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La democracia y la ley de la mayoría

Domingo.27 de junio de 2010 2048 visitas Sin comentarios
Reflexiones de Amin Maalouf #TITRE

Texto tomado del libro "Identidades Asesinas"

Los descarríos del sistema de cupos y del “comunitarismo” han provocado tantos dramas, en diversas regiones del mundo, que parecen dar la razón a la actitud contraria, la que prefiere ignorar las diferencias y remitirse, en todas las cosas, al juicio supuestamente infalible de la mayoría.

A primera vista, esta posición refleja aparentemente el sentido democrático puro: que entre los ciudadanos haya musulmanes, judíos, cristianos, negros, asiáticos, hispanos, valones, flamencos… es algo que se quiere ignorar, pues ¡todos tienen voto en las elecciones, y no hay mejor ley que la del sufragio universal! El problema de esta venerable “ley” es que deja de funcionar correctamente en cuanto el cielo se llena de negros nubarrones. En la Alemania de comienzos de los años veinte, el sufragio universal servía para formar coaliciones gubernamentales que reflejaban el estado de la opinión; a comienzos de los treinta, ese mismo sufragio universal, ejercido en un clima de crisis social aguda y de propaganda racista, condujo a la abolición de la democracia; cuando el pueblo alemán pudo volver a expresarse con serenidad había ya decenas de millones de muertos. La ley de la mayoría no es siempre sinónimo de democracia, libertad e igualdad; a veces es sinónimo de tiranía, sometimiento y descriminación.

Cuando una minoría está oprimida, la libertad de voto no la saca necesariamente de su opresión, e incluso es posible que agrave su situación. Hay que ser muy ingenuo -o, a la inversa, muy cínico- para sostener que, al dejar el poder a una facción mayoritaria se reducen los sufrimientos de las minorías. Se estima que, en Ruanda los hutus representan alrededor del noventa por ciento de la población, y el diez por ciento los tutsis. Unas elecciones “libres” serían hoy lo mismo que un censo étnico, y si se tratara de aplicar la ley de la mayoría sin ninguna cautela, se llegaría inevitablemente a una matanza, o a una dictadura.

No he citado este ejemplo al azar. Si examinamos un poco más de cerca el debate político que acompañó a las matanzas de 1994 observaremos que en todo momento los fanáticos decían actuar en nombre de la democracia, llegando incluso a comparar su levantamiento con el de la Revolución Francesa de 1789, y el exterminio de los tutsis, con la eliminación de una casta de privilegiados, como habían hecho Robespierre y sus amigos en la época en que reinaba la guillotina. Incluso algunos sacerdotes católicos se dejaron convencer de que debían ponerse “del lado de los pobres” y “entender su cólera”, hasta el extremo de hacerse cómplices de un genocidio.

Si tal argumentación me preocupa no es solo porque trate de ennoblecer el despreciable gesto del que siega vidas humanas, sino también porque pone de manifiesto cómo pueden “desviarse” los más nobles principios. Las matanzas étnicas se llevan a cabo siempre con los más hermosos pretextos –justicia, igualdad, independencia, derechos de los pueblos, democracia, lucha contra los privilegios-. Lo que ha ocurrido en varios países estos últimos años debería hacernos desconfiar cada vez que un concepto de vocación universal se utiliza en el marco de un conflicto relacionado con identidad.


Amin Maalouf: "Identidades Asesinas"

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