuerpo esto que los occidentales arrastramos de un lado para otro. Este bulto absurdo, este lastre perpetuo, casi parece más un campo de tiro. Un campo de tiro del Estado y del Mercado...

Pero no es inimaginable el proceso de «recuperación del cuerpo», paralelo a un dar poco a poco la espalda al comercio y a las instituciones. Siempre cabe avanzar por la vía de la independencia y de la autogestión. No es impensable una persona empeñada, de forma consciente, casi programática, en hacerse la vida cada día un poco bastante más incómoda -es decir, más libre.

Porque cada vez que he tenido la fortuna de salir de mi propia formación cultural, he tropezado con gentes que sí disponían de un cuerpo, que conservaban admirablemente su condición física particular. Una astucia indescriptible, una sabiduría ancestral, les había llevado a protegerse con firmeza de las «comodidades» y demás «molicies» capitalistas, y a mantener a raya las industrias bio-políticas que han hecho de nosotros, los occidentales, unas muy tragicómicas marionetas del látigo y del vil metal.

Con Awka

www.pedrogarciaolivo.wordpress.com

Imprecaciones desde el Alto Juliana, paraje del monte público de Sesga, Rincón de Ademuz, Península Ibérica.

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