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El ataque del estado liberal a los concejos de vecinos

Miércoles.15 de enero de 2014 194 visitas Sin comentarios
Commons Leon #TITRE

Publicado en Commons Leon: "Comunales y cultura rural en León. Una herencia que conservar".

¿Qué les podría contar yo sobre el concejo de vecinos? Pues que en el siglo XIX estuvieron a punto de desaparecer. El Estado liberal despojó a los concejos de vecinos de sus capacidades y atribuciones e hizo todo lo posible por eliminarlos. La pregunta es ¿por qué pervivieron entonces? Sigue leyendo y quizás encuentres alguna respuesta…

Según el jurista leonés Diez Canseco el origen del concejo rural se sitúa en el Medievo como exigencia de la organización de la vida económica. Durante la Edad Moderna el concejo de vecinos ya era una institución clave en la provincia de León asentándose en él el poder de las comunidades rurales, siendo éste el encargado de la toma de decisiones y de la organización de la vida económica; entre sus funciones estaban: 1) elaborar las ordenanzas, 2) administrar los recursos colectivos, 3) regular los aspectos agrarios, 4) dictar la normativa ganadera, y 5) administrar las propiedades comunales.

A partir de 1812, con la creación de los municipios, se produjeron cambios trascendentales y diversas leyes promulgadas por el Estado liberal fueron quitando capacidades a los concejos de vecinos, como era por ejemplo la confección de ordenanzas concejiles para el gobierno local. Otro de los ámbitos donde los concejos perdieron atribuciones fue en la gestión de sus montes; la Ordenanza de Montes de 1833 establecía que todos los trámites en relación a los montes tenían que hacerse obligatoriamente a través de los ayuntamientos que, como ya vimos en otra entrada del blog, han sido la columna vertebral del caciquismo.

Aunque en 1870 se reconocieron las Juntas administrativas, no se clarificaban sus funciones, puesto que se les negaron muchas de las atribuciones que tradicionalmente habían tenido los concejos; una de ellas era por ejemplo, la posibilidad de castigar a quienes cometiesen infracciones en los montes pertenecientes a los concejos. Como detalla Flórez de Quiñones, se estaban subordinando de manera clara los intereses de los concejos y de las juntas vecinales a los ayuntamientos, con lo cual los concejos perdían la potestad de gestionar sus propios bienes.

Posteriormente la Ley Municipal de 1877 recogía nuevas disposiciones sobre las Juntas Vecinales –art. 90–, manteniendo que los pueblos que tuviesen territorio propio, aguas, pastos, montes o cualesquiera derechos que les fuesen peculiares, conservarían sobre ellos su administración particular. Sin embargo seguía correspondiendo a los Ayuntamientos tramitar todo aquello que tuviese que ver con comunales y montes: expedientes de excepción, solicitudes y propuestas de aprovechamientos, pago del 10% destinado a mejoras, tramitación de las multas, etcétera.

A pesar que que la ley no les reconociese capacidades, los concejos siguieron funcionando. La razón de ello la explica Flórez de Quiñones: “Cuando uno de los pueblos agregados al término municipal necesita construir una escuela, concurrir con el Estado a la construcción de caminos vecinales; cuando precisan, en fin, cualquier otra mejora imprescindible, tienen ellos mismos que acudir a la tradición, a sus antiguas costumbres, que es del único modo que sus necesidades pueden ser atendidas. Esta es, acaso, una de las causas de la tenaz supervivencia del antiguo Derecho”. Es decir, la reacción de los pueblos frente al ataque del Estado que ponía en peligro su supervivencia, fue cerrar filas en torno a los viejos usos y costumbres. Por decirlo de otra manera, vieron que la ‘autogestión’ era la mejor manera de gestionar sus asuntos.

De esta manera hasta las décadas centrales del siglo XX, en muchos pueblos los concejos siguieron teniendo amplias competencias en el gobierno local y en la organización de la vida comunitaria. Literalmente dice López Morán: “El concejo entiende en todo lo que afecta al régimen de la comunidad, y en ocasiones, en algo que se relaciona con la vida puramente privada. Hace el libro del pueblo ó reglamento que ha de regir durante el año la vida del común; toma acuerdos semanales acerca del pasto de los ganados; determina la apertura ó coto de los pagos y de los comunes, la corta de leñas en los montes, el arreglo de los caminos y días en que ha de practicarse, el riego de los prados y su forma, la elección de toros para las vacas y de sementales para las ovejas, la venta del abono de las majadas, reparación de los molinos y sus presas; acuerda acerca de la policía en las casas, en las calles, en los ríos y en las fuentes; entiende en la relaciones del pueblo con el ayuntamiento y con otros pueblos; juzga de la legitimidad de las multas impuestas por el guarda de frutos, pastos y montes, mandando apuntarlas a cargo del infractor, si o hay, ó, en otro caso á cargo del guarda; dispone la inversión de fondos, y toma cuentas de su administración á los Alcaldes de barrio salientes”.

Al igual que en siglos anteriores, tal y como ha estudiado Laureano Rubio, la fuerza del concejo residía tanto en el propio compromiso y sometimiento de los miembros de la comunidad, cuanto en la posibilidad legal de frenar la injerencia de elementos externos que pudiesen modificar de alguna forma el consenso o equilibrio social, necesario para la reproducción del régimen comunal.

A lo dicho por L. Rubio, hay que añadir que el concejo estaba legitimado por la comunidad, aspecto que se refleja en la toma de decisiones. En primer lugar, el concejo funcionaba como la asamblea de todos los vecinos (en la que además un hombre era un voto) lo cual implicaba anteponer el interés del grupo frente al individuo. En segundo lugar, la actuación del concejo tenía una dimensión moral de primer orden; no sólo regulaba aspectos de la vida religiosa de la comunidad, sino que organizaba los trabajos comunitarios, como hacenderas o veceras, e incluso establecía obligaciones solidarias con el resto de los vecinos. Por último, a pesar de la derogación de las ordenanzas, el concejo siguió legislando sobre la vida económica de los pueblos; como explican López Moran, Flórez de Quiñones o Ruth Behar, a finales del siglo XIX y principios del XX los vecinos siguieron redactando acuerdos, ordenanzas ganaderas, o libros de pueblo que, firmados por todos los vecinos, eran de obligado cumplimiento.

En el funcionamiento del concejo la costumbre tenía un gran peso. Es erróneo suponer que la costumbre era algo fijo e inmóvil y que en el siglo XX los concejos funcionaban y se regían por las ordenanzas como lo hacían en la Edad Moderna. También es erróneo pensar que los concejos son una reliquia del pasado; como veremos en otra entrada, las costumbres y tradiciones estaban en continuo cambio y los concejos no han sido una excepción. En el último siglo y medio han pasado muchas cosas: una guerra civil y una dictadura de 40 años, hemos entrado en la Unión Europea, ya casi no queda gente en los pueblos, apenas vive gente de la ganadería y de la agricultura… Todos estos cambios han marcado la vida de los pueblos y han modificado el funcionamiento de los concejos, pero éstos han pervivido no como reliquias sino como instituciones válidas y legítimas.

De la historia se pueden aprender cosas. La principal lección aprendida de lo ocurrido en el siglo XIX es que frente las amenazas del exterior los pueblos optaron por sacarse ellos mismos las castañas del fuego y defender sus propiedades y gestionar sus asuntos como lo venían haciendo durante siglos…

Tomado de Indymedia Barcelona.