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Las cosas claras y el chocolate espeso

Lunes.10 de agosto de 2020 224 visitas Sin comentarios
Una polémica de ayer y unas lecciones para ahora. #TITRE

Juan Carlos Rois
Tortuga.

-** Que el chocolate es peste del dinero
así lo afirma el docto campanero
de la Iglesia mayor de Ponferrada
en cierto tratadillo de ensalada
que se halló en al archivo de Simancas
envuelto en unas servilletas blancas.
(Conclusiones sustentadas en la insigne Universidad de Vaciamadrid)

Durante la crisis COVID, en su etapa de confinamiento domiciliario obligatorio y reforzado gracias a esa especie de vigilancia global que se abre paso como nueva/vieja forma de presentir al Estado en nuestras vidas, no faltaron las noticias que nos indicaban cómo, entre los productos más demandados por la sociedad arrestada y ansiosa, uno de los más codiciados era el chocolate.

Tanto que, de alguna manera, y compitiendo con el vino, el papel de aguas mayores y otros productos de similar compulsión, dejaron ver las debilidades de nuestro sistema de consumo basado en la satisfacción de demandas prefabricadas de cosas innecesarias y permitieron atisbar cómo el gigante capitalista tiene los pies de barro y puede colapsar tanto por defecto como por exceso y al menor altercado consumerista, aunque la apariencia dice otra cosa.

El chocolate, ese manjar que a casi todo el mundo gusta (a mí, junto con otras golosinas y empalagos, no tanto) y que cuenta en su mitología propia con la atribución de propiedades afrodisíacas y sensuales, antidepresivas, de comunicación numinosa y, amén de atacar al colesterol «malo» y aliviar la flora intestinal, una pila mayor de beneficios físico-psíquicos que, no obstante, impugnan sus detractores, que dicen que engorda, lleva al vicio y a la perdición y, al cabo, a la fatal muerte, a cuyo mar, con o sin chocolate, los ríos caudales, chicos o medianos de la vida acaban por volcar sus aguas.

La disputa del chocolate no es nueva. Es vieja, a veces cómica, otras simplemente triste y siempre aleccionadora, aunque ha cambiado de contextos y los protagonistas, pues ahora son los nutricionistas, psicólogos, gastrónomos, parapsicólogos y agoreros del new Age los que opinan a favor o en contra del consumo del mismo (aclaremos que hablamos del chocolate de comer o beber, no del otro), pero antes era cuestión de curas y monjas, inquisiciones, canonistas, físicos y, cómo no, ortodoxia del poder.

Ahora la diatriba chocolateril es cuestión de ciencia y de realización humana, cuando antes era cuestión de ciencia hipocrática, teología y soteriología.

Al fin y al cabo, cuestión de discursos de poder inalterados y motivo de disciplinas sociales bastante funcionales por otra parte.

A sugerencia de un amigo, voy a escribir sobre dicha disputa. Digo esto porque, si el artículo no encaja en la línea editorial de este blog, la culpa la he de compartir con el mismo, incitador del desafío.

Me llama mucho la atención la serie de argumentos, a favor y en contra, traídos por los pelos muchas veces y casi siempre meramente emboscadas dialécticas con las que los teólogos de in illo tempore, disputaban, cual si fueran los políticos de ahora (una subcategoría teológica más bien de teología parda y chusca) en sus dimes y diretes. Vamos a verlo.

La primera noticia que tuve de la singular disputa del chocolate y de su extensión por academias y bibliotecas durante más de dos siglos (entre el XVI a mediados del XVIII) se la debo a un brillante artículo de Jiménez Lozano, sobrio y exquisito escritor por otra parte, publicado en El País en 1977, cuando empezaba mi afición por la prensa escrita. Luego, confusamente, tengo recuerdos de haber oído algo más, creo que principalmente referido al café y al tabaco, que tanto montan, cuando estudiaba teología (pecado que ya creo haber expiado a través de mis prácticas de olvido y la mortificación por tamaño dislate y por el paso del tiempo que todo lo cura) en los años 80. Si mi desmemoria no me falla, puede que en clases de «fenomenología del hecho religioso» del profesor y buena persona Juan Martín Velasco, gran maestro y, por cierto, fallecido en este mes de abril pasado.

Un poco de contexto

Parece ser que cuando Cortés y su dispositivo militar de proyección (perdonen el anacronismo en el uso del lenguaje) destruyó, civilizó y cristianizó a los aztecas, se topó con el cacao, que aquellos usaban como moneda de cambio, y con el chocolate, que se hacía como receta potable de aquel.

Se cuenta con una descripción que se le atribuye al susodicho Don Hernán acerca del «cacahuatl» (al parecer el nombre de la semilla del cacao) y del «chola´j» (que quiere decir algo así como reunión de personas), en la que el emperador depuesto lo bebía mezclado con chiles picantes, hongos y otras diabluras en copas de oro fino y que el mejunje tenía uso ritual, ceremonial o sagrado. Su cronista Díaz del Castillo cuenta algo parecido y da algún detalle más de la preparación «espesa y sazonada» y, sobre todo, de la costumbre de Moctezuma de beber quince o veinte tazas de esto antes de visitar a sus concubinas, derrotero chocolateril en el que de momento no vamos a entrar.

Fray Jerónimo de Aguilar, uno de los capellanes castrenses (de nuevo un anacronismo facilitador de la lectura) de aquella triste gesta, que además ejercía de faraute o intérprete del General Cortés (junto con Doña Mariana o «Malinche», luego tan afamada), le envió una pila de cacao a España a su amigo Fray Antonio de Alvaro, abad del Monasterio cisterciense de Santa María de la Blanca, conocido como Monasterio de Piedra y hoy, perdido su antiguo boato, parque temático de regular gusto.

Los monjes no apreciaron sus propiedades culinarias (no habría pasado tal si Don Alvaro Cunqueiro o Don Josep Pla, pongo por caso, hubieran sido abades en aquel trance, que porte y conocimientos tenían para eso y más), ni gustaron los frailes de la receta del chocolate que les proporcionó su correligionario y, como el fruto les pareció amargo y áspero, le dieron una función medicinal y purgativa, como al ricino o las lecturas de santos y mártires.

Así y todo, a alguien se le debió ocurrir mezclar el cacao disuelto en agua con miel, azúcar, vainilla, nuez moscada, leche o cualquier otra cosa, de tal guisa que acabó por extenderse el consumo del producto por conventos, monasterios y palacios del reino, popularizando con ello las reuniones de «chocolatada» para saborear las jícaras de humeante chocolate en las mejores casas de los reinos de las Hispanias (porque al principio era alto secreto del que no gozaban infieles o reinos de la cristiandad más o menos amigos). E incluso haciendo de los dedos huéspedes al propio Conde Duque de Olivares, el del cuadro velazqueño, que pensó en convertir el comercio del chocolate en monopolio del Estado, igualito que siglos después hizo Primo de Rivera con el petróleo y el tabaco y no sé qué cosas más.

El furor de la bebida era tal que he encontrado en algún texto piadoso del siglo XVI y XVII quejas por el abuso que las marquesas daban al chocolate in sacris, en los largos (y supongo que tan pesados y desatinados como ahora) sermones que los predicadores atizaban en las liturgias tridentinas de aquellas épocas. Y es lógico, que las marquesas no compaginaban bien con el enorme frío invernal de los templos castellanos de entonces (y de ahora, caray) y en algo tenían que pasar el rato, dado que tampoco era cuestión de hacer caso al lado estrecho de una moral de apariencias como la que se estilaba (y ahora, recaray).

Para entender la disputa conviene conocer algunas características del ayuno de aquel entonces.

El ayuno y la abstinencia cristiana tienen una indudable conexión con la del judaísmo, religión también ayunadora y recargada de casuística de productos que se pueden comer y que no se pueden comer, fechas en que debe ayunarse y un sinfín de normas desquiciantes de singular falta de sentido común.

Los cristianos de la época de la disputa chocolatera debían practicar una moral austera y tenían obligaciones de ayuno y abstinencia mucho mayores que las actuales y, sobre todo, vigilados por el poder.

Debían ayunar los miércoles, viernes y sábados, así como la noche anterior a las fiestas importantes, las de 40 días antes de navidad y durante la cuaresma, lo que imponía rigores más que importantes y convertía en motivo de sobrevivencia conocer qué se podía llevar la grey de dios a la boca en tales momentos.

En los pueblos mediterráneos, el tema del ayuno y, sobre todo, el de la abstinencia de comer carne eran mucho más pasables que en los fríos reinos septentrionales, porque los sureños podían, por ejemplo, usar el aceite (que era líquido) o pegarse un hartón de vino o zumo de frutas y almendras para aliviar el ayuno; o bien comer vegetales o trigo en el invierno (porque en el Sur el clima lo permite), mientras que los países fríos no tenían dichos alimentos y privarles de carne, encima, complicaba sus ayunos y abstinencias (de hecho, algunos pidieron bula al Papa para que les permitiera usar la mantequilla para aliviar los rigores ayunaticios).

El caso es que cuando llegó el chocolate, la disputa sobre lo que rompía el ayuno y lo que no, era ya un temita en la cristiandad y contaba con espesa casuística, en parte basada en la concepción hipocrática de la composición del mundo en cuatro elementos (tierra, fuego, aire y agua) y la repercusión de éstos en los «humores» humanos, conforme a la cual los humanos se distribuían en coléricos (predominio del fuego), flemáticos (predominio del agua), sanguíneos (del aire) o melancólicos (tierra); y los alimentos, conforme a su composición de frío/calor/humedad/sequedad producían efectos diferentes en cada cual, todo lo cual afectaba a su capacidad, digámoslo así, y predisposición al ayuno y daba lugar a un enrevesado glosario de productos que se podían tomar sin romper el ayuno o que no se podían tomar porque lo rompían, así como de productos que se podían consumir en la abstinencia porque no eran carne (por ejemplo, el pescado, al ser un elemento frío y acuoso no era carne, como pasaba con el castor o el cui en américa, que ni son de agua ni de tierra, o con el pollo, porque estos señores pensaban como mi madre cuando voy a verla y la digo que no quiero comer carne, que me atiza un pájaro porque para ella tampoco el pollo el carne).

Y en estas llega el chocolate con su jícara, que es líquido y espeso (bueno esto depende de la cantidad de agua que contenga) pero tienen unas capacidades saciantes inapelables.

¡Con la iglesia hemos topado!

La sensualidad, el gozo, la apelación al placer carnal, el gusto por lo delicioso, la reunión, la fiesta, la alegría y otros muchos complementos que se nos ocurren, no eran gratos a todos y llegó la cosa a tal extremo que los conventos del carmelo incorporaron a sus tradicionales y rigoristas votos el de no probar el chocolate, que se daba en algunos sectores por invento diabólico. Incluso el capítulo de 1640, con Santa Teresa vivita y coleando, prohibió su consumo, que apartaba a las religiosas de la contemplación y el aburrimiento purgativos y camino de perfección.
Pongo aquí unas fotos del soberbio y cuarto voto de las (por otra parte, vegetarianas) monjas del carmelo: no comer ni dar a probar a nadie chocolate.

y

Y, qué digo del carmelo. También los jesuitas pestificaron (al principio, porque luego, al tener plantaciones del mismo producto y comerciar su traída a la península, cambiaron animosamente de bando) y el sector rigorista (pero minoritario) de los dominicos, y tantas y tantas otras personas de leyes y teologías.
Y no sólo. Que empezaron a corretear, cuales teas incendiarias, detractores del consumo del citado chocolate entre gentes entradas en religión, lo que estimuló no poco las investigaciones de la inquisición para evitar ciertos relajos, y en diatribas en contra del consumo de este, esto tanto entre religiosos como de seglares, en los preceptivos ayunos que la iglesia tridentina, siguiendo una tradición muy anterior y leyes canónicas bastante antiguas, ordenaba, regulaba y vigilaba.

La importancia de la disputa teológica y social sobre el ayuno.

El ayuno y la abstinencia de ciertos productos, aunque entre nosotros ha perdido mucha popularidad, sigue siendo en casi todas las religiones una de las prácticas religiosas más importantes y una de las principales «mediaciones» personales en las que se manifiesta el hecho religioso y su enrevesado mecanismo de expiación/religación del fiel con la comunidad creyente, así como de identidad colectiva de la comunidad creyente. Ayunan y se abstienen, tanto en la piedad individual como en la manifestación colectiva y ortodoxa, los fieles y las comunidades musulmanas, judías, cristianas, hinduismos, budistas y de cualquier otra índole. Incluso las nuevas religiones sin dioses y toda la retahíla de credos higienista, naturistas, políticos o similares hacen del ayuno un mecanismo de similar funcionalidad fenomenológica.

La mentalidad religiosa, incluida la que ostenta una gran parte del ateísmo nominal (seguimos aquí a Eliade y al ya citado Martin Velasco) participa de esta especie de práctica, a caballo entre la oración/meditación y el sacrificio simbólico/oblación, como vía rememorativa, purificativa y penitencial del «creyente» que busca el «encuentro» numénico mediante su acto «interior» (amoldándolo a su propias entendederas, y allá cada uno consigo mismo y las películas que se fabrique). Pero también las organizaciones eclesiales y políticas, ya sean las institucionalizadas o las más informales y espontáneas, tienen un interés especial en regularlo como práctica externa y social (como hace cuando puede con las restantes prácticas penitenciales, como por ejemplo con la limosna y la oración) y por someterlo a un riguroso control para garantizar la autoridad esencial de los que mandan sobre el tinglado y el mecanismo de adhesión, fabricación de certezas o verdades y legitimación en definitiva.

De este modo, el ayuno «externo» y «social», como cualquier otro purgante más sofisticado y sutil que se nos ocurra (ahora más vigentes en nuestro mundo post-postmoderno) que impliquen oblación personal o cualquier otra entrega en cuerpo y alma, sirve como regla de conducta y como espiritualización de la voluntad del poder y regula la vida de la sociedad con potencialidades que otras representaciones de este ni siquiera se acercan a conseguir. Y permite aplicar respuestas de control social para todos y de represión para los que lo desafían.

Bueno, puede ser que me haya pasado de la raya, pero, sobre todo, me he salido de tema por un momento. Pido perdón a los ofendidos y vuelvo a lo que estamos.
El chocolate, recapitulando, se hizo objeto de controversia entre los que aspiraban a una vida religiosa canónica y estable, la casta religiosa de curas, monjas, frailes, diáconos, subdiáconos, hermanos legos, confesores, obispos y todo el coro angélico imaginable, tan importante para la estabilidad de la época. Y se hizo objeto de controversia porque invitaba al reconocimiento de la carne (que en teoría había que anonadar a favor del alma) en el camino religioso, y a la apelación al deleite, a la alegría de grupo y el exotismo como «mediaciones» que desbordaban los de la autoridad y la tradición . . . apelando a una nueva economía religiosa.

Pero también se volvió motivo de disputa y regulación respecto al mundo mundano, en cuanto que se popularizó tanto la amenaza de romper con la regla de ayuno social que amenazó con cuestionar no tanto el modo de ayunar, sino el ayuno mismo y el mecanismo de distinción de las disidencias en función de la práctica religiosa y la asunción de las ideas de la autoridad.

Bien, no me quiero extender mucho en el anecdotario chocolatero. Vamos a lo que vamos.

Era tal la extensión de la bebida entre las capas sociales que podían permitirse las humeantes jícaras de chocolate espeso (al que por cierto se solían echar dentro tropezones de pastelería y otras cosas para mayor deleite) que, en un momento dado, se produjo la enrevesada disputa teológica alrededor del mejunje y sobre todo, del peligro que este conllevaba de infracción de una norma social y política de singular vigencia e importancia, cual era el precepto del ayuno canónico impuesto a todo cristiano en los tiempos litúrgicos establecidos y el ayuno no menos preceptivo de los religiosos antes de comulgar y otras reglas cultuales por el estilo.
Vamos al grano: ¿Rompe la ingesta de chocolate el ayuno preceptivo? Porque la vigencia del ayuno preceptivo era sustancial para el mantenimiento del sistema de autoridad y poder vigentes y para la eficacia de sus mecanismos de cohesión y control social, y su relajo o dilución catastróficas y deslegitimadoras de este.
Hoy parece cosa de chufla, pero en aquella cultura barroca, tan propicia a la madera revestida de oropel, a las apariencias, al fingimiento y al emboscamiento social de supervivencia (el Profesor Tierno Galván en su labor docente y ensayista dixit), eso del ayuno era la repera y tenía su enjundia para el mantenimiento de los palos del sombrajo. Valía su peso en oro, porque el ayuno era uno de los ladrillos basales que fortalecían el orden social de la cristiandad tan «católica» (Lutero había hecho chuflas del ayuno precisamente por su papel en la sociedad papista; mientras que por otra parte diferenciaba en sus prácticas a la comunidad cristianovieja de los conversos judaizantes, que o bien no lo practicaban o lo practicaban en tiempos litúrgicos no canónicos, y de la quintacolumna muslí que hacía sus ramadanes a escondidas).

Por eso su infracción o relajación (motivo de sospecha disidente) era perseguida por el Santo Oficio de la Inquisición, la suma de la policía secreta y el CNI de la época, pero con más mala leche y autorización para ejercer la venganza de forma más brutal que los de ahora.

Para hacernos a la idea de lo escandaloso de la pregunta, supongamos que, hoy en día, elegimos otra pregunta molesta para el orden vigente (aquí cada uno pondrá la de su preferencia). Yo por ejemplo (y deformación propia) propongo ¿rompe con la sociedad quien no colabora con los ejércitos? O ¿es insolidaria quien desobedece al gasto militar? Podríamos preguntarnos más cosas: ¿y el que desafía el tinglado electoral negándose a participar de éste? ¿o el que hace de la lucha social y de la acción directa noviolenta su medio de actuación pública? ¿o quien procura rechazar las prácticas machistas, o consumistas?, ¿o . . . ?

¿Rompe el ayuno eclesiástico el consumo del chocolate (del líquido)?

En el año 1591, requerido por un obispo preocupado por el celo de su grey, Don Juan de Cárdenas informa que el chocolate no es una bebida porque las bebidas tienen la propiedad de refrescar y quitar la sed, mientras que el chocolate ni lo uno ni lo otro.
No contento el prelado con tan rigurosa opinión, se piden otras y es el dominico Agustín Dávila, al que suponemos buen catador del producto, quien contradice el rigorismo anterior y afirma que se pude beber antes de comulgar sin romper el ayuno.

Entre detractores y adeptos, transcurre la disputa por colegios y estudios teológicos, conventos y palacios hasta que deciden preguntar al Papa Gregorio, que lo prueba y aprueba, caray, ¿quién dice que esto es comida que me lo excomulgo?
No debe quedar la cosa clara porque la disputa continúa por dos siglos más hasta que se resuelve contundentemente a favor del chocolate.

El caso es que, en la disputa, que llegó a contar con extensa literatura científica (ejem, es un nuevo anacronismo y una licencia humorística que me tomo) tuvo dos posturas enfrentadas y luego diversas variaciones sobre el mismo tema.

Por resumir y simplificar mucho el asunto. A un lado del ring se situaron los rigoristas, principalmente representados por el sector más importante de carmelitas y otras congregaciones austeras y casi ascéticas y un buen sector de los jesuitas y dominicos, manteniendo que el consumo de chocolate rompía la sacrosanta regla del ayuno y debía prohibirse en los tiempos prescritos al común de los fieles y advertirse contra su consumo a los hombres de religión. En el otro, sectores disidentes de las anteriores, congregaciones más laxas y teólogos progres de entonces, el sector que llamaremos aperturista en la materia, que condenaba el pacado, pero no el pecador (comprendía sus debilidades y predicaba con ello la doble moral que afianzaba la norma pero, muy propio, dispensaba su cumplimiento con tal de que no se notara mucho) y afirmaba que el consumo de chocolate no rompía el ayuno y era admisible por una de estas tres razones:

  • Porque el chocolate no era alimento sino bebida en su esencia.
  • O porque, a pesar de contener en su esencia alimento (disuelto o licuado) y no sólo bebida, lo hacía en cantidad pequeña y no capaz de romper el ayuno.
  • O porque, al fin y al cabo, la sustancia del ayuno es una disposición espiritual y no tiene que ver con el alimento en sí, mero accidente, sino con la disposición de ánimo y la intención del ayunante.

Como digo, el debate se puede complejizar mucho más, incorporando las distinciones del pensamiento tomista y aristotélico de potencia y acto, sustancia y accidente, cantidad y calidad, aplicados al modum cibi (comida) y al modum potus (bebida), calidad intrínseca o extrínseca, accidental o esencial, o a máximas sacadas de la autoridad o de la silogística, y otras mil diabluras dialécticas. Pueden imaginarse la de argumentos, en pro y en contra, que podrían justificar o no el consumo de chocolate sin romper el precepto del ayuno, que ríete tú de la nomenclatura que utilizan ahora nuestros políticos y comentaristas de todo orden para decir mucho sin decir nada de nada, pero más o menos, todo se concentra en estas grandes argumentarios, según los cuales, acabó por admitirse que:

  • - El chocolate o bien es pura bebida y como tal puede pegarse uno una panzada de ella sin romper el ayuno
  • - Aunque por la mezcla con comida (aunque a veces disfrazada de apariencia de bebida, porque los antiguos habían descubierto ya la manera de licuar cosas para que parecieran bebida sin serlo) que puede conllevar (azúcar, vainilla) esencialmente es bebida (se entiende que cuando no se atiborra de tropezones o cuando no se mojan churros) ya sea porque lleva una cantidad insuficiente para volverse esencialmente comida (diluir muy poca cantidad en mucha agua), ya porque lleve la que lleve, y en función de la naturaleza de lo que echaran (Por ejemplo, cacao admitido, agua admitido, vainilla admitido, azúcar o miel admitido, pero leche prohibido, frutas prohibido, bizcochos de soletilla prohibido y así sucesivamente) no producía una mutatio qualitatis que convirtiera rem in diversa substantia y por tanto, se podía comer sin pasarse
  • - O, aunque pudiera ser comida, si su proporción era moderada o mínima (como pasaba con otras viandas que a pesar de ser comida se permitían si eran frugales) se podía atizar uno la jícara.
  • - O, dado que existía un comentario, canónico a estas alturas, de San Jerónimo (el que puso la biblia en latín corrigiendo algunas cosas que el original no contenían o no al modo adecuado) «El ayuno y abstinencia consiste en los accidentes y no en la sustancia de ellos» con lo que bastaba con la disposición ayunante de ánimos del goloso para que el ayuno quedara sin romper por atizarse la chocolatada.
  • - Aunque no faltaban quienes aconsejaban mantener el rigor ascético y dejar el chocolate para tiempos mejores, o incluso quien lo aborreciera como cosa del diablo, como pasó con las carmelitas, que hacían voto de abstinencia del chocolate entre sus otros votos sagrados.

Aunque parezca mentira, todo este desquiciado esfuerzo produjo una gran cantidad de «literatura», como el libro del médico y astrólogo Juan de Barrios de 1609, el del Hermano mayor del Cristo de San Pedro (Cofradía auspiciada por los dominicos) y también médico Bartolomé Marradón de 1618, la «Quiestión moral» escrita en 1636 por el vallisoletano León Pinielo, jurisconsulto y nieto de un judaizante churrascado en Lisboa, quizás el más importante texto de los que conozco; el «panegírico» (escrito en insufribles octavas) sobre el chocolate y escrito por el capitán Manuel Castro de Torres en 1640; los dos libros de Colmenero Ledesma, de los años 1631 y 1644, el del bachiller en teología y médico cordobés Manuel Caro Davila de 1680, o, pasado por obras teológicas de comentaristas de Aristóteles en la Universidad de Salamanca y Alcalá, unas a favor y otras en contra, de Celio Rodriguino, alguna referencia franciscano Juan de Torquemada (no confundir con el dominico Torquemada, inquisidor general), Acursio, Juan de Solorzano, Fray Toribio de Motolinia, Juseph de Acosta , Fray Agustín de Avila Padilla, Fray Graciano de Monforcio, Periquillo Pindanglas y otros que terciaron en dicha disputa... Mas la sentencia de un Cardenal, Francesco María de Brancaccio, que tras meterse para el coleto en plena cuaresma de rigores un par de tazas del preciado líquido pronunció su sentencia liquidum non frangit jejunum (lo líquido no infringe el ayuno) y las bulas de cuatro papas (Gregorio XIII; Clemente VIII, Paulo V, Urbano VIII) para acabar de zanjar el enrevesado asunto.

Miren hasta qué punto hilaban fino que hubo una disputa añadida cuando Facecilla de Medici, con fama de santa niña, tuvo un arrebato y cayó lívida al suelo, siendo reconstituida por un ángel que la ofreció una taza de chocolate, que se metió la susodicha para el coleto volviendo a su ser. ¿Prueba del agrado del Señor por el chocolate? Pues no se sabe, porque un aparte de la curia se preguntó si el ángel era de los buenos o de los malos.

En fin, argumentos hay para todo, y si no que se lo pregunten a Casado o a Pedro Sánchez o a Iglesias o a los otros actores de nuestra política decadentista.
Por cierto, que la inquisición, finalmente, dejó de poner los ojos en el consumo del chocolate (es decir, del bebido) en 1666, pero eso sí, siempre que en su mezcla no se echara ni azúcar ni leche, dos materias que eran, a la sazón, comida y no bebida.

Final

Pueden parecer todas estas disquisiciones, argumentos y emboscadas puras patrañas, pero estos razonamientos, y otros similares, utilizan silogismos, construcciones argumentales y relatos que bien se parecen a los de los políticos de hoy en día cuando discuten de cualquier cosa, porque valen para un roto y para un descosido.

De hecho si quitamos chocolate y ponemos otros términos del momento, como república, monarquía, estado, leyes, obediencia, impuestos, ejércitos, gasto militar, guerras . . . qué se yo, podemos imaginar razones en pro y en contra que son, como con el chocolate y el ayuno, el chocolate del loro, mera palabrería, mera entelequia con la que nos embadurnan, con las que unos opinan en contra de los otros, y con la que nos someten al canon que nadie cuestiona. Hoy en día nos siguen hablando del chocolate, pero no de la idiotez del ayuno.

Postdata:

No me resisto a contar una anécdota jesuítica que no sabía yo donde meter en este texto y que muestra el gran aprecio de los jesuitas, uno de cuyos congregados es ahora Papa de Roma, por el chocolate.

Y es que, en el 1701, muerto el último rey de los Austrias, llegó a Cádiz un cargamento con unas 80 cajas de «Chocolate para el Reverendísimo Procurador General de la Compañía de Jesús», a primera vista un ejemplo de la estima en que se tenía este producto en el jesuitismo.

Pero, dice la leyenda, quiso la fortuna que, al intentar cargar las cajas, estas pesaban tanto que ni entre varios mozos podían con cada una de ellas, por lo que decidieron desmontarlas y cargar porciones más pequeñas, con la mala suerte de que alguna se debió caer y se rompieron las «bolas» de chocolate, mostrando en su interior otras bolas, pero de oro.

Oro bañado en chocolate, menudo festín y menudo desayuno.

Y es que hay quien siempre ha sabido cómo endulzarse el triste tránsito por este valle de lágrimas.

Si van a consumir chocolate sepan que la Iglesia tiene dispensa sobre el mismo porque no rompe el ayuno. Me pregunto su la extensión de la bula podrá extenderse la otro chocolate, que en definitiva es puro humo.

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