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Mugre y brillantina.

Domingo.6 de agosto de 2006 1676 visitas Sin comentarios
Consideraciones sobre ciertas destrucciones necesarias en el ámbito de la cultura y sus aliados (por Servando Rocha) #TITRE

La Felguera

Este texto es una diatriba contra la industria cultural y, por
extensión, de oposición a lo que hoy se expresa como arte y cultura. Se
interroga sobre las formas de acción que se pretenden radicales en este
terreno y, en último lugar, traza una cartografía que deberá destruirse
mediante su superación.

“Mientras haya nubes sobre Turín será bella la vida (...). Mañana tendré tiempo para encerrarme y apretar los dientes. Ahora toda la vida son las nubes, las plantas y las calles, perdidas en el cielo”

Cesare Pavese

Hace ya un tiempo la célebre actriz Winona Ryder fue captada por las cámaras de seguridad de un centro comercial en Beverly Hills mientras robaba unos pantalones de la marca Marc Jacobs y distintas prendas valoradas en más de cinco mil dólares. Inmediatamente, la noticia de su posterior detención dio la vuelta al mundo. En el juicio, la actriz compareció ataviada con unos pantalones de la misma marca que había robado para escuchar como era condenada a tres años de cárcel, una pena que fue finalmente convertida en libertad condicional. Impasible y con gesto serio, prometió ser buena y no volver a robar a los ricos. Meses después, Ryder fue contratada como modelo para una campaña publicitaria de la misma marca a la que había robado por una gigantesca suma de dinero. “La decisión es polémica, pero no en un sentido negativo. Además, ella es una gran clienta nuestra desde hace años”, comentó un alto cargo de la firma comercial. Marc Jacobs diseñó una campaña de fotos inspirada en las imágenes de la actriz robando en los grandes almacenes y siendo detenida por unos rudos guardias de seguridad. La campaña fue un éxito de ventas.

El fin del último romanticismo tras la derrota sesentayochista ha dado paso al revival y a lo que Roland Barthes definió como la neomanía, es decir, la obsesión constante por adquirir lo nuevo, la novedad. Eso llamado altivamente como “nuevo” se convierte en un valor de por sí, algo que debe ser poseído. No es que hace cuarenta años no existiera acaso esta preferencia, lo que sucede ahora es que la ingente producción de bienes culturales requiere públicos capaces de comprar distintas cosas y más que una fidelidad a un artista se le exige fidelidad al mercado, al mercado de la novedad. Y, bajo esta dinámica, el antiestilo representado por la estética trash y punk, apuntado muchísimo tiempo antes por románticos y futuristas, no dejó de ser otra forma de reafirmar el estilo y, en el fondo, la continua neurosis de un mercado cultural que marca cada propuesta con una fecha de caducidad. Por supuesto que en las distintas subculturas existieron otras razones y significados, pero quedaron y quedan ensombrecidas por el “estilo”. Lo trágico es que los productos se lanzan al mercado ya muertos y lo obsoleto se impone frente a la propia vida. Este huir a muerte hacia el pasado por parte de la industria cultural es parte de ese fenómeno al que se alude. Su única salida posible, la única que augura aceptables presagios económicos, está situada hacia atrás, en el pasado, en nuestro pasado.

La nostalgia, capaz de identificar un recuerdo vivido y relacionarlo con algún momento del presente, es nuestra percepción de que algún tipo de seísmo debe haber acaecido para este sucumbir. Cualquier “mala influencia” entra dentro del campo de la rectificación. Sin grandes esfuerzos, los mismos enemigos de ese proyecto hoy se presentan bajo la impronta de la rebeldía, mientras la radicalidad prima en todos los lugares en donde reina la dominación puesto que la misma cultura occidental vive de ella. En todos y en ninguno, por supuesto. Sujetos o no a este engaño, surge la consciencia de que la radicalidad de la industria cultural es la nueva marca comercial de lo realmente conservador. Y ello en tanto que esa mirada nostálgica no implica el arrojarse hacia el vacío protagonizado por los primeros dadaístas cuyo objetivo era “ trabajar totalmente en la oscuridad” (Grosz), puesto que se carecía de otra brújula que no fuera el escándalo anárquico, la total negación. En este sentido, esa oscuridad pudiera haber sido obligada, pero no es menos cierto que desearon expresar la negación al mundo bélico mediante el rechazo a la escena cultural y artística de su época.

Y estos ejemplos de garbo y furor, de mugre con brillantina, inundan la producción cultural. Diariamente e ilustrando las páginas satinadas de las revistas de tendencias la miserabilidad del mundo cultural y del arte se nos presenta tal y como es hoy. Tan sólo algunas voces arremeten contra esa industria pero, con excesiva frecuencia, mantienen la ingenua pretensión de que sin industria no habría cultura y arte. Y, en su superficie, la rebeldía. La industria cultural acepta la supuesta indocilidad de Madonna sin más aspavientos y ello es así en tanto que ella no deja de ser el sueño liberal de Occidente: una mujer madura, competente, competitiva, siempre atractiva, capaz de ser una inmensa empresaria (1) y no eludir en ningún momento las potentes luces y el glamour. Estas indicaciones son las mismas a las que se dirige la vida en la aspiración de la abundancia. Madonna o el último reproductor de música que irrumpe en el mercado nos están hablando en base a un mismo lenguaje. La cuestión no es cómo lo hacen sino qué es lo que nos están diciendo. Ambos ejemplos, como iconos que han trascendido ya su carácter humano o tecnológico, ofrecen innovación, modernidad y elementos nuevos en una tímida sorpresa incapaz de cortocircuitar, pero con la posibilidad de que sintamos que el horizonte ha cambiado. Es más, son ya una consumación, una realidad, aunque ambos sean productos puestos en circulación.

“Todos los días, en los piquetes, se envolvía el cuello con las bufandas y pisoteaba la fría nieve. La capita de la niña estaba raída. Tateh se ofreció para colaborar en el comité de propaganda de la huelga y consiguió abandonar la calle para dedicarse a hacer carteles. Los carteles eran muy bonitos. Sin embargo, al encargado no le parecieron adecuados. ’No queremos arte -le dijo el hombre-. Queremos algo que despierte la indignación. Queremos mantener el fuego encendido.”

E.L. Doctorow “Ragtime”

Hemos de obrar con sumo cuidado. Dirigir esta diatriba, tal y como muchos otros han hecho, contra la descomposición del arte y la cultura conlleva, igualmente, una invocación o un recuerdo a algo que fue o pudo haber sido en el ámbito de la cultura y sus aliados. Comporta un valor positivo y ello puede ser cierto, pero no es un deterioro progresivo el problema que se plantea, sino que su razón esta en el mismo mundo que habitamos. La visión actual de la cultura es la misma visión de ese mundo transformado en pesadilla y ausencia. ¿Qué podemos salvar de la cultura actual si aceptamos esa descomposición? más adelante me referiré a ello con mayor detenimiento.

Resulta elocuente el gesto de la provocación anticlerical en el caso de la cantante y empresaria Madonna. Cuando la propia industria es capaz de resistir los envites de una eventual censura, las estrellas y el star system se lanzan a la aventura de lo que se llama “descaro” y que inunda las portadas de revistas tan perecederas como banales. La Iglesia dice ser su objetivo, pero su propósito es otro. Es fácil atacar algo cuando el mercado se muestra capaz de impermeablizarlo pero, en cambio, resulta más complicado acometer a la misma industria. Y ello es así porque la industria cultural es la ejemplificación máxima del empresariado capaz de mutar, de recorrer sus pasos, de volver sobre sí mismo y de cambiar de tercio fugazmente. Ese tipo de empresario se adapta porque aprendió la lección de que los jóvenes que sobreviven a mordidas en las grandes urbes también necesitan su estética. El yuppie (2) se eleva como el ciudadano del futuro, el único e incuestionable superviviente. Ese discurso, inherente a las acciones de los iconos de la cultura de masas (Madonna, Bono, etc) son el resultado lógico de esa confrontación histórica, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, entre la industria cultural y el poder establecido. La cuestión se plantea como un imposible. ¿Cómo se puede plantear un combate de este tipo cuando la cartografía es la misma, se resuelven las diferencias en términos de “productos” o se es parte de el mismo vaso comunicante? ese choque no escapa de unos concretos límites y reproduce el rol del artista, es decir, a veces el enfant terrible, otras veces el guerrillero o igualmente (hasta finales de los cincuenta y, curiosamente, también desde los años noventa del siglo pasado) el expreso puritanismo. El discurso parece sencillo, pero las relaciones -inmensas, continuas y que se retroalimentan- entre la economía, las grandes empresas y la industria misma y el poder establecido hacen caer el velo y se nos muestran entonces como dos partes de un mismo propósito.

Pero palabras como antes y ahora han dejado de tener un significado real, porque todo se resuelve en el ahora. Si Frederic Jameson afirmó la supremacía del pastiche y su eclipse sobre la parodia, hoy la realidad no deja de ser hiperrealidad. El histerismo parece producir las imágenes de este mundo, a veces de forma gratuita, y las produce siempre de forma extremadamente rápida e histriónica. Todo pasa muy rápido y hay que ser muy hábil si se quiere ver algo. Si continuamos con Jameson debemos, igual que él, preguntarnos si acaso ¿podemos realmente identificar algún “momento de verdad” entre los más patentes “momentos de falsedad” de la cultura posmoderna? esta devaluación de lo que fue algo realmente vivido y sentido y como expresión, precisamente, de ese extrañamiento, lo podemos encontrar en la inicial aventura del collage a partir de, por ejemplo, los dadaístas. Hoy el collage no pretende expresarse en contra o sobre ese extrañamiento (sentirse ausente, desplazarse) sino que es, al igual que el resto de prácticas artísticas, una contemplación, a veces crítica (si se quiere), de esa separación.

La industria cultural, hoy más que nunca, no está sirviendo para conectar nuestro presente con nuestro pasado, para servir de conexión con el mundo. No nos engañemos. Cuando el poder de la imagen, el triunfo absoluto de ésta sobre el significado, se disocia de todo lo demás y se muestra como algo aparte y autónomo, la cultura no deja de ser la última expresión del status quo de la clase dominante porque es ya únicamente información fragmentada. Igual que la perversión que convierte a las mercancías y a las obras de arte en algo bello por el bien del mercado, la cultura funciona de esta misma forma. Lo religioso y lo moral se confunden. Algo será bello y bueno si el propio mercado lo bendice de esa forma y su contrario opera bajo la misma fuerza. ¿Quién puede vencer a esta publicidad? incapaces de apartar la mirada de las pantallas de televisión que nos informan desde el subsuelo, en el metro, y de las grandes vallas publicitarias que agotan nuestro tiempos muertos (al esperar el autobús) la propaganda hace su juego, desata el señuelo y nos pretende emocionar, porque sin una implicación emocional la industria cultural jamás podría imponerse. El deseo es un elemento clave para la neomanía.

“Pelearemos en las calles con nuestros hijos a nuestros pies y la moral que veneran habrá desaparecido”

The Who “Won’t get fooled again”

La radicalidad en el arte y la cultura es una idea falsa, pero también estéril, ya que pretende ser aquello que no es ni desea serlo. Ejemplos hay muchos, más allá de la imagen de un Bono autoconvertido en portavoz de los chicos buenos que desean la paz tras veinte años antes financiar al IRA (quizás su gesto más radical, con diferencia). El hecho de que un miembro de la banda de rap Wu Tang Clan (3) fuese detenido acusado de robo en una zona residencial tan sólo varias horas después de recoger su premio Grammy, no deja de ser un ejemplo de algo aún más grotesco si cabe. El mercado ha asimilado las formas y el modo de vida que coquetea con la semidelincuencia, con aquella forma de rebeldía social del precoz delincuente, sobre todo en ciertos estilos en los que se imita la frescura de sus orígenes. Resulta innegable que una biografía de este tipo vende y ello es así porque ese antiguo delincuente ahora ya no lo es y porque representa el hecho de que hasta el más pobre puede alcanzar el cielo. Y, sobre todo y ante todo, porque reafirma una idea fundamental: la aspiración situada en términos económicos. Da igual que un determinado juego en el que se promete una abundante suma de dinero esté amañado. Lo importante es la aspiración, el anhelo último, el sueño construido. Si la industria cultural gira en torno a la relación entre fan/artista no podemos más que afirmar que admirar y ser admirado forma parte de la misma cadencia. Autoexpresión, placer... pero también el sueño de ser protagonista (al fin) de algo. Admirando se está mas cerca de ser algo (ya ni tan siquiera alguien), porque el objetivo es casi palpable, existe, y es capaz de entrar en una dimensión moral.

La iconografía de la industria cultural es, por supuesto, ilimitada. Artistas banales se presentan como los portavoces de toda una generación, rivalizando en un puesto tradicionalmente reservado a actores y cantantes . No obstante, hoy personajes como futbolistas o cocineros de la high cussine rivalizan ese lugar. Estos últimos hoy son las nuevas estrellas pop. Los futbolistas han logrado lo que hasta ahora resultaba inédito: su propio estilo. Han creado gestos y han definido la imagen del espectador, es más, han creado audiencia dentro y fuera de su escenario. Pero ellos no son sino el resultado de un largo proceso. Con la aparición del llamado “estilo”, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial, en donde los jóvenes se convierten también en destinatarios de la publicidad en forma de objetos y fetiches de consumo, cualquier forma de desafío cultural al establishment se plantea como un elemento más en la posibilidad, o no, de ser integrado. Igual que el local comercial capaz de reciclarse y tras vender puros convertirse en licorería, la producción cultural funcionó y funciona de la misma manera. El futbolista, por lo tanto, se adapta hoy a ese nuevo estilo y pelea por estar. Inclusive con la edad a cuestas, toda vez que cuando llega a la treintena empieza ya a sentirse fuera del circuito, es decir, se es viejo. La industria cultural ha generado unas reglas aún más rígidas. No admite los errores, porque no está para eso, es decir, para la promoción de la cultura, sino que vive de ella y, por lo tanto, la competencia es todavía más dura que antaño. Aquello que promociona se expresa en términos de formatos, productos y lanzamientos. Aún así, no opera sobre un abstracto, sino que se impone sobre realidades y, por ello, se rodea de equipos de técnicos (publicistas, financieros, etc) para que sepan interpretar esas realidades.

El contexto sobre el que opera la industria cultural es parte de ese mismo pastiche o, más concretamente, se opta por decir algo para no decirlo todo. Al igual que en cierta literatura gótica o cyberpunk en donde la acción se desarrolla sobre una realidad difícil de ubicar histórica y geográficamente (4), la industria cultural es capaz de introducir elementos caprichosamente para que estilos como el punk, trash, neogótico e, inclusive, estilos de exaltación de la virginidad y la inocencia, convivan plácidamente. A diferencia de estas nóvelas, el mercado deshecha la fantasía porque debe ofrecer algo percibido como real y accesible. Si en el mundo cyberpunk de universos distintos y de estructuras mutantes que se elevan en el no-espacio la acción se desarrolla buscando la superación de todo vestigio de lo que hoy se conoce como mundo, es decir, se dirige hacia delante y se enfrenta (negándolo por medio de su superación) al pasado, el pastiche persigue reafirmar la pobredumbre del sistema vigente. No desecha nada porque todo lo integra. Crea repeticiones y es reaccionariamente reconocible como un sucedáneo de sabor mal logrado. El producto es finalmente completado mediante una infumable mezcla de aspiraciones y tendencias. Se individualiza y se presenta como el nuevo estilo.

Esa necesaria modernidad de las formas culturales abarca desde lo estrictamente político a las formas en que se expresa hoy el ocio. Del consumo aparentemente pasivo, la industria en constante transformación ha importado los reality shows o la telerrealidad y anuncia que en ellos se participa. Pero espectador y participante son dos conceptos imposibles, o se es uno o se es otro. En cambio, ahora se nos dice que la participación atraviesa los cables de alta tensión, las carreteras y avenidas, hasta los tabiques de nuestras casas para penetra en éstas, para hacernos partícipes de ello. Y, además, en el plató se participa también. Nunca faltará audiencia para tales ridículos espectáculos. De la ficción, se nos dice, ahora podemos presenciar a actores que no son tales, que son personas reales. Tal juego de manos es, por supuesto, atractivo, ya que desplaza la atención hacia una permitida invasión del espacio privado por medio de un voyeurismo desde casa. No obstante, resulta elocuente que, junto a este primer elemento, la industria necesite el forzar dichas situaciones. Esos personajes son, frecuentemente, sometidos a situaciones anormales y ajenas a lo que ocurre a cada uno de los espectadores. La “realidad” debe manipularse bajo el convencimiento de que nuestras vidas son demasiado aburridas como para ser mostradas tal y como son. Esa anormalidad nos ayuda a decantarnos por alguno de los participantes, por convertirlos en personas morales. Como no podía ser de otra forma, tales programas se estructuran bajo la noción de competición y triunfo. Es decir, bajo las mismas medidas que gobiernan la vida fuera del plató.

No nos hagamos ilusiones, cuando la industria cultural queda relegada a un mero papel de comunicador de una forma de entender el mundo, la dominante, su opuesto no puede ser otra cosa que su propia destrucción. Esa nueva mano de pintura de ciertas formas culturales presentadas como transgresoras no deja de ser otra expresión más de esa misma cultura (5). No se trata de entrar en el circuito de la industria cultural, ya que todo lo que se convierte en mercancía se transforma en parte de la misma industria. Por supuesto, hay diferencias. Pero esas diferencias son pequeños islotes de resistencia a una industria voraz e incluso caníbal.

Con el transcurso del tiempo, ciertas formas culturales como el lector y perseguidor de libros de segunda mano o el comprador y coleccionista de vinilos formarán parte de una minoría de personas movidas por pasiones que son minoritarias. Formarán parte de un club situado en algún punto de algo marginal y escaso. Y ello si esta premonición no es ya una realidad. El ejemplo mayor lo podemos encontrar en la progresiva desaparición del artesano, de lo mediato. El pequeño tendero de libros es engullido por la cadena comercial y, por supuesto, no se anda descaminado cuando ante la desaprobación de esta aniquilación alguien responde con un escueto “así son las cosas”. Industria implica movimiento, circulación y la industria cultural hoy en día es, posiblemente, la más rentable de todas.

El problema para la industria cultural no es la supuesta crisis en ciertos sectores (libros, discos, etc), sino que ahora, para mantener la misma infraestructura, es necesario producir, crear compulsivamente obras de arte devaluadas, eso sí, pero anunciar futuros éxitos o, cuando menos, vender menos de cada producto pero producir mucho más y de forma regular, constante y frenéticamente, algo que hace que la última estrella sea, en realidad, la penúltima. Siempre habrá entretenimiento porque se ha asimilado con demasiada ligereza cultura con diversión y diversión con lo que se entiende hoy por ocio de masas. Ese derrumbe hoy criticado de la industria cultural, en lo moral que no en lo económico, no es el anuncio de una (necesaria) destrucción, sino más bien todo lo contrario, toda vez que “lo que parece decadencia de la cultura es su puro llegar a sí misma" (Adorno).

Hasta ahora hemos apuntado ese derrumbe. Hemos trazado una breve cartografía de algo que ya es percibido por todos. La diferencia es que unos lo ven como el inevitable devenir del mundo y otros se encuentran dispuestos a cruzar el umbral que les hace abrazar la aventura. Ahora es el turno de los bárbaros, de nuevo. La rebelión y el gesto antisocial no es aquel que se opone a la totalidad del sistema porque si. La verdadera revuelta se expresa de este modo porque siente la gran ausencia, la pérdida de la libertad y de los deseos sin colmar. No desea esperar, porque es consciente de que nuestro tiempo se acaba. La radicalidad, acaso, en el arte y la cultura, se expresará mediante la completa y violenta falta de reconciliación con su presente, con el mundo tal y como ha sido encontrado y contado. Nos acercamos, de este modo, al mejor Ionesco, para quien este tipo de artista es “un enemigo en el interior mismo de la misma ciudad que se encarniza en dislocar”.

La miserabilidad del artista es notable. Obligado a coexistir con la incesante fábrica de aprendices de Warhol y resucitadores del pop art y el neodadaísmo, deberá cambiar bruscamente el timón para sentar las diferencias. La realización de la vida en la esfera de la cultura actual no deja de ser un ejercicio de abyecta complicidad. Al menos si esta se realiza bajo la complacencia. Y complicidad implica responsabilidades tan extensas como las que abarcan las amarillas páginas de cualquier periódico en su sección de sucesos. No es sólo la afirmación de que en el arte y la cultura actuales no puede encontrarse más que repetición, aburrimiento y banalidad. Desafiar al futuro supone negar también la decrepitud manifiesta de eso llamado “arte moderno”. Y aunque el arte que se dice “experimental” pretenda adelantar alguna nueva luz en este campo, hoy no deja de ser la triste visión de artistas buscando algún titular o una reseña. Ya no experimentan sino que son especialistas. Se han transformado en algo distinto, son aburridos y previsibles. El arte moderno deberá ser engullido por sí mismo y en sí mismo. A ello se le tiene que atribuir un papel clave a los revolucionarios, los cuales tendrán que hurgar en la herida. Deberá ser algo distinto, un cambio hacia un estadio superior. La única respuesta está en una transformación radical del aspecto y del significado que se otorga hoy a la música, la arquitectura o la pintura (6). Los ingenios y estructuras deberán volver a explotarse a sí mismas como las máquinas “suicidas” de Jean Tinguely que trabajaban por sí solas, se autodestruían y que llegaron a casi provocar un gigantesco incendio en un museo.

Para los fines revolucionarios la utilización de medios artísticos tan sólo debe apuntar a sus errores, debe visibilizarlos pero no ser un fín en sí mismo. Las miserias del medio artístico y de la cultura es que se encuentran expuestos a un sinfín de mediocridades y mediatizaciones, desde su puesta en circulación (comercialización e industria cultural) como en un hecho más grave aún, si cabe. Este hecho es que el resultado de ese trabajo, el producto último, la llamada “obra de arte” constituye un fin en sí mismo. La obra se separa del autor y del mundo y se muestra como un cadáver, un trofeo que tiene un precio, que vale dinero, que es adorado y que sustenta la religión de los críticos. El arte necesita las iglesias tanto como los cristianos y los pecadores. Y precisa, igualmente, de los nuevos sacerdotes: los críticos. El artista actúa como un ladrón que ha robado al mundo puesto que de éste ha tomado su inspiración, niega su ascendencia y, aún así, se cree por encima de todo. Para él, como no podía ser de otra manera, resulta incomprensible el incendio de las iglesias por los anarquistas en la Barcelona revolucionaria.

¿Tienen aún el arte y la cultura algo que decir? no, al menos bajo este mundo en donde la poesía no existe más que en escasas deflagraciones que operan caóticas, sin control alguno y que viajan de un lugar a otro y cuyos protagonistas son muy diversos. No obstante, debemos señalar una importantísima salvedad. Los creadores en el arte y la cultura -aquellos que aún reivindiquen la condición de artesanos- deberán lanzar el testigo tan lejos como sea posible, al menos lo suficiente para evitar la absorción y la recuperación. ¿Esto permite una inevitable esperanza en este discurso? cierto. Esta aniquilación antiarte pretende quizás una salida, pero ésta no debe nada al arte moderno o a la vanguardia actual. Ese arte radical al que me refiero deberá dirigirse contra todo y contra todos sin capacidad de negociar este último punto. Es decir, deberá dirigirse contra sí mismo. Su espontaneidad debe ser tan auténticamente vivida como sea posible. Deberá expresarse de tal modo que, llegado el momento, opte por voluntariamente autodestruirse. Los dadaístas supieron percibir su propio fracaso desde el mismo momento en que comprendieron que aquel supremo escándalo ya era un estilo, era previsible. La banda inglesa Crass también supo expresarse tan honestamente como para anunciar su separación ante la contemplación de su ineficacia como herramienta política (la guerra de Las Malvinas). Los abanderados de Hakim Bey (7) y su terrorismo poético estuvieron cerca. Merodearon el palacio pero no se atrevieron a asaltarlo. Negaron su capacidad de volver a realizar la poesía tras las bombas de la Brigada de la Cólera que lograron volver a dignificar la seductora mascara negra. Hay más ejemplos, sin duda. A estos intentos les faltó, al menos en sus secuelas y sus posteriores protagonistas, lograr la plasmación del miedo y el terror-arte. Quizás dijeron demasiado y se expresaron poco. No mantuvieron la tensión alcanzada por el estilo insurreccional de los situacionistas y ello porque no atacaron las emociones, aquel campo en que Lovecraft confesó que se debía “sugerir y decir apenas lo necesario”.

La historia recordará esbozos de una rebeldía con sabor a resaca pero, en cambio, olvidará los olores y sabores, lo auténtico. Nuestro pasado se construye de momentos vívidos cada vez más apegados a la industria del ocio. Esta generación contará su infancia haciendo uso de la tecnología, jamás la escribirá ni será artesana, será un técnico en algo, pero habrá olvidado el todo. La negatividad total, sin límites, virulenta, es el único camino, el más eficaz caballo de Troya sobre el que puede el arte expresarse, es decir, ser. Si pretende ser oposición no tendrá más remedio que negar la totalidad del edificio y precipitarlo en su caída, porque debe ser consciente de la necesidad y la urgencia de algunas destrucciones.

Servando Rocha
Colectivo de Trabajadores Culturales La Felguera

(1) Madonna, al comienzo de su carrera como cantante, compró y vendió en Los Angeles cinco enormes propiedades. Fue una de las mayores beneficiarias del “boom inmobiliario” del sur de California y vendió por una cuantiosa suma una de sus casa a Leonardo Di Caprio. En el año 2000, su mansión de 465 metros cuadrados fue vendida por 4 millones de dólares. De este modo, Madonna se hizo con una quinta mansión en Beverly Hills por la que pagó 13 millones de dólares. No sólo se ha dedicado a acumular una gran fortuna con la compra y venta de propiedades, sino que también ha desarrollado otras actividades empresariales.

(2). Sobre los orígenes de la palabra “yuppie” se ha de señalar que el que fuera enemigo declarado de Amérca, Jerry Rubin (1938-1994), y antiguo militantede los Yippies, fue el autor de tal idea según la cual la lucha había devenido en absurda desde el mismo momento en que losantiguos hippies, desertores, militantes, etc, ahora eran los médicos, abogados, empresarios y políticos. Rubin, tras su conversión al neocapitalismo, defendió una nueva raza de jóvenes que se adaptaban a los nuevos tiempos, autoemprendedores, ambiciosos y que aspiraba a ostentar parcelas de poder económico.

(3). Los orígenes de la mayoría de los miembros de Wu-Tang Clan son de carestía económica y guetización. Para la banda, el éxito significaba escapar de la pobreza. Muchos de ellos conocieron la violencia, el hecho de ser padres adolescentes, etc.

(4). La ocupación del puente abandonado se produce en el instante en que se abre una grieta en la planificación urbanística. Cualquiera de las soluciones supone un coste adicional no previsto en la política de la misma. Y esa noche la gente se instaló, sin más. Así, Gibson nos oferta una descripción premeditadamente apolítica de una ocupación de la necesidad; enfatizada, además, por un alevoso desinterés de anotar cualquier pormenor de tipo organizativo, por muy difuso que éste fuera. Pero la multitud estaba allí, esperando no se sabe qué señal de Gibson para actuar al unísono desde Oakland y San Francisco, para derribar los muros, saltar las alambradas y subir a las torres, de una manera similar a la surgida durante la autoorganización espontánea del motín. El puente <>; no era la única posibilidad que existía en el laberinto de caminos. Simplemente <> allí como una de las múltiples opciones que, de ser tomada en consideración, modificaría, con su caótica expansión, la planificación política urbanística. Mientras tanto, la policía quedaba atrás, no hay propiedad privada o útil que proteger, se encuentran fuera de la city y ellos obeceden, básicamente, ordenes <

(5). Ver nuestro panfleto “Ravachol vuelve. Respuesta a los aprendices de artista...”

(6) Según Adorno “alabar el jazz y el rock and roll en lugar de Beethoven no sirve para desmontar la mentira de la cultura, sino que da un pretexto a la barbarie y a los intereses de la industria de la cultura”.

(7). Hakim Bey ha sido autor de ideas tan maravillosas como las que ilustró en “Caos: los pasquines del anarquismo ontológico”. Acerca del Terrorismo Poético (TP) en dicho texto llega a afirmar que “una seducción exquisita -conducida no sólo por la causa de la mutua satisfacción sino también como acto consciente en una vida deliberadamente bella- puede ser el TP definitivo. El terrorista P se comporta como un estafador cuyo objetivo no es el dinero sino el CAMBIO”.