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¿Insumisión en democracia?

Viernes.13 de mayo de 2005 1243 visitas Sin comentarios
Tortuga Demócrata #TITRE

El Correo Digital

JOSÉ IGNACIO CALLEJA/PROFESOR DE MORAL SOCIAL CRISTIANA

Hace unos años, con ocasión de la insumisión de muchos jóvenes al servicio militar obligatorio y, más tarde, a la ley de objeción de conciencia que permitía evitarlo mediante la llamada prestación social sustitutoria, reflexionamos mucho sobre la legitimidad o no de la desobediencia civil en una democracia. Viene a cuento este dato porque en la Iglesia, mientras los moralistas de talante más abierto afirmaron, entonces, la legitimidad jurídica y ética de la desobediencia civil que fue la insumisión, discernida con todo cuidado, el Episcopado español se pronunció contra su legitimidad por entender que en un sistema democrático, y habiendo una ley de objeción de conciencia, no había razones para tal desobediencia civil: «Su ejercicio puede resultar más bien un modo peligroso de atentar contra una de las bases de la pacífica convivencia (...) como es el respeto al orden jurídico legítimamente establecido, siempre que no se haya probado su grave inmoralidad» (CP de la CEE, 1995).

Seguramente pocos pensaban en aquel momento que llegaría el día en que la cuestión de la desobediencia civil se plantearía en relación a las obligaciones legales de ciertos cargos públicos ante el matrimonio entre personas del mismo sexo. Llegado este momento, comienza a notarse un movimiento de contestación social en el que el mundo ’eclesial’ está ya muy presente, sea desde sus obispos, sea desde ciudadanos y políticos que se postulan públicamente creyentes. El argumento fundamental viene a ser el siguiente: Estamos ante un supuesto no permitido por la ley moral objetiva. El orden natural de la vida humana no permite este matrimonio. En realidad, no puede ser matrimonio. El Estado democrático no puede legislar contra el orden natural, hiriendo gravemente el bien común al que sirve. Ésta es la posición más crítica. A su lado, no son pocos quienes añaden este criterio: Si algunos colectivos minoritarios necesitan ver mejor reconocidos sus derechos civiles, plásmese esto en una figura jurídica con todos los efectos legales del matrimonio, pero sin forzar esta institución natural, amenazándola de destrucción y, por ella, a la familia y la sociedad. Entre tales efectos, desde luego, no entra la adopción, porque tampoco es un derecho de los adoptantes, casados o no.

Frente a los anteriores están quienes consideran que el bien común de una sociedad democrática ha de definirlo la voluntad mayoritaria de la población, la cual, en el marco de los derechos humanos de todos, define y legisla para este tiempo y lugar lo que, desde el punto de vista de la convivencia social, es legal y legítimo. Y en todos los supuestos, persiguiendo el reconocimiento íntegro e igual de los derechos civiles y políticos de todos los ciudadanos. En suma, es el Parlamento el que tiene la última palabra en la regulación civilizada de la vida pública.

Vistas ambas posiciones, está claro que la diferencia fundamental versa sobre los contenidos del ’orden natural de la vida’, es decir, la ’moral objetiva’, el ’bien común’, los ’derechos humanos fundamentales’. Sobre los contenidos y sobre quién los interpreta en una sociedad democrática y laica, y cómo se resuelven las discrepancias en caso de conflicto. La respuesta inicial parece fácil. Una vez tenido el debate en la sociedad civil, las instituciones democráticas formulan su propuesta legal que, al ser aprobada, es ley para todos y bien común posible. Muy fácil, en apariencia. La cosa se complica si alguien reclama ser intérprete autorizado de una razón natural que la democracia no podría ignorar.

Algunos profesores de ética, en el tiempo antes citado de la insumisión al servicio militar obligatorio, introdujeron una distinción muy interesante entre desobediencia civil y derecho de resistencia. El primero, interpreto yo, se refiere a un derecho, condicionado y ocasional, de desobediencia ante ciertas leyes democráticas, manifiestamente perfectibles en su grado de justicia; el segundo sería un derecho y, en el fondo, un deber, de resistencia, también con sus condiciones, para oponerse a una ley democrática manifiestamente injusta. Evidentemente, en una democracia hay muchas leyes manifiestamente mejorables en su contenido de justicia, luego su mejora sólo puede venir por la lucha democrática para que la voluntad popular, y parlamentaria al cabo, se plasme en otra ley más justa. En esta lucha democrática caben algunos supuestos de desobediencia civil, con sus requisitos democráticos, y a sabiendas de que en tal desobediencia se expresa algo moralmente legítimo, pero no universalmente exigible por debido.

Veamos ahora el derecho-deber de resistencia. ¿En una democracia puede haber una ley manifiesta y absolutamente injusta? Puede ocurrir, pero, ¿cuidado!, no es fácil pensar que sólo lo vean unos pocos y, en todo caso, siendo minoría, la contestación mediante el derecho de resistencia tiene que obrar como resistencia democrática, activa y no violenta, frente a la mayoría de la sociedad y su ley representativa. No resulta creíble pensar en una democracia con múltiples leyes absolutamente injustas, pues estaríamos ante un caso de puro totalitarismo, donde el derecho de resistencia a la injusticia es un deber universal, una cuestión de dignidad humana para todos los ciudadanos. Otra cosa es la práctica histórica.

Viniendo a nuestro caso, es claro que quienes se oponen al proyecto de ley que permitirá matrimonios del mismo sexo estiman que estamos ante una propuesta, y en su caso, una ley, absolutamente injusta, que atenta contra la razón humana, el bien común, la ley moral y el orden natural de las cosas. También contra la ley de Dios. Si atendemos al argumento de razón, el que afecta a todos los ciudadanos en una sociedad democrática y laica, no deberíamos despreciarlo sin más por provenir de gente de fe o de sectores sociales conservadores. Habría que profundizar en sus razones y cómo las conocen, para valorarlas una a una. Recuerdo, en este sentido, nuestra tendencia a menospreciar al mensajero. Pero volvamos a lo dicho. Como en el terreno de los razonamientos acerca del bien común, la ley moral y el orden natural no parece fácil llegar a un acuerdo pleno y universal, no tenemos otro camino que someter el bien común al debate público de las ideas y, por fin, al dictamen democrático del Parlamento en la ley.

En el caso que nos ocupa, la presunción de legitimidad, en cuanto a la forma y el fondo de una ley que se empeña en reconocer mejor los derechos civiles de las minorías, a mi juicio, hay que presuponerla a favor del sistema democrático. Sus excesos, si los hubiere, hay que discutirlos y corregirlos democráticamente en el juego de mayorías y minorías. Si su resultado legal, y mientras no cambie la ley, ofende a nuestra conciencia moral por razones de injusticia absoluta, el derecho de resistencia debe traducirse en una contestación cívica y no violenta en favor de una ley de objeción de conciencia para nosotros y en el derecho a extender públicamente nuestros argumentos para cambiar las mentalidades y por ellas la representación popular. Si, en su camino, y mientras se logra la ley de objeción, hay que pagar un precio personal, esto lo tiene que valorar cada conciencia. Todo tiene, inicialmente al menos, un precio. Pienso, por ejemplo, en la vida de Jesús de Nazaret.

En todo caso, nadie deberá cuestionar el disfrute de iguales derechos civiles y políticos para todos los ciudadanos del Estado, ni de la contestación a la ley democrática podrán derivarse males mayores para el orden social de los que se quieren evitar. Ningún proceder, además, debe obedecer a un concepto particularista del bien común, sino a una forma de solidaridad más profunda y universal con los derechos civiles de todos. Purificar las motivaciones de todos, sin fragmentar la ética a la medida de nuestra ideología de grupo, y verificar todo esto en la mejora de las condiciones de vida de las minorías parece una terapia moral muy conveniente para todos, el legislador y la sociedad civil por entero.

Mi opinión personal es que el proyecto de ley podía evitar la equiparación conceptual de los ’matrimonios’ del mismo sexo con la institución matrimonial al uso, y, sin embargo, reconocer la plenitud de derechos civiles a todos los ciudadanos y, especialmente, a las minorías de todo signo. A mi juicio, la adopción de menores no es un derecho del matrimonio, o de sus analogados, sino del niño o niña en cuestión. Creo firmemente que la pareja de hombre y mujer es, en general, la más conveniente para el menor. Por nuestra parte, quienes participamos de alguna reserva, la que sea, conceptual, o de fondo, debemos reconocer la presunción de bondad a favor de la democracia al formular el bien común para todos y guardarnos de toda precipitación en las contestaciones ideológicamente poco trabajadas y, en la práctica, capaces de producir más daño del que quieren evitar.