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In vino veritas

Domingo.21 de junio de 2009 778 visitas Sin comentarios
Reflexiones sobre el insulto tabernario #TITRE

ANDRÉS CASTAÑO PÉREZ

En plena semana de descuartizamientos y con la creciente sensación de que el crimen también se ha globalizado, a nadie puede extrañar que Miao Yu Long haya apuñalado quince veces a su jefe al confundirlo con una zanahoria. Miao Yu Long es pinche de cocina de un restaurante en Balaguer (Lleida) y se hallaba preparando los ingredientes para cualquiera de esas agridulces recetas con que los chinos martirizan a la gastronomía cuando confundió al señor Ling con una hortaliza. Ahora está siendo juzgado y cabe la posibilidad de que él crea verdaderamente en su inocencia; en cambio, es seguro que al juez le resultará casi imposible encontrar el parecido entre un tubérculo y un "maître". Con lo que el tenebroso asunto se despachará con una condena rutinaria y la reflexión íntima pero también rutinaria de que convivimos a diario con la violencia impredecible.

Otros dos hosteleros, Bernard Mariusz y Michal Lotocki, han afrontado con optimismo este polvorín cotidiano. Ambos regentan un bar en Cullera y esta semana decidieron permitir que los clientes insultaran a los camareros para evitar que descargaran en casa la ira acumulada. Ofrecen una consumición gratuita si el insulto les parece ingenioso y aceptan que puedan ser proferidos en cuatro idiomas: español, francés, polaco y rumano. La exclusión del inglés puede deberse a que los ingleses suelen estar demasiado borrachos como para insultar de forma inteligible o a que, sencillamente, nadie habla inglés en "Casa Pocho", que así se llama el pintoresco local. De todas formas, el insulto tabernario tiene innumerables precedentes. Recuerdo un bar en Santa Pola que sólo servía quesos y salazones como tapas. En cierta ocasión, un cliente novato tuvo la ocurrencia de pedir una ración de callos y el dueño le comunicó que era imposible con una frase intemporal: váyase a la mierda.

Naturalmente, el matiz que diferencia a "Casa Pocho" de tantos y tantos locales en que la reyerta es la especialidad de la casa consiste en su pretensión purificadora. Insultar a un camarero como una espita que filtra la tensión tiene la ventaja indudable de que quien lo hace difícilmente reincidirá en el dormitorio conyugal debido al agotamiento. Ahora bien, uno puede preguntarse razonablemente cómo reaccionará ese mismo camarero cuando finalice su turno y entre en casa con el delantal plagado de calumnias. Es el reverso que captó John Morley cuando, tras cincuenta años dedicados al estudio y al servicio público, llegó a la conclusión de que todo era inútil. Quizás con más perspicacia, en el bar donde desayuno la costumbre es precisamente la contraria: algunos camareros insultan a los clientes con gracejo incuestionable. De otra forma, no se explica que la parroquia les sea fiel y regrese al día siguiente para engullir churros entre muecas de desprecio.

Sea como fuere, es seguro que estamos transitando al límite de nuestro equilibrio psicológico y el ejemplo más inane son las discusiones subidas de tono ante la barra. Por debajo de ellas, la desesperación suele traducirse en crímenes pasionales, riñas vecinales que los tabiques apenas amortiguan y la algarabía callejera que arrasa con papeleras, maceteros y semáforos. Ahí hemos claudicado porque lo que en el fondo comienza a agobiarnos es si comeremos a mediodía. No crean, son legión quienes ni siquiera pueden desfogarse en un bar de Cullera ya que no tienen con qué pagar la caña. Es una reflexión aceptablemente demagógica que al menos se halla a la altura de las palabras de José Blanco: los impuestos no han subido, sino que se han actualizado. Si este hombre abriera un bar en Cullera se haría de oro.

Andrés Castaño Pérez es abogado.

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