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"La guerra revolucionaria es la tumba de la Revolución"

Viernes.12 de septiembre de 2008 1739 visitas - 2 comentario(s)
Transcripción de un escrito de Simone Weil, por Crates Burócrata #TITRE

Ver información sobre encuentro filosófico en Barcelona, en el que se abordará el valor de la Paz desde la figura de diferentes pensadores, entre los que se encuentra S. Weil.


PRESENTACIÓN-

La escritora y activista sindical francesa Simone Weil redactó en 1933 unas ‘Reflexiones sobre la guerra’ que se publicaron en el número de noviembre del mismo año de la revista La Critique Sociale. En mi opinión, es uno de los escritos más incisivos entre los que justifican la adopción de la noviolencia como proyecto político. Queda para el debate si los términos en que denuncia la fascinación por los medios militares de tanto revolucionario y revolucionaria son aplicables a la actualidad. Los corchetes son del trascriptor, que ha dividido algunos párrafos.

REFLEXIONES SOBRE LA GUERRA

Tomado de la antología Escritos históricos y políticos / Simone Weil ; prólogo de Francisco Fernández Buey. – 2007, Trotta, Barcelona. – pp. 325-334.

La situación actual y el estado de ánimo que suscita nos traen una vez más al orden del día el problema de la guerra. Se vive actualmente [1933] en víspera perpetua de una guerra: el peligro es tal vez imaginario, pero el sentimiento del peligro existe y constituye un factor no desdeñable. Ahora bien, no se puede constatar ninguna reacción si no es la de pánico, menos pánico de los sentimientos ante la amenaza de una matanza que pánico de las inteligencias ante los problemas que plantea. En ninguna parte su desarrollo es más sensible que en el movimiento obrero. Si no hacemos un serio esfuerzo de análisis, corremos el riesgo de que un día cercano o lejano la guerra nos encuentre impotentes no sólo para actuar, sino incluso para juzgar. Y en primer lugar es necesario hacer el balance de las tradiciones en las que hemos vivido hasta ahora más o menos conscientemente.

Hasta el período que siguió a la última guerra, el movimiento revolucionario, en sus diversas formas, no tenía nada en común con el pacifismo. Las ideas revolucionarias sobre la guerra y la paz se inspiraban siempre en los recuerdos de esos años 1792-1793-1794 que fueron la cuna de todo el movimiento revolucionario del siglo XIX. La guerra de 1792 parecía, en contradicción absoluta con la verdad histórica, como un impulso victorioso que, levantando al pueblo francés contra los tiranos extranjeros, había roto al mismo tiempo la dominación de la corte y de la gran burguesía para llevar al poder a los representantes de las masas trabajadoras. De ese recuerdo legendario, perpetuado por el canto de ‘La Marsellesa’, nació la concepción de la guerra revolucionaria, defensiva y ofensiva, no sólo como una forma legítima, sino como una de las formas más gloriosas de las masas trabajadoras levantadas contra los opresores. Ésa fue una concepción común a todos los marxistas y a casi todos los revolucionarios hasta estos quince últimos años. En cambio, sobre la apreciación de las demás guerras, la tradición socialista nos proporciona no una, sino varias concepciones contradictorias entre sí, y que sin embargo nunca se han opuesto claramente unas a otras.

En la primera mitad del siglo XIX la guerra parecía haber tenido por sí misma un cierto prestigio a ojos de los revolucionarios que, en Francia por ejemplo, reprochaban vivamente a Luis Felipe su política de paz; Proudhon escribía entonces un elocuente elogio de la guerra y se soñaban guerras liberadoras para los pueblos oprimidos lo mismo que insurrecciones. La guerra de 1870 forzó por vez primera a las organizaciones proletarias, es decir, en este caso, a la Internacional, a tomar posición de manera concreta sobre la cuestión de la guerra, y la Internacional, por la pluma de Marx, invitó a los obreros de los dos países en lucha a oponerse a toda tentativa de conquista, pero a tomar parte resueltamente en la defensa de su país contra el ataque del adversario.

Fue en nombre de esta concepción como Engels, en 1892, evocando con frecuencia los recuerdos de la guerra que había estallado cien años antes, invitaba a los socialdemócratas alemanes a participar con todas sus fuerzas, llegado el caso, en una guerra que levantaría contra Alemania a la Francia aliada con Rusia. No se trataba ya de defensa o de ataque, sino de preservar, por la ofensiva o la defensiva, al país en que el movimiento obrero era más poderoso y de aplastar al país más reaccionario. En otras palabras, según esta concepción, que fue igualmente la de Plejanov, Mehring y otros, es necesario, para juzgar un conflicto, buscar qué salida sería más favorable para el proletariado internacional y tomar partido en consecuencia.

A esta concepción se opone directamente otra, que fue la de los bolcheviques y Spartakus [revolucionarios de izquierda en Alemania tras la primera guerra mundial], y según la cual, en toda guerra, a excepción de las guerras nacionales o revolucionarias, según Lenin, a excepción solamente de las revolucionarias según Rosa Luxemburgo, el proletariado debe desear que su propio país resulte vencido y sabotear su lucha. Esta concepción, basada en la idea del carácter imperialista de toda guerra, salvo las excepciones recordadas anteriormente, y que permite compararlas con pendencias de bandoleros disputándose un botín, no deja de plantear dificultades, pues parece romper la unidad de acción del proletariado internacional al comprometer a los obreros de cada país, que deben trabajar por la derrota del suyo, a favorecer por eso mismo la victoria del imperialismo enemigo, victoria que otros obreros deben esforzarse por impedir. La célebre fórmula de Liebknecht: “Nuestro principal enemigo está en nuestro propio país”, hace aparecer claramente esta dificultad asignando a las distintas fracciones nacionales del proletariado un enemigo diferente, y oponiendo así, al menos en apariencia, a unas con otras.

Vemos que la tradición marxista no presenta, en lo que concierne a la guerra, ni unidad ni claridad. Un punto al menos era común a todas las teorías, a saber, el rechazo categórico a condenar la guerra como tal. Los marxistas, y especialmente Kautsky y Lenin, parafrasean la fórmula de Clausewitz según la cual la guerra no hace sino continuar la política de los tiempos de paz, pero por otros medios, siendo la conclusión que hay que juzgar una guerra no por el carácter violento de los procedimientos empleados, sino por los objetivos perseguidos por medio de esos procedimientos.

La posguerra [de la Primera Guerra Mundial] ha introducido en el movimiento obrero no otra concepción, pues no se podría acusar a las organizaciones obreras o supuestamente tales de nuestra época [ver Apéndice] de tener concepciones sobre cualquier tema, sino otra atmósfera moral. Ya en 1918 el partido bolchevique, que deseaba ardientemente la guerra revolucionaria, debió resignarse a la paz no por razones de doctrina, sino bajo la presión directa de los soldados rusos, a los que el ejemplo de 1793 no inspiraba más evolución evocada por los bolcheviques que por Kerensky. Igualmente en los demás países, en el plano de la simple propaganda, las masas afectadas por la guerra obligaron a los partidos que se decían del proletariado a adoptar un lenguaje puramente pacifista, lenguaje que no impedía por otra parte que unos celebraran al ejército rojo y otros votaran los créditos de guerra de su propio país. Nunca, por supuesto, ese nuevo lenguaje fue justificado por análisis teóricos… Pero el hecho es que en lugar de condenar la guerra en tanto que imperialista, se condeno al imperialismo en tanto que promotor de guerras. El llamado movimiento de Ámsterdam, precisamente dirigido contra la guerra imperialista, debió presentarse, para hacerse escuchar, como dirigido contra la guerra en general. En la propaganda, la disposición pacífica de la URSS se puso de relieve aun más que su carácter proletario o supuestamente tal. En cuanto a las fórmulas de los grandes teóricos del socialismo sobre la imposibilidad de condenar la guerra como tal, estaban completamente olvidadas.

El triunfo de Hitler en Alemania ha hecho subir de nuevo a la superficie, por decirlo así, todas las antiguas concepciones, inextricablemente mezcladas. La paz parece menos valiosa desde el momento en que puede llevar consigo los horrores indecibles bajo cuyo peso gimen miles de trabajadores en los campos de concentración en Alemania. La concepción expresada por Engels en su artículo de 1892 reaparece. ¿No es el fascismo alemán el principal enemigo del proletariado internacional, como lo fue entonces el zarismo ruso? Ese fascismo, que se extiende como una mancha de aceite, sólo puede ser aplastado por la fuerza, y puesto que el proletariado alemán está desarmado, sólo las naciones que siguen siendo democráticas pueden llevar a cabo esta tarea.

Poco importa por lo demás que se trate de una guerra de defensa o de una “guerra preventiva”; incluso más valdría una guerra preventiva. ¿No trataron Marx y Engels, en un momento dado, de empujar a Inglaterra a atacar a Rusia? Una guerra semejante no parece ya, se piensa, una lucha entre dos imperialismos competidores, sino entre dos regímenes políticos. Y como hacía el viejo Engels, en 1892, al recordar lo que había pasado cien años antes, se dice que una guerra obligaría al Estado a hacer importantes concesiones al proletariado; y esto tanto más cuanto que, en la guerra que nos amenaza, se produciría necesariamente un conflicto entre el Estado y la clase capitalista, y sin duda habría medidas de socialización que llegarían lejos. ¿Quién sabe si la guerra no llevaría así, automáticamente, al poder a los representantes del proletariado? Todas estas consideraciones crean ahora una corriente de opinión más o menos explícita en los medios políticos que se dicen del proletariado en favor de una participación activa del proletariado en una guerra contra Alemania; corriente todavía bastante débil pero que se puede extender fácilmente. Otros se atienen a la distinción entre agresión y defensa nacional; otros, a la concepción de Lenin; otros, finalmente, siguen siendo pacifistas, pero en su mayor parte más por la fuerza de la costumbre que por cualquier otra razón. No se podría imaginar peor confusión.

Tanta incertidumbre y oscuridad puede sorprender y debe avergonzar, si se piensa que se trata de un fenómeno que, con su sequito de preparativos, reparaciones, nuevos preparativos, parece, habida cuenta de todas las consecuencias morales y materiales que entraña, dominar nuestra época y constituir su hecho más característico. Lo sorprendente sería sin embargo que se llegara a algo mejor partiendo de una tradición absolutamente legendaria e ilusoria, la de 1793, y empleando el método más defectuoso posible: el de valorar cada guerra por los fines perseguidos y no por el carácter de los medios empleados. No se trata de que sea mejor censurar en general el uso de la violencia, como hacen los pacifistas; la guerra constituye, en cada época, una especie bien determinada de violencia, y cuyo mecanismo es necesario estudiar antes de realizar cualquier juicio. El método materialista consiste ante todo en examinar cualquier hecho humano teniendo en cuenta mucho menos los fines perseguidos que las consecuencias necesariamente implícitas en el desarrollo de los medios puestos en movimiento. No se puede resolver y ni siquiera plantear un problema relativo a la guerra sin haber desmontado antes el mecanismo de la lucha militar, es decir, sin haber analizado las relaciones sociales que implica en unas determinadas condiciones técnicas, económicas y sociales.

No se puede hablar de guerra en general más que por abstracción; la guerra moderna difiere absolutamente de todo lo que se designaba con ese nombre en los regímenes anteriores. Por una parte, la guerra no hace más que prolongar esa otra guerra que se llama competencia, y que hace de la producción una simple forma de la lucha por la dominación; por otra, toda la vida económica está actualmente orientada hacia una guerra futura. En esta mezcla inextricable de lo militar y lo económico, donde las armas están puestas al servicio de la competencia y la producción al servicio de la guerra, ésta no hace sino reproducir las relaciones sociales que constituyen la estructura misma del régimen, pero en un grado mucho más agudo.

Marx mostró claramente que el modo moderno de producción se define por la subordinación de los trabajadores a los instrumentos de trabajo, instrumentos de que disponen los que no trabajan; y cómo la competencia, que no conoce otra arma más que la explotación de los obreros, se transforma en una lucha de cada patrón contra sus propios obreros y, en última instancia, del conjunto de los patronos contra el conjunto de los obreros. Igualmente la guerra, en nuestros días, se define por la subordinación de los combatientes a los instrumentos de combate; y los armamentos, verdaderos héroes de las guerras modernas, están dirigidos, así como los hombres destinados a su servicio, por aquellos que no combaten. Como ese aparato de dirección no tiene otro medio de batir al enemigo que enviar por coacción a sus propios soldados a la muerte, la guerra de un Estado contra otro se transforma al punto en guerra del aparato estatal y militar contra su propio ejército; y la guerra aparece finalmente como una guerra dirigida por el conjunto de los aparatos del Estado y de los Estados mayores contra el conjunto de hombres en edad de portar armas. Sólo que, mientras que las maquinas no arrancan a los trabajadores más que su fuerza de trabajo, mientras que los patronos no tienen otro medio de coacción que el despido, medio mitigado por la posibilidad que tiene el trabajador de escoger entre diferentes patronos, cada soldado está obligado a sacrificar su propia vida a las exigencias de la maquinaria militar y se encuentra coaccionado por la amenaza de ejecución sin juicio que el poder del Estado suspende sin cesar sobre su cabeza. A partir de ahí poco importa que la guerra sea defensiva u ofensiva, imperialista o nacional; todo Estado en guerra está obligado a emplear ese método, desde el momento en que el enemigo lo emplea.

El gran error de casi todos los estudios referentes a la guerra, error en el que han caído especialmente todos los socialistas, es considerar la guerra como un episodio de la política exterior, cuando constituye ante todo un hecho político interior, y el más atroz de todos. No se trata aquí de consideraciones sentimentales, o de un respeto supersticioso por la vida humana; se trata de una observación muy simple, a saber, que la matanza es la forma más radical de opresión; y los soldados no se exponen a la muerte, sino que son enviados a una matanza. Como un aparato opresor sigue siendo tal desde que se lo constituye hasta que se lo destroza, toda guerra que hace pesar un aparato encargado de dirigir las maniobras estratégicas sobre unas masas a las que se obliga a servir de masas de maniobra debe ser considerada, aunque esté dirigida por revolucionarios, como un factor de reacción. En cuanto al alcance exterior de dicha guerra, está determinada por las relaciones políticas establecidas en el interior; las armas manejadas por un aparato de Estado soberano no pueden generar la libertad de nadie.

Es lo que había comprendido Robespierre y que corroboró de forma clamorosa esa misma guerra de 1792 que dio nacimiento a la idea de la guerra revolucionaria. La técnica militar estaba lejos todavía, en su momento, de haber alcanzado el mismo grado de centralización que en nuestros días; sin embargo, desde Federico II, la subordinación de los soldados encargados de realizar las operaciones al alto mando encargado de coordinarlas era muy estricta. En el momento de la revolución, una guerra debía transformar Francia, como dirá Barère, en un vasto campamento, y dar en consecuencia al aparato del Estado ese poder inapelable que es propio de la autoridad militar. Ése fue el cálculo que hicieron en 1792 la Corte y los girondinos; pues esta guerra, que una leyenda aceptada con demasiada facilidad por los socialista ha hecho aparecer como un impulso espontáneo del pueblo levantado a la vez contra sus propios opresores y contra los tiranos extranjeros que lo amenazaban, constituyó en realidad una provocación de la Corte y de la alta burguesía que conspiraron conjuntamente contra la libertad del pueblo. En apariencia, se engañaron, puesto que la guerra, en lugar de llevar a la unión sagrada que esperaban, exasperó todos los conflictos, llevó al rey, después a los girondinos, al cadalso, y puso en manos de La Montaña un poder dictatorial. Pero esto no impide que el 20 de abril de 1792, día de la declaración de la guerra, se hunda definitivamente cualquier esperanza de democracia; y el 2 de junio fue seguido muy de cerca por el 9 Termidor, cuyas consecuencias, a su vez, debían llevar pronto al 18 Brumario.

¿Para que les sirvió por otra parte a Robespierre y sus amigos el poder que ejercieron antes del 9 Termidor? El objetivo de su existencia no era tomar el poder, sino establecer una democracia efectiva, a la vez democrática y social; fue una sangrienta ironía de la historia que la guerra les obligara a dejar en el papel la Constitución de 1793, a forjar un aparato centralizado, ejercer un terror sangrante que ni siquiera pudieron volver contra los ricos, aniquilar toda libertad y hacerse, en resumen, los furrieles del despotismo militar, burocrático y burgués de Napoleón. Por lo menos se mantendrían siempre lúcidos. La antevíspera de su muerte, Saint-Just escribía esta profunda fórmula: “Hay unos que están en las batallas y las ganan, y otros que son poderosos y se aprovechan de ello”. En cuanto a Robespierre, desde el momento en que se planteó la cuestión, comprendió que una guerra, sin poder liberar a ningún pueblo extranjero (“no se ofrece la libertad a punta de bayoneta”), entregaría al pueblo francés a las cadenas del poder del Estado, poder que no se podía ya tratar de debilitar desde el momento en que había que luchar contra el enemigo exterior. “La guerra es buena para los oficiales militares, para los ambiciosos, para los agiotistas … para el poder ejecutivo… Esta situación dispensa de cualquier otra preocupación, se es libre de toda deuda con el pueblo cuando se da la guerra”. Preveía desde entonces el despotismo militar y no dejo de predecirlo después, a pesar de los aparentes éxitos de la Revolución; lo predijo también la antevíspera de su muerte, en su último discurso, y dejó esa predicción como un testamento que aquellos que después apelan a él, no han tenido por desgracia en cuenta.

La historia de la Revolución rusa proporciona exactamente las mismas enseñanzas y con una analogía sorprendente. La Constitución soviética ha tenido idéntica suerte que la Constitución de 1793; Lenin abandonó sus doctrinas democráticas para establecer el despotismo de un aparato de Estado centralizado, igual que Robespierre, y fue de hecho el precursor de Stalin, como Robespierre lo fue de Bonaparte. La diferencia es que Lenin, que, por otra parte, había preparado desde hacia tiempo esa dominación del aparato del Estado forjando un partido fuertemente centralizado, deformó más tarde sus propias doctrinas para adaptarlas a las necesidades del momento; así no fue guillotinado y sirvió de ídolo a una nueva religión del Estado.

La historia de la Revolución rusa es tanto más sorprendente cuanto que la guerra constituye su problema central. La revolución fue hecha contra la guerra por soldados que, sintiendo que el aparato gubernamental y militar se descomponía por encima de ellos, se apresuraron a sacudirse un yugo intolerable. Kerensky, invocando con sinceridad involuntaria, debida a su ignorancia, los recuerdos de 1792, apeló a la guerra exactamente por los mismos motivos que antaño los girondinos; Trotsky ha mostrado admirablemente cómo la burguesía, contando con la guerra para aplazar los problemas de política interior y colocar de nuevo al pueblo bajo el yugo del poder del Estado, quería transformar “la guerra hasta el agotamiento del enemigo en una guerra para el agotamiento de la revolución”. Los bolcheviques llamaban entonces a luchar contra el imperialismo; pero era la misma guerra, no el imperialismo, lo que estaba en cuestión, y ellos lo vieron cuando, una vez en el poder, se vieron obligados a firmar la paz de Brest-Litovsk. El antiguo ejército estaba entonces descompuesto y Lenin había repetido, siguiendo a Marx, que la dictadura del proletariado no puede implicar ni ejército, ni policía, ni burocracia permanentes. Pero los ejércitos blancos y el temor a la intervención extranjera no tardaron en poner a toda Rusia en estado de sitio. El ejército fue entonces reconstruido, se suprimió la elección de oficiales y treinta mil oficiales del antiguo régimen fueron reintegrados a sus cuadros, al tiempo que se reestablecían la pena de muerte, la antigua disciplina y la centralización; paralelamente, se reconstruían la burocracia y la policía. Se sabe muy bien lo que este aparato militar, burocrático y policial ha hecho después del pueblo ruso.

La guerra revolucionaria es la tumba de la revolución y lo seguirá siendo mientras no dé a los propios soldados, o más bien a los ciudadanos armados, el medio de hacer la guerra sin aparato dirigente, sin presión policial, sin jurisdicción de excepción, sin penas para los desertores. La guerra se hizo así una vez en la historia moderna, a saber, en la Comuna de París; y no se ignora cómo terminó. Parece que una revolución comprometida en una guerra no tenga más elección que sucumbir bajo los golpes asesinos de la contrarrevolución, o transformarse ella misma en contrarrevolución por el propio mecanismo de la lucha militar. Las perspectivas de revolución parecen entonces muy limitadas, pues, ¿puede una revolución evitar la guerra? Es, sin embargo, por esta débil posibilidad por la que hay que apostar, o abandonar toda esperanza. El ejemplo está ahí para instruirnos. Un país avanzado no encontraría, en el caso de revolución, las dificultades que en la Rusia atrasada sirven de base al régimen bárbaro de Stalin; pero una guerra de cualquier envergadura suscitaría otras por lo menos equivalente.

Con mayor razón, una guerra emprendida por un Estado burgués no puede más que transformar el poder en despotismo y la servidumbre en asesinato. Si la guerra aparece a veces como un factor revolucionario, es solamente en el sentido de que constituye una prueba incomparable para el funcionamiento del aparato del Estado. En contacto con ella, un aparato mal organizado se descompone; pero si la guerra no termina al punto y de forma definitiva, o si la descomposición no ha ido bastante lejos, esas revoluciones, según la fórmula de Marx, perfeccionan el aparato del Estado en lugar de romperlo. Eso es lo que se ha producido siempre hasta ahora. En nuestros días, la dificultad que la guerra agudiza es la que resulta de una oposición siempre creciente entre el aparato del Estado y el sistema capitalista; el caso Briey durante la última guerra constituye un ejemplo llamativo. La última guerra ha dado a los diversos aparatos estatales una cierta autoridad sobre la economía, lo que ha dado lugar a la expresión completamente errónea de ‘socialismo de guerra’: luego, el sistema capitalista se ha puesto a funcionar de nuevo de una manera más o menos normal, a pesar de las barreras aduaneras, las restricciones y las monedas nacionales.

En una próxima guerra las cosas irían sin duda mucho más lejos, y se sabe que la cantidad es susceptible de convertirse en cualidad. En este sentido, la guerra puede constituir en nuestros días un factor revolucionario, pero sólo si se quiere interpretar el término ‘revolución’ en la acepción en que lo emplean los nacionalsocialistas; como la crisis, la guerra provocaría una viva hostilidad contra los capitalistas, y esta hostilidad, a favor de la unión sagrada, se volvería en favor del aparato de Estado y no de los trabajadores. Por lo demás, para reconocer la profunda relación que liga los fenómenos de la guerra y el fascismo basta con remitirse a los textos fascistas que evocan “el espíritu guerrero” y “el socialismo del frente”. En ambos casos, se trata esencialmente de la desaparición total del individuo ante la burocracia del Estado gracias a un fanatismo exasperado. Si el sistema capitalista sale más o menos dañado de la situación, no puede ser más que a expensas y no en beneficio de los valores humanos y del proletariado, por lejos que pueda ir tal vez la demagogia en ciertos casos [ver Apéndice].

Lo absurdo de una lucha antifascista que tome la guerra como medio de acción aparece así con gran claridad. No sólo eso sería combatir una opresión bárbara aplastando a los pueblos bajo el peso de una matanza más bárbara todavía, sino que sería también extender bajo otra forma el régimen que se quiere suprimir [ver Apéndice]. Es pueril suponer que un aparato estatal que se ha vuelto poderoso por una guerra victoriosa aligeraría la opresión que ejerce sobre su propio pueblo el aparato de Estado enemigo, más pueril todavía creer que dejaría que estallara en ese pueblo una revolución proletaria, aprovechando la derrota, sin ahogarla enseguida en sangre. En cuanto a la democracia burguesa aniquilada por el fascismo, una guerra no aboliría, sino que fortalecería y extendería las causas que la hacen ahora imposible.

Parece, de manera general, que la historia obliga cada vez más a que toda acción política escoja entre el agravamiento de la opresión intolerable que ejercen los aparatos del Estado y una lucha implacable dirigida directamente contra ellos para destruirlos. Ciertamente, las dificultades quizás insolubles que parecen en nuestros días pueden justificar el abandono puro y simple de la lucha. Pero si no requiere renunciar a actuar, hay que comprender que no se puede luchar contra un aparato estatal más que desde dentro. Y especialmente en el caso de guerra hay que escoger entre obstaculizar el funcionamiento de la máquina militar de la que se forma parte como un engranaje, o bien ayudar a esta máquina a triturar ciegamente a seres humanos. Las celebres palabras de Liebknecht: “El enemigo principal está en nuestro propio país”, adquieren así todo su sentido y se revelan aplicables a toda guerra en la que los soldados son reducidos al estado de materia pasiva en manos de un aparato militar y burocrático; es decir, en tanto que la técnica actual persista, absolutamente, a toda guerra. Y no se puede entrever en nuestros días el advenimiento de otra técnica. En la producción como en la guerra, la manera cada vez más colectiva en que se realiza el gasto de las fuerzas no ha modificado el carácter esencialmente individual de las funciones de decisión y dirección; no ha hecho sino poner cada vez más a disposición de los aparatos de mando los brazos o la vida de las masas. [El texto pone “apartados” y no “aparatos”; pero creo por el sentido de la argumentación y por el párrafo siguiente que lo que quería decir Weil es “aparatos”].

En tanto no veamos cómo es posible evitar, en el acto mismo de producir o combatir, este dominio de los aparatos sobre las masas, toda tentativa revolucionaria tendrá algo de desesperado; pues si sabemos qué sistema de producción y de combate aspiramos con toda nuestra alma a destruir, se ignora qué sistema aceptable podría reemplazarlo. Por otra parte, toda tentativa de reforma aparece como pueril respecto de las necesidades ciegas implicadas por el juego de este monstruoso engranaje. La sociedad actual se asemeja a una inmensa máquina que, incesantemente, se fuera tragando a los hombres y de la que nadie conociera los mandos; aquellos que se sacrifican por el progreso social se asemejan a quienes se agarran a las ruedas y correas de transmisión para tratar de detener la máquina, y sólo consiguen ser triturados por ella. Pero la impotencia en que uno se encuentra en un momento dado, impotencia que nunca se debe considerar definitiva, no puede dispensar de permanecer fiel a sí mismo, ni excusar la capitulación ante el enemigo, cualquiera sea la máscara que éste adopte. Y bajo todos los nombres con los que se pueda adornar, fascismo, democracia o dictadura del proletariado, el enemigo capital sigue siendo el aparato administrativo, policial y militar; no el de enfrente, que no es nuestro enemigo más que en tanto es el de nuestros hermanos, sino aquel que se dice nuestro defensor y hace de nosotros sus esclavos. En cualquier circunstancia, la peor traición posible consiste en aceptar subordinarse a ese aparato y pisotear, para servirle, todos los valores humanos, en uno mismo y en los demás.


APÉNDICE DE QUIEN TRANSCRIBE.

Guerrillera de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia

Expresiones como “organizaciones obreras o supuestamente tales” aparecen a lo largo del artículo, y no ocurre esto porque Simone Weil quiera tener presentes todos los casos de organización –las sinceras y las supuestas-; cuando escribe de las supuestas, lo hace por su convicción de que las organizaciones de inspiración marxista sólo son obreras de nombre, algo que desarrolla en otros artículos de la antología de la que se ha tomado éste.

Podemos decir que esta convicción se expresa a distintos niveles: un nivel de hecho, cuando Weil denuncia que los partidos de inspiración marxista, al cumplir ordenes de la URSS, representaban los intereses de la política exterior de ésta y no la de sus militantes en cuanto obreros; un nivel de derecho, cuando Weil denuncia en la doctrina de Marx un optimismo infundado sobre la capacidad de la toma del poder para impulsar la emancipación obrera, un optimismo por el que Marx entraría en contradicción con la condición obrera:

De manera general, el ‘materialismo histórico’ de Marx, tan a menudo mal comprendido, significa que las instituciones están determinadas por el mecanismo eficaz de las relaciones entre los hombres, que depende de la forma que tomen en cada momento las relaciones entre el hombre y la naturaleza, es decir, de la manera en que se realiza la producción; producción de bienes de consumo, producción de los medios de producción, y también –punto importante, aunque Marx lo deje en la sombra-, producción de los medios de combate. Los hombres no son juguetes impotentes del destino, son seres eminentemente activos; pero su actividad se ve limitada a cada instante por la estructura de la sociedad que constituyen entre ellos, y no modifica a su vez esa estructura más que de rechazo, una vez que ha modificado las relaciones entre ellos y la naturaleza. La estructura social no puede ser modificada más que indirectamente.

Por otra parte,… Marx… coloca la fuente de la opresión cruel que sufren los trabajadores, no en los hombres, no en las instituciones, sino en el mecanismo de las relaciones sociales. Si los obreros están agotados por la fatiga y las privaciones, es porque no son nada y el desarrollo de las empresas lo es todo. No son nada porque el papel de la mayoría de ellos, en la producción, es el de simples engranajes, y son degradados a ese papel de engranajes porque el trabajo intelectual se ha separado del manual y porque el desarrollo del maquinismo ha quitado al hombre el privilegio de la habilidad para hacerlo pasar a la materia inerte. El desarrollo de la empresa lo es todo, porque el aguijón de la competencia obliga sin cesar a las empresas a crecer para subsistir; así, “la relación entre el consumo y la producción se ha invertido”, “el consumo no es sino un mal necesario”; y si los obreros no tienen acceso al valor de su trabajo, ese hecho es consecuencia simplemente de la “inversión de la relación entre el sujeto y el objeto” que sacrifica al hombre a la herramienta inerte, que hace de la producción de los medios de producción el objetivo supremo…

El papel del Estado da lugar a un análisis semejante. Si el Estado es opresivo, si la democracia es una añagaza, es porque el Estado está compuesto de tres cuerpos permanentes, reclutándose por cooptación, distintos del pueblo, a saber, el ejército, la policía y la burocracia. Los intereses de esos tres cuerpos son distintos de los intereses del pueblo y en consecuencia se oponen a él…

¿Qué concluir? La conclusión se impone: nada de todo esto puede ser abolido por una revolución; por el contrario, todo eso debe haber desaparecido para que se pueda producir una revolución; o, si se produce antes, no será más que una revolución aparente, que dejará intacta la opresión o incluso la agravará. Sin embargo, Marx concluía exactamente lo contrario; concluía que la sociedad estaba madura para una revolución liberadora. No olvidemos que hace casi cien años creía ya en esa revolución inminente. En cualquier caso, sobre este punto los hechos le han infligido un desmentido clamoroso… más clamoroso todavía en Rusia. ¿Cómo los factores de la opresión, tan estrechamente ligados a la vida social, iban a desaparecer de repente? ¿Cómo los obreros, dados la gran industria, las máquinas y el envilecimiento del trabajo manual, podían ser otra cosa que simples engranajes en las fábricas? ¿Cómo, si seguían siendo simples engranajes, podían al mismo tiempo convertirse en “ la clase dominante”? ¿Cómo, dadas las técnicas de combate, de vigilancia, de administración, podían las funciones militar, policial y administrativa dejar de ser especialidades, profesiones, y en consecuencia dejar de ser privativas de ‘cuerpos permanentes, distintos de la población’? O ¿hay que admitir una transformación de la industria, de la máquina, de la técnica del trabajo manual, de la técnica de la administración, de la técnica de la guerra? Pero tales transformaciones son lentas, progresivas; no son efecto de una revolución.

En un solo punto Marx y Engels señalaron una transición posible… creyeron ver que el desarrollo mismo de la competencia debía llevar…a la desaparición de la competencia (ya que) la concentración de las empresas se realizaba ante sus ojos, como se realiza también ante los nuestros. Siendo la competencia lo que, en el régimen capitalista, hace del desarrollo de las empresas un fin, y de los hombres… un simple medio, la desaparición de la competencia podía considerarse equivalente a la desaparición del régimen. Pero… el hecho de que la competencia, que hace que los grandes se coman a los pequeños, haga disminuir poco a poco el número de competidores, no permite concluir que ese número deba un día reducirse a la unidad. Además, Marx y Engels, en sus análisis, omitían un factor; ese factor es la guerra … Pues no llamo análisis a la simple afirmación de que la avidez de los capitalistas es la causa de las guerras … Ahora bien, como la producción industrial es en nuestros días no sólo el medio principal de enriquecimiento, sino también el principal medio de combate militar, resulta de ello que … está sometida a otra competencia, más acuciante todavía y más imperiosa: la competencia entre naciones. ¿Cómo abolir esa competencia? (Escritos históricos y políticos / Simone Weil- - Edición citada. – pp. 118-120)

Para Simone Weil, estas lagunas de la doctrina marxista harían dificil que pudiera servir de inspiración para organizaciones genuinamente obreras Pero las organizaciones marxistas, que Weil reconocía mayoritarias, no eran simplemente organizaciones de obreros autoengañados. Ante la fuerza y tamaño crecientes de los tipos tradicionales de burocracia –‘cuerpos permanentes… distintos del pueblo’- y de nuevas modalidades de burócrata –como los organizadores y gestores de la producción en cadena-, se hacía pertinente un análisis más minucioso de los cuerpos burocráticos:

Debemos reconocer que las dos categorías económicas establecidas por Marx, capitalistas y proletarios, no bastan ya para entender la forma de la producción industrial. Los capitalistas están cada vez más despegados de la producción en sí, pues se entregan a la guerra económica… Casta o clase, la burocracia es un factor nuevo en la lucha social. En la URSS ha transformado la dictadura del proletariado en una dictadura ejercida por ella misma, y dirige desde entonces a los obreros revolucionarios del mundo entero. En Alemania, por el contrario, se ha aliado con el capital financiero para el exterminio de los mejores obreros… Los obreros reformistas están en manos de esa burocracia sindical que se parece a la burocracia industrial y a la burocracia de Estado como una gota de agua a otra, y que se aglutina mecánicamente en el aparato de Estado… Los anarquistas únicamente escapan a la influencia de la burocracia porque ignoran la acción organizada metódicamente. (op. cit., p. 72).

El poder creciente de la burocracia como un sector con intereses propios en la lucha de clases –consumidor de plusvalía a cambio de la administración de la su extracción, pero no propietario de los medios de producción- explica la dificultad para superar la competencia entre naciones –entre patrimonios de las respectivas burocracias-, así como el surgimiento de organizaciones de inspiración marxista: la doctrina marxista, estéril como ciencia de la revolución, es útil como instrumento propagandístico mediante el que aspirantes a burócratas reclutan adeptos –oropeles falsamente científicos, una elocuencia mesiánica y un desencadenamiento de apetitos que han desfigurado ese espíritu de rebelión que en el siglo pasado brillaba con un resplandor tan puro en nuestro país…Esas ilusiones que se les prodigan a los obreros, en un lenguaje que mezcla deplorablemente los tópicos de la religión con los de la ciencia, les son funestos (op. cit., p. 122) -.

Ahora bien, el problema no está en que las masas se hallen bajo un engaño, el problema es que ese engaño, bajo la forma de confianza en los líderes que tomaran el poder para ellos, les desvía precisamente de la construcción de relaciones en las que pueda arraigar una alternativa al capitalismo. Cuando Weil dice que Lo más grave es que en ninguna parte los obreros están organizados de un modo independiente (op. cit., p. 72), no es que eche en falta la satisfacción de alguna regla de juego limpio, sino algo más profundo, la orientación hacía una emancipación responsable:

Conciliar las exigencias de la fabricación y las aspiraciones de los hombres que fabrican es un problema que los capitalistas resuelven fácilmente eliminando uno de los términos, haciendo como si esos hombres no existieran [como tales]. A la inversa, ciertas concepciones anarquistas suprimen el otro término: las necesidades de la fabricación. Pero como se las puede obviar en el papel, no eliminar de hecho, esa no es una solución… Éste es el verdadero problema, el problema más grave que se le plantea a la clase obrera: encontrar un método de organización del trabajo que sea aceptable a la vez para la producción, para el trabajador y para el consumo… Ese problema ni siquiera se ha empezado a resolver, puesto que no se ha planteado: de manera que si mañana nos apoderásemos de las fábricas, no sabríamos que hacer con ellas y nos veríamos obligados a organizarlas como lo están actualmente (op. cit., pp. 176-177).

Estas largas citas pretenden servir de contexto a algunas expresiones del ensayo sobre la guerra que, tomadas en sentido aislado, pueden considerarse fórmulas morales convencionales –‘el poder corrompe’, etc-. Detrás de esas fórmulas, hay todo un análisis de las fuerzas que dan forma a la sociedad; revisable, pero análisis.

Casi siempre estoy de acuerdo con la letra de los escritos de Simone Weil, también con la de estos. Pero la música de fondo de estos escritos de juventud, el entusiasmo con que se dedica a denunciar ‘apetitos desfiguradores’, a denunciar la corrupción de personas de carne y hueso cuyos actos y compromisos políticos contempla (algo más claro en las páginas que dedica a hacer la crónica de congresos políticos), ese espíritu que parece filtrarse entre la letra… La música de fondo de estos escritos de juventud no puede dejar de recordarme a la terrorífica protagonista de la novela de Henry James La vuelta de tuerca, tan bien llevada al cine por Jack Clayton (The innocents) y a la ópera por Benjamin Britten. Todo viajero tiene su sombra.]

  • Esta muy bien el articulo. Pero yo sigo sin entender que problema hay en considerar que mucho de lo que decia Marx era correcto, y a la vez seguir siendo pacifista radical.

    Es decir, pensar que los desheredados tienen derecho a oponerse a su condicion y luchar contra la tirania sin violencia no contiene ninguna contradiccion en si.

    Sobre los miles de maneras de estorbar y desobedecer sin violencia hay innuberables articulos en esta y otras webs.

    Hoy en dia la lucha de clases ha cambiado mucho, aunque puede volver a ser la de principios de siglo XX (o eso pretenden los de arriba, pues piensan claro, que "si aquella la ganamos, una parecida la podriamos volver a ganar"),
    pero a mi me parece que hay un factor totalmente distinto en el panorama: La tecnologia.

    Las telecomunicaciones y la maquinaria electrica hacen que hoy en dia el trabajo no tenga nada que ver con como era la cosa en 1900. El sueño de que todos tengamos las necesidades basicas cubiertas esta mas cerca que nunca, y tambien mas atacado frontalmente por los de arriba que nunca, pero esto segundo no hace que lo primero deje de ser cierto.

    La revolucion debe ser individual: Negar la mayor. Negar el sistema (realmente no existe) y crear uno nuevo en la mente de cada uno, en el que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos y libertades.

    Negar el dinero. No es posible que estemos todos luchando unos contra otros por coleccionar papelitos de colores que solo unos pocos tienen derecho a imprimir...

    Recuperar la confianza en el vecino y cooperar por el bien de todos. Indignarse cuando matan a gente en nombre de "nuestra libertad" y denunciarlo. No colaborar nada de nada con este estado de cosas. Estorbar y desobedecer.

    internete
    1234567

    PD: Mucho mas facil, menos peligroso e infinitamente mas efectivo que cualquier lucha armada.

    Esta es la verdadera lucha que liberara al hombre nuevo.

    La otra, la violenta, es la que esperan los de arriba que sea la que elijamos: Porque en la lucha violenta siempre ganan ellos...

  • Simone Weil en Archipiélago

    12 de septiembre de 2008 15:26

    Se le dedicó un especial muy interesante:

    “Ejercía cierta fascinación”, dijo de ella Georges Bataille en El azul del cielo, “tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado”.

    Es verdad que lo mismo Bataille que Simone Weil acabaron sintiendo por el otro poco menos que repulsión —como “un obseso, un enfermo” terminó viéndolo ella—, pero eso no quita para que esa mezcla de lucidez y alucinación con que Bataille alude a ella, después de pintarla poco menos que como una especie de cuervo con gafas que desazonaba, sea una buena entrada para acercarnos a la mirada y la voz de esta singular figura que es Simone Weil (1909-1943). Lucidez y alucinación, es decir, claridad, clarividencia, despejo, y a la vez deslumbramiento, desvarío: luz extraña y extrema, que ahonda y vuelve transparente y a la par saca de órbita y hace que te desvíes, que aclara y ofusca, despeja y apelmaza, radicaliza y a la vez te adhiere a las cosas a las que carga de realidad —“Es bien aquello que da más realidad a los seres y a las cosas, y mal, aquello que se la quita”, dice en sus Cuadernos y en esa antología que es La gravedad y la gracia.

    No son pocos los que le han echado en cara a su pensamiento esa oscilación, esa incoherencia y falta de rigor, la continua contradicción de parte de sus afirmaciones y su misma forma de afirmar, la modalidad misma de su certidumbre, esa urdimbre de certezas contradictorias a ninguna de las cuales renuncia. Pero todo ello suena muchas veces a una excusa para quitársela de encima, para sacudirse algo que molesta, que atrae por su excentricidad pero acaba por no estar bien visto en ningún sitio. Demasiado desconcertante. Quien más quien menos, todos —la Iglesia, la izquierda…— han querido integrar su pensamiento o por lo menos lucir su figura como una flor extravagante entre sus filas. Pero no acaba de encajar en ningún sitio y todos concluyen por sacudírsela de encima, desde las ediciones La Pléiade —una especie de desdoro para tan buena compañía— hasta la izquierda —Trotski habló, cómo no, de sus prejuicios pequeño-burgueses y de su vulgar liberalismo aderezado con “una barata exaltación anarquista”— pasando por la Iglesia —el canónigo Moeller, el autor de la imponente obra Literatura del siglo XX y cristianismo, aun sintiendo cierta admiración, la condena, ya ven lo que son las cosas, por su “sexualidad reprimida”. Pero hacen bien, pues otra cosa hubiese sido tener muchas tragaderas con quien manifestó con claridad que ella estaba “al lado de todas las cosas que no tienen cabida en la Iglesia”, que las asociaciones con pretensiones divinas como la Iglesia resultan tal vez más peligrosas “por el simulacro de bien que contienen que por el mal que las ensucia” —pensemos, además y en este sentido, en todas esas ofertas de Patrias y Revoluciones, tecnológicas y globalizadas incluidas, con transferencia de sacralidad realizada—, y con quien, por otro lado, comprendió el profundo fracaso de las revoluciones y vio que “no es la religión, sino la revolución, la que es el opio del pueblo”. Pero tampoco se trata, desde luego, de falta de compromiso, de ligereza o desentendimiento. Nada más lejos para quien se tomó desde un primer momento todo tan a pecho, tan a la tremenda e indagó en cada cosa haciendo de esa indagación carne propia, tiempo de su tiempo vital y penalidad de su peripecia.

    Nada, no hay por dónde apresarla por mucho que buena parte de sus excesos existenciales sea de buen ver para nuestra onmicomprensiva sociedad del espectáculo: sus experiencias místicas, su participación durante la Guerra Civil española en la columna Durruti —el único icono de la historia en que un místico lleva un arma, dice J. Jiménez Lozano de una fotografía en que aparece con el mono y el gorro de los anarquistas y el fusil en bandolera—, su colaboración con la resistencia antifascista, su trabajo de obrera manual en las fábricas, sus viajes, sus deslumbramientos, la inaudita intensidad de su vida y su pensamiento, su caridad a ultranza por la que se negaba a calentar su hogar si ella pensaba que los obreros no podían hacerlo, repartía la parte de su sueldo de profesora que superaba el salario mínimo o se negaba a comer, estando enferma y exhausta en Londres, más de lo que ella pensaba que comían sus conciudadanos de la Francia invadida, extremo éste que la llevó a la tumba. Y todo ello en tan sólo treinta y cuatro años.

    “¡Está loca!”, respondió De Gaulle cuando ella le propuso que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada, pero esa capacidad y búsqueda de la temeridad en la vida y en el pensamiento, esa “capacidad para la voltereta argumental”, como dice Carlos Ortega, esa perseverancia y radical libertad con que buscó la verdad, ha generado grandes intuiciones en muchos campos, continuas iluminaciones desde el ámbito artístico a la descripción de nuestra sociedad de hoy mismo. Pocas calas tan lúcidas en la naturaleza de la desgracia, el mal, la fuerza o la atención, por ejemplo, o en la esencia y mecanismos del hitlerismo —perfectamente aplicables al etarrismo de nuestros días— o la localización de la nueva opresión en la “función” y la “organización” como las que esta escritora nos ofrece en sus obras.

    Simone Weil, “el equívoco constante de su pensamiento” del que habla Blanchot, descoloca, desitúa, afirma sin dudar y encerrando en esa afirmación a la voluntad, pero de tal modo que la afirmación se pone “tiesa y áspera” (Blanchot) hasta convertirse en un poder vacío. Nada mejor, para esta época en que vuelven a marchar, con viejos y nuevos ropajes y nomenclaturas, fundamentalismos y fanatismos varios, Iglesias y Procesos que aspiran a administrar los simulacros sacrificiales del Bien, que atender a la “fascinación y el incordio” que ejerce —como sostiene Jiménez Lozano— su voz, que prestar atención a sus razones y a su forma de atender.

    En un momento en que su obra está teniendo además entre nosotros una nueva y esmerada fortuna editorial (véase bibliografía), hemos invitado a presentar algunos de los temas centrales de su obra a un ramillete de los mejores conocedores de la autora. Que cada lector haga luego con su voz “un aparte”, como señala Jiménez Lozano que tienen que ser siempre los encuentros con ella.