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La caza y el fuego en el norte extremeño

Jueves.24 de septiembre de 2020 106 visitas Sin comentarios
El Salto. #TITRE

Limitarse a los datos de los incendios en la zona alta de las comarcas del Valle del Jerte y la Vera puede resultar frío. Frente a la tendencia de naturalizar los incendios forestales, y para comprender por qué siete de cada diez incendios son intencionados, hemos hablado con vecinas de ambas comarcas, forestales, biólogas e ingenieros técnicos ambientales. En el anonimato, comparten la desolación ante una situación que se repite periódicamente y explican en los usos del suelo y la estructura de la propiedad de la tierra “algo que se veía venir”.

Víctor Prieto Rodríguez

No hay que despreciar el afán contable de los medios que han seguido el día a día del devastador incendio que ha quemado más de cuatro mil hectáreas en la zona alta de las comarcas del Valle del Jerte y la Vera. La pretensión de contar, en términos numéricos, lo que ha ocurrido es coherente con la reacción que suele provocar un incendio forestal en los responsables públicos: allí donde había un robledal centenario se pondrá otro, pero este mejor ordenado, limpio de maleza, domesticado como un jardín; si la desaparición del pastoreo caprino ha supuesto el crecimiento descontrolado del incivilizado matorral, se aprovechará el despeje realizado por el fuego para introducir la vaca de montaña en los nuevos pastos que la primavera irremediablemente traerá; dios no lo quiera, pero si se da el caso de que las llamas se han llevado por delante los últimos ejemplares del desmán ibérico de la Vera, se levantarán las restricciones a la detracción de agua de las gargantas (como ya hace el ayuntamiento de Cuacos) y, así, se dará un nuevo impulso al turismo fluvial. Son solo unos ejemplos de lo escuchado estos días.

Sin embargo, limitarse a mostrar los datos de la tragedia, desglosando el desastre por términos municipales, especies vegetales y animales, puede resultar, después de tanto fuego, un poco frío. Por no hablar de cuando el monte, arrasado por las llamas, queda reducido a una miserable cuantía de reclamaciones económicas. Dar cuenta de todo lo que ha pasado no está en nuestra mano -ni siquiera en aquellas que empuñaban el mechero en la Garganta de los Infiernos a la caída de la tarde del pasado 27 de agosto-, pero algo más debemos hacer con los datos que tenemos, nos hemos dicho, siquiera sea para evitar que la tendencia a la naturalización de los incendios forestales acabe de asentar la idea de que sabemos tantas cosas que no entendemos nada.

Para empezar, aunque resulte un dato recurrente, bien haremos en recordar que siete de cada diez incendios que se producen responden a causas intencionadas. De los tres restantes, dos de ellos son fruto de un comportamiento estúpidamente negligente, aunque no intencionado, y el otro puede relacionarse con causas fortuitas, fenómenos atmosféricos, una lupa y mucho sol o una chispa en mala hora. Así pues, siete de cada diez quiere decir que la mejor política de prevención de los incendios forestales está en actuar sobre las motivaciones e intereses que llevan a un paisano, sendero arriba, al caer la tarde, a pegarle fuego al bosque en el que, por así decirlo, se ha criado.

Para este artículo he mantenido varias largas conversaciones con personas que conocen bien la zona que se ha quemado. Son vecinas de ambas comarcas, forestales (Agentes de Medio Natural), biólogas e ingenieros técnicos ambientales que han preferido, significativamente, mantenerse en el anonimato. Todas comparten la desolación ante una situación que se repite periódicamente y que solo el azar ha impedido que se llegue a las dimensiones catastróficas de este año. Todas lamentan algo que se veía venir y que se explica en prácticas habituales relacionadas con los usos del suelo y la estructura de la propiedad de la tierra. Todas prefieren, por ello, hablar de incendiarios, no de pirómanos, pues esta última categoría responde al interés de situar las causas ulteriores del fuego en recónditos lugares de la mente, agotando, así, cualquier posibilidad de esclarecer los hechos.

La reconversión de la sierra

Si nos fijamos en el lugar de origen del primer foco, la zona alta de la Garganta de los Infiernos, en Cabezuela del Valle, observamos el carácter limítrofe de este paraje con la Reserva Regional de Caza “La Sierra”, un coto gestionado por la Junta de Extremadura en el macizo occidental de la Sierra de Gredos cuya singularidad reside, además de en la belleza del entorno montañoso, en la presencia de una de las mayores poblaciones de cabra montés del Sistema Central. Este entorno fue declarado en 1985 “Zona de Caza Controlada”, lo que significaba la supeditación de las actividad cinegética a la conservación y recuperación de una especie en ese momento en peligro de desaparición (unos 35 ejemplares censados en 1985-87.) Años después, fruto de una exitosa gestión ambiental (si bien con claroscuros en los que ahora no voy a entrar), la cabra montés había multiplicado su presencia en la zona, por lo que la Junta de Extremadura, a instancia de los titulares del terreno, accedió a crear la citada Reserva Regional de Caza “La Sierra”.

La recuperación de la cabra montés en este entorno de especial protección y seguimiento ha ido en paralelo a la constitución de un lucrativo negocio alrededor de la caza de los grandes ejemplares de macho cabrío. Se estima que el precio máximo por “abatir” (eufemismo de “matar”) uno de estos monumentales animales ronda entre los 3.000 y 6.000 euros, a repartir entre la propia Junta (30%, en concepto de tasas) y el propietario de la tierra (70%). Por este pago, además del “trofeo”, el cazador de alto standing puede disponer de un guía cualificado, ya sea un Agente del Medio Natural o un Vigilante de Caza, que realiza labores de apoyo al cazador durante el “rececho”. Cada año se organiza una subasta de cabezas, normalmente en Jarandilla de la Vera, siendo el número de cabras montesas “abatibles” anualmente, dada la condición de espacio de especial protección de la Reserva, limitado a un censo elaborado por los propios Agentes y técnicos de la Reserva, distinguiendo entre machos (a partir de los ocho años) y hembras (sin determinar su edad).

El éxito relativo de la Reserva ha propiciado una revalorización de las tierras colindantes, o al menos del aprovechamiento cinegético dentro de las mismas. Esto ha conllevado una paulatina reconversión de la actividad ganadera tradicional, muy trabajosa y poco competitiva frente a la ganadería estabulada o intensiva, que ha ido cediendo terreno ante el empuje de los cotos de caza privados. Esta reconversión también ha supuesto un proceso de concentración de la tierra en zonas en las que la propiedad se encuentra dividida, históricamente, entre monte público, proindivisos (grandes extensiones cuya propiedad se encuentra muy fragmentada) y enormes fincas privadas que surgieron de las desamortizaciones de tierras comunales del siglo XIX. La variedad de la titularidad convierte la sierra en un galimatías de intereses cruzados y enfrentamientos recurrentes entre nuevos y viejos propietarios, gestores de grandes cotos que buscan ampliarlos y pequeños propietarios que intentan maximizar beneficios con lo que hasta hace poco no valía nada.

La llegada del fuego

Los entrevistados coinciden en señalar que gran parte de los incendios se evitarían si la Junta impidiera el aprovechamiento inmediato de los terrenos quemados. No es que sea pedir demasiado. La Ley de Montes de 1968 ya introducía esta razonable cláusula, aunque en la práctica, ayer y hoy, las autoridades han preferido mirar hacia otro lado.

Pero lo que ayer eran pequeñas quemas otoñales destinadas a “regenerar” los pastos de cara a la primavera, con pocas posibilidades de derivar en un gran incendio, se ha convertido hoy en una práctica furtiva veraniega. El objetivo ahora es mover los animales de caza hacia la finca propia, dañando, de paso, a los vecinos, que se han convertido en competidores por el preciado ganado salvaje. Es por eso por lo que un buen conocedor de estas tierras se refiere a incendios como el de este año como “incendios de diseño”, destacando la minuciosa premeditación que hay detrás de prender la mecha en un lugar recóndito, pero bien seleccionado, y a última hora de la tarde, impidiendo la acción temprana de los medios aéreos de extinción. Esta tesis se ve respaldada por la coincidencia del incendio con el día más ventoso del verano, algo que el incendiario, no hay duda, sabía bien.

Atraer a los grandes mamíferos de la sierra hacia los cotos utilizando el fuego puede acarrear incendios descontrolados que acaben arrasando más de lo pretendido, pero este es un riesgo que el jugoso negocio de la caza mayor invita a correr. Más si cabe si pensamos en que la opacidad de las fincas privadas impide realizar un conteo riguroso de los animales abatidos en ellas. En los cotos de estas fincas, me cuentan, la caza furtiva es una práctica habitual, por lo que el número real de cabezas abatidas puede triplicar las cifras oficiales.

A la opacidad de la propiedad privada hay que sumar la impunidad derivada del arrinconamiento de los Agentes del Medio Natural, cuya labor ha sido vaciada de contenido en los últimos años por parte de la Junta de Extremadura. Ellos, como agentes de la autoridad reconocidos por la propia Administración extremeña, deberían ser los encargados de llevar a cabo la investigación de las causas de los incendios, pero el Gobierno de Mérida decidió adjudicar en 2016 esta labor a la empresa vallisoletana Europa Agroforestal SL, a razón de unos 240.000 euros anuales. Los Agentes trataron de recurrir la externalización de este servicio, sabedores de la necesidad de erigir mecanismos independientes de control entre la concedente de cotos privados (la propia Junta) y las empresas que los explotan, pero tuvieron que dar su brazo a torcer ante el elevado coste de sostener un pleito contra la Administración autonómica. El resultado: desaprovechamiento del personal funcionario e investigaciones dirigidas y poco concluyentes, un despropósito.

Una reflexión final

Alguien ha escrito en sus redes una idea que comparten las personas a las que he entrevistado estos días: “No es una cuestión de cabras vs. caza, sino de uso comunal de la sierra vs. uso privativo de la misma”. La idea me parece especialmente sugerente porque introduce la realidad de un proceso de privatización encubierto de los aprovechamientos de la tierra, privatización paulatina que coincide en el tiempo con la proliferación de concesiones de cotos privados por parte de la Junta de Extremadura y con el surgimiento de incendios forestales de dimensiones desconocidas en la zona hasta fechas recientes.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/incen...

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