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De cómo pegar a los niños (por su bien)

Domingo.10 de febrero de 2008 2409 visitas - 1 comentario(s)
Con los Niños no se Juega #TITRE

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SOBRE PEGAR A LOS NIÑOS...

Da ganas de llorar que a estas alturas del partido se esté debatiendo en la sociedad si las hostias valen, matizando el maltrato como si fuera una cuestión de grado o de educación, confundiendo criminalmente la responsabilidad con el abuso y la educación con el castigo.

El caso es que no hemos aguantado más manteniéndonos al margen de este debate.

insertamos un enlace a una noticia de esas que te amargan el día ( el 58% de los padres valora como positivo pegar a sus hijos), y un artículo que asume la valentía de ironizar sobre el tema, publicado en LA HAINE:

De cómo pegar a los niños (por su bien)

Como quiera que nuestra sociedad resista a la demagogia política, permitiendo el castigo físico de los niños a manos de sus padres, se me antoja deficiente que la autoridad no haya regulado tan delicado derecho sin establecer siquiera la cabal obligación que comporta el seguir un método al ejecutar el mismo, pues no es de recibo que suceda que haya niños que reciban buenos cachetes mientras otros, desdichados, deban conformarse con una torta mal dada.

Como bien saben los etólogos, pegar a los propios hijos en el cálido hogar es una de nuestras señas de identidad en cuanto especie respecto al resto de primates que a diferencia prefieren cebarse en prole ajena, toda vez el homo sapiens evolucionó y comprendió que pegar al hijo del vecino podría enfrentarle al vecino mismo, y con ello, poner en riesgo la convivencia y paz social. Así, se optó por no pegar a nadie salvo a los propios hijos, demarcación cívica que sirve para distinguir el maltrato del castigo. Los antropólogos subrayan que ésta costumbre se debe más a una pauta de conducta aprendida que a un instinto natural, como prueban la infinidad de culturas primitivas que aún se localizan por Micronesia y Amazonía, donde los niños viven, se educan y desarrollan sin el menor atisbo de violencia... pero así luego salen ellos, y sus sociedades a quienes bien hacemos en llamar “Salvajes y Atrasadas”. En consecuencia, hace tiempo que desde los distintos ámbitos se clama por una urgente intervención de la UNESCO para proteger éste legado de la civilización y que se vele por la buena trasmisión a las futuras generaciones, de tan ancestral tradición que nos ha forjado como humanos cuál es, la de pegar a los niños durante su infancia.

Pero por razones que escapan a mi entendimiento, en apenas cuatro lustros, los acomplejados adultos hemos perdido toda capacidad -¡quién sabe si las ganas!- de reprender los malos comportamientos juveniles con ánimo de enderezarles. Así, ha desaparecido todo castigo físico: del capataz hacia el aprendiz, del oficial hacia el recluta, del maestro hacia el alumno.... y en consecuencia hoy es el día en el que asistimos perplejos a enlaces donde entre ambos cónyuges no han recibido una sola “pastilla de Espabilina” corriéndose con ello el antedicho riesgo de ver interrumpida la tarea comunicativa que trasmite la herencia cultural de la especie, pues difícilmente estarán en disposición de legar a sus hijos la vital experiencia del castigo físico, quienes previamente se han visto privados de ella por negligencia de sus progenitores. ¿Qué sera de esos niños? Los pobres crecerán entre carantoñas, mimos y caricias sin que nadie se atreva nunca a propinarles un azote.

Y es que no son pocos los psicólogos y pedagogos que en privado reconocen al castigo físico, entre las necesidades a cubrir por los padres en la infancia, dados los beneficios psico-somáticos, cívico-morales y espirituales que de su correcta aplicación se siguen para el educando: Aunque no lo parezca el niño reclama de continuo una especial atención a este respecto, de ahí que no pare e insista hasta que se le castigue y reprenda. El niño pide a gritos que se le pegue, pues de las collejas recibidas, a falta de un buen entendimiento lógico-lingüístico, es de donde colige su escala de valores y aprende a conducirse en la vida que no otra cosa es educar. La abundante casuística demuestra que los niños malcriados entre continuos mimos y caricias, son los primeros en apasionarse por los juegos de guerra, y en adquirir patrones violentos fuera de casa, buscando en la calle, lo que les falta en el hogar entregándose con desenfreno al atractivo gamberrismo urbano, al jerárquico pandillaje, o a la moda del activismo antisistema, pues como dice el refrán, “En casa de cristal, se arrojan piedras...” por consiguiente, los paternales cachetes dados con cariño, amor y psico-pedagogía, previenen éstas tendencias. La correcta aplicación de las distintas técnicas ayudan al niño a comprender su propio cuerpo, los azotes en el culo, las tortas en la cara, pellizcos en el brazo... Técnicas que ponen a prueba, potencian y estimulan su sistema cardiovascular, el sistema nervioso central y su circulación sanguínea. Por si fuera poco, pegar al propio hijo, afianza como ningún otro acto la filiación y el parentesco, pues si bien cualquiera puede curarlo, alimentarlo e instruirlo, nadie salvo los padres, pueden pegarle, y eso el niño lo agradece en su fuero interno, aunque sus lágrimas y berridos aparenten lo contrario. Cuando el niño recibe un buen tortazo, íntimamente traduce el gesto en ¡¡Éste es mi papá!! Otra cosa es, si quien le pega es el fontanero, el cura, o el profesor. Entonces, ¡¡el niño se puede traumatizar!!.

Así las cosas, urge que el Ministerio del Interior o Instituciones Penitenciarias conformen un protocolo que explique a los padres inexpertos, cómo deben pegar a los niños por su bien. A mi juicio, éste manual habría de versar sobre el dónde, cuándo y cómo se ha de aplicar los distintos castigos físicos, dando cuenta con todo lujo de detalles de las distintas técnicas según sea la fuerza, el impulso, posición, localización y cuantos datos incidan para que se pueda distinguir no ya entre un azote y un puñetazo o patada, sino también la enriquecedora diversidad que tercia entre el sopapo, la torta, el cachete y la bofetada. Si me lo permiten, les resumo en una gráfica, donde (x) es la edad e (y) el número de golpes e intensidad, el posible contenido de ésta guía práctica para pegar a los niños por su bien:

En una primera fase, que va desde recién nacido hasta los 3 añitos, se observa que en los 12 primeros meses del bebé, el castigo físico brilla por su ausencia dada su ineficacia en un cuerpo que no está capacitado para comprenderlo, con todo, una acción verbal contundente acompañada de un zarandeo, podría ser un buen comienzo. Una vez cumplido éste período de gracia, pueden empezársele a dar sus primeros azotitos, que entre el pañal y la impresión de la palmadita que le dieron al nacer, apenas sirven para asustar, pero por algo se ha de empezar. De los 18 meses a los tres años, es un buen momento para incrementar la intensidad y frecuencia de los azotes, e introducir los típicos y saludables pellizcos.

La segunda fase, se inicia con los tres años y se prolonga hasta los seis, etapa ideal para tirarles de las patillas, cogerles por la oreja y... por qué no, darles a conocer el guatazo, la colleja y el soplamocos. Este trienio debe ser aprovechado por los padres para castigar a menudo a sus hijos, pues aunque el cuerpo de los mismos ya está configurado para recibir golpes de intensidad, por suerte su cerebro todavía en formación, carece de las sinapsis suficientes como para grabar las escenas en la memoria y evitarle como a los animales, el sufrimiento, al igual que ellos, los golpes solo les provoca dolor, el suficiente para corregirlos y disciplinarlos, ayudarles a adquirir buenos hábitos y a rehuir las malas costumbres. En buena lógica la abundancia del castigo físico entre los 3 y los 6 años, redundará en su reducción en fases posteriores, cosa que el niño agradecerá.

Si todo ha ido bien, en una tercera fase, entre los 6 y los 11 años, la intensidad y frecuencia del castigo físico habría de estabilizarse. Para compensar este estancamiento en la ascensión de los correctivos, es bueno aumentar la variedad de los mismos. Es entonces cuando deben aparecer las buenas tortas, los estupendos cachetes, las soberbias bofetadas, e introducir su combinación, como sucede al cruzar la cara, donde se empieza con una torta y se termina con un sopapo. Esta pluralidad de elementos, hace que el castigo físico no sea tedioso y aburrido para el niño, impidiendo con ello que decaiga su atención. La lección, si es divertida, mejor será aprendida.

Por último, tenemos la cuarta fase que va de los 11 años en adelante. En este periodo, el castigo físico hacia el propio hijo cae en declive y en franca decadencia en relación inversamente proporcional al crecimiento de la masa muscular del educando, que le capacita para emitir respuestas coherentes en el contexto dado. Es hacia los 14 años cuando los psicólogos y pedagogos recuerdan a los padres el famoso complejo de Edipo, y aconsejan que a los jóvenes se les eduque en el diálogo, el amor al prójimo, en pacifismo, el antimilitarismo y la no violencia.

Esta gráfica, a mi entender describe el sombrero o bombín con el que la respetable sociedad cubre el castigo físico de respeto durante la infancia, pero claro, que donde yo percibo un bombín, el Principito de Saint-Exupèry seguro que ve una boa que se ha tragado un elefante. Pero eso ocurre porque de pequeño nadie le dio dos tortazos bien dados.

  • De cómo pegar a los niños (por su bien)

    11 de febrero de 2008 01:08

    LA PEDAGOGIA DEL
    GRITO

    PABLO EMILIO OBANDO ACOSTA

    La eficacia del grito es innegable en los seres con carencias mentales; las deficiencias anímicas y volitivas se compensan al ímpetu de una orden tiránica. El grito mueve los hilos íntimos del hombre moralmente deformado, llevándolo a acciones antes para él impensadas e insospechadas; lo que antes fue una quimera se convierte en una realidad cercana y superada.

    Ante un grito oportuno se despiertan los anhelos de acción; las grandes maravillas el mundo se deben a la voz fuerte y exaltada de un capataz. La gran masa, los triviales, los seres anónimos y desprevenidos ciudadanos carecen de la inteligencia necesaria para actuar por voluntad propia, su torpe filosofía de la vida les hace creer que pasar desapercibidos es la mejor manera de gozar la vida. Esos seres tienen muerto o demasiado adormilado su espíritu de iniciativa, actúan únicamente ante la impetuosidad de un grito y a cambio de respeto, obedecen al temor. Son seres que no evolucionaron en espíritu, seres que se encuentran al mismo nivel cultural o emocional que las mulas cerreras. El látigo es su único lenguaje y su único estímulo; no le temen a nada salvo al capataz que los domina con su sola presencia.

    El grito es una opción de inteligencia para los seres inoperantes e insuficientes mentales; a cambio de propuestas o de iniciativas se tiene a mano el poder sugestivo del grito.

    Cuántos espíritus se inactivarían si cesaran los gamonales sus gritos; el mundo se estancaría, no tendría norte ni sendero. El grito penetra las almas con más facilidad que la cultura, el amor o la ternura. Es una gran verdad que el mundo no está preparado para la inteligencia, que los triunfadores son aquellos que han hecho del grito su campo de batalla.

    Es muy común el observar a personajes atarvanes y groseros, humillativos y altaneros ocupar cargos de alto rango y de gran responsabilidad; la gente los critica pero los admira, les obedece por temor y terminan siendo sus cómplices para sus propósitos más bajos.

    El grito es la fuerza poderosa que mueve al mundo. Es la fuerza suprema que mueve a la acción.

    Desde temprana edad la humanidad descubrió en el grito y en la fuerza una opción de dominio, de sobreponerse a los demás. Al sabio se le respeta; pero no se le obedece, al gamonal se le teme y se le obedece. Las organizaciones sociales donde impera el grito son inoperantes por cuanto exclusivamente se obedece la parte tangible de las cosas, es la simple forma, la estructura vacía de esa organización; en apariencia el grito es fuerza, pero es debilidad por cuanto implica el desconocimiento del otro, la simple apariencia de las cosas y la falsedad en el verdadero sentir de las cosas.

    El gamonal se convierte en una víctima de sus circunstancias porque al desarrollar la apariencia adquiere también la forma; de ahí que su arrogancia se traduce en fracasos rotundos y contundentes en su hogar, su presencia no lleva aliento sino desaliento y la ausencia de ternura arruga su alma al límite de la amargura.

    No es el pensamiento el que condiciona al cuerpo; es lo físico lo que moldea el ánimo y construye sus propias soledades.

    Bien lo expresaba uno de nuestros grandes pensadores que “TODO LO SÓLIDO SE DESVANECE EN EL AIRE” y los productos hijos de los gritos se desvanecen ante la mirada serena y profunda de la inteligencia.

    Preguntarse por qué mi jefe grita todo el día es la forma más sencilla para comprender que ese jefe tiene alma de arriero formada con la piel de sus propias mulas. No entiende de caminos, de civilización y de inteligencia por el simple hecho que él mismo es el producto de la ignorancia...

    No saber es exponerse al ridículo cuando se está en un cargo superior a nuestras capacidades; una cueva segura para protegernos es el grito, la humillación, el desprecio hacia los demás.

    Gritar es más fácil que pensar, gritar es una simple fórmula de elemental descortesía... Es encubrirse de prepotencia para aceptar que no se sabe o que no se puede. El bruto grita como grita el arriero en las montañas. Las mulas obedecen la voz de su amo porque saben que tras ella se esconde el látigo y el castigo.

    No es la obligatoriedad de la acción lo que debe movernos, es la convicción y el estudio de la situación, el hecho maravilloso que nos debe conducir a actuar. Si queremos ser dueños de nuestros actos, si queremos diferenciarnos de las bestias obedezcamos la sensatez del sentido común, motivémonos en la grandeza del espíritu y no simplemente en la vulgaridad del estropicio y el griterío.

    Cada que oigas un grito ten la plena certeza que estás ante la presencia de un ser involucionado o estancado en su proceso de evolución humana y espiritual: no le temas, compadécelo y con la misma paciencia que emplearías para educar a un animal ábrele las puertas de tu corazón para hacerle entender que mandar es algo más que gritar, es guiar y orientar procesos, organizar las actividades sin improvisar, mover los cimientos del mismo espíritu para hacer de cada acto un compromiso con la humanidad.

    Construir espíritu significa estar dispuesto a guiar su propio redil, saber que el camino, en muchos casos, terminará en el Monte del Calvario o en las mazmorras de inquisidores de la moral.

    La aparente efectividad del grito se desvanece cuando nos adentramos en la vida de esos seres: su alma, su espíritu, su ser son una marejada de falsos sentimientos que no les producen tranquilidad ni bienestar ni a él ni a los suyos; es una zozobra permanente de perder la voz, una angustia existencial de saber que con su ausencia los otros actúan como verdaderamente quieren ser.

    Al contrario, cuando se ha edificado en la pedagogía del silencio y del ejemplo, no importan las ausencias y ellas mismas generan mayores espacios de trabajo y voluntad. No es más fuerte el viento por tratar de empujar las montañas; es más fuerte la brizna al tratar de arrastrar sus propias semillas de permanencia y de paz.

    No acostumbres a tus chiquitines a los gritos, imponles la serenidad de sus propias convicciones. Ellos son semilla movida por nuestra tierna voz, son la esperanza de nuestros actos y la sensatez de aquello que creemos.