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Mustafá

Domingo.30 de diciembre de 2007 800 visitas Sin comentarios
Capítulo 6º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

Ver reseña y capítulos del libro “Historias desde lo Alto de una Noria”


Serían las cuatro de la madrugada cuando terminé de desmontar el chiringuito. Subí al furgón y salí del pueblo con la intención de dormir en una poza cercana que conocía pero estaba excitado y sobre la marcha decidí continuar carretera adelante. No hay terapia mejor para relajarse tras una trepidante noche de verbena que conducir un buen rato por alguna carretera desierta de montaña. Al poco ya tenía de nuevo la cabeza en mis asuntos, en mi rutina, en mi soledad. La experiencia me advertía de que quizás en un
futuro mi relación con todo este mundo acabaría convirtiéndose en un lejano recuerdo cada día más difuso pero la experiencia es a veces fraudulenta porque te induce a caer en el error de creer que lo esperado no será
diferente a lo vivido. Cuando empezó a clarear me detuve en la primera fuente que encontré. Me preparé la cama de cualquier manera y caí redondo.
Dormí de un tirón hasta que un sol de justicia amenazó con derretir la chapa
del furgón. Me acicalé un poco y tras ojear un pequeño libro de rutas que
llevaba en la guantera bajé al llano.

El llano era para mí un cruce permanente de caminos, un ir y venir de
historias y personas, un eterno reencuentro. Para un ambulante como yo bajar
al llano significaba además hacerte visible, exponerte a que cualquiera te
reconociese. Buscaba un sitio para comer cuando descubrí aparcada en el
estacionamiento de una venta la Ford Transit roja de mi amigo Mustafá. Me
detuve al instante. Mustafá era un sirio al que conocía desde el principio
de los tiempos, cuando aún éramos cuatro los hippies que habíamos decidido
unir nuestros destinos al de los feriantes y charlatanes que ahondaban desde
siempre los polvorientos caminos de nuestra festiva geografía. Había venido
a España a estudiar medicina pero un año en que le escasearon los recursos
no tuvo más remedio que ponerse a vender. Al principio en el metro -me contó
una vez- hasta que a través de la red de cercanías logró saltar a las
fiestas de los alrededores de Madrid. Tanto le gustó la experiencia que al
poco ya se había comprado una furgoneta y se adentraba insaciable por el
entramado de rituales y ceremonias de la España profunda. Su España. La que
fue de sus antepasados casi tanto como de los míos. Fiesta a fiesta fue
Reconquistando su territorio, recuperándolo de su memoria histórica,
aposentándose en él. Yo le conocí un día de primavera en que decidí perderme
de romerías por los intrincados valles de los Montes de León y durante las
dos semanas que anduve de ruta junto a él, montando el chiringuito junto a
él, tomando el cafetito junto a él, durmiendo cada noche furgoneta contra
furgoneta, ermita tras ermita, y pasando juntos cada día un frío que pela
aún sin perder detalle de las peculiaridades de las gentes del lugar,
durante aquellos días, digo, tuve siempre la extraña sensación de que aquel
viaje estuviese deliberadamente calculado por alguna suerte de dios
conciliador que nos hubiese conducido a aquellos montes a recuperar en el
tiempo la unión ancestral de nuestros pueblos.

- Mustafá, -recuerdo que le pregunté en una ocasión- ¿Qué es lo que más te
satisface de la venta?

Y Mustafá entonces, irguiéndose solemne como si tuviera largo tiempo
meditada la respuesta, me contestó:

- Cuando me siento al volante de mi furgoneta con toda la carretera por
delante. Entonces -continuó mientras movía sus brazos a modo de aleteo- me
siento un pajarito.

Así era Mustafá. De gran corpulencia, mirada penetrante y profusa barba gris
había adquirido merecidamente gran predicamento entre todo el mundo árabe de
la venta que lo respetaba unánimemente como su verdadero imán en el
destierro.

Cuando me vio entrar en el comedor se levantó sonriente de su asiento
haciendo aspavientos para que lo reconociera. Nos abrazamos. Compartía mesa
con dos compañeros que al ser presentados me saludaron respetuosamente.
Hablamos animados, mientras comimos, de la gente que conocíamos, de los
nuevos acontecimientos... recordamos viejas anécdotas, reímos... hasta que
tras la euforia, como suele suceder en estos casos, la conversación se fue
intimando y súbitamente me sorprendí confesándome literalmente a Mustafá. Le
revelé que hasta ese día había creído en las verbenas de pueblo como lugar
de aprendizaje porque pensaba que se generaba en ellas algún tipo de energía
indescifrable; le referí también que había sentido intensamente durante todo
este tiempo la libertad de los caminos, la magia de las noches al raso, el
misterio de lo telúrico, el placer de compartir ilusiones con gentes de
culturas tan diversas convocadas sin duda por aquel rijoso dios a nuestra
hoguera para satisfacer la natural expectación de nuestras almas inquietas.
Que de todo ello había gozado y sacado enseñanza pero que había llegado a un
punto mi sendero, a un cambio de rasante, en el que había descubierto otro
horizonte que no era otro que comenzar a pisar en tierra firme, aquella
dimensión tanto tiempo olvidada, y que había comprendido al intentarlo que
era nuestro universo tan de fluidos, tan de sentimientos y vibraciones, tan
etéreo que eso no me lo podía ofrecer.

Mustafá escuchó toda la parrafada sin interrumpir y sus compañeros ni
pestañearon. Pero al mirarle un momento a los ojos descubrí en ellos un
punto de abatimiento que me partió el corazón. Yo no pretendía
desilusionarle. Ni siquiera entristecerle. Le consideraba uno de los
baluartes de aquel mundo; uno de los argumentos indispensables para que todo
su engranaje siguiera funcionando como debía. Y tuve miedo. Sentí entonces
que si algún día abandonaba esta singladura privaría a Mustafá de la ilusión
de vivir con la esperanza de encontrarme de nuevo como hoy, el día menos
pensado en cualquier inesperado lugar. Y sentí también que al hacerlo me
despojaría a mí mismo del soporte afectivo que durante tantos años me había
protegido de la lluvia y amparado en las noches de congoja.

Nos abrazamos para despedirnos como si nada.
Pero ambos nos sentimos entonces más hermanados que nunca.
Más incluso que cuándo compartíamos cielo durmiendo cada uno bajo su toldo.
O carretera conduciendo nuestras furgonetas como si fuéramos pajaritos.