Dios anda entre los pucheros, y la historia la hicieron las mujeres - Tortuga
Administración Enlaces Contacto Sobre Tortuga

Dios anda entre los pucheros, y la historia la hicieron las mujeres

Jueves.17 de mayo de 2018 217 visitas Sin comentarios
Paula Llaves. #TITRE

Empieza el Ramadán, y yo lo sé porque en mi barrio, en los bares marroquíes, en la panadería de Nurdín, empiezan a brotar rosas doradas de harina dulce y frita que responde a la llamada materna de Chibakias. Empieza el Ramadán y en el bar Chaohuen, a la hora exacta, las mesas se llenan de dátiles y huevos duros y chai bin nana, para recoger a aquellos que no tienen una familia con la que romper el ayuno, el olor de la harira asciende por mi ventana desde las 6 de la tarde, como un amor a fuego lento y recuerdo que decía Santa Teresa que "Dios anda en los pucheros".

No sé quién empezó a contarnos la Historia hablándonos de batallas, de artefactos militares, de conquistas de guerra. No sé cómo empezamos a envolvernos en banderas, en escudos y en espadas. No sé para qué nos apartaron tan fuertemente del hambre y el amor que son las fuerzas que dirigen el mundo.

"Dios anda entre los pucheros" y me da igual de que Dios hables, como lo llames, si es uno o mil más uno. Es obvio que Dios, el tuyo, el de cualquiera, anda entre los pucheros.

En mis experiencias migrantes mi primera nostalgia siempre es gastronómica. En la de los más míos también. Para halagar a mis visitantes aprendí a cocinar arepas, muttabal, yuca, hummus, patacones, aprendí a hacer la salsa de maní que adorna el maffe, el té de shiba para calentar los inviernos, aprendí a agradecer el licor casero, a emocionarme con mis descubrimientos nuevos de sabores antiguos que llamaban a mi puerta. Tan antiguos que no se sabe cuando empezaron, quien los hizo, como crecieron... y sin embargo, tan nuevos, tan recién nacidos, tan distintos entre sí que cada casa, cada familia, cada mano tiene una receta exacta y diferente para alcanzar la gloriosa alquimia que convierte en alimento el grano de trigo, la semilla dura, la tierra seca.

"Dios anda entre los pucheros" y recuerdo un libro de un científico ateo que explicaba con todo detalle como el bipedismo obligó a nuestra estirpe a nacer antes de tiempo. El cachorro humano, esa cosita, tan delicada, tan cara, nace sin acabar de hacerse. Por eso no trotamos nada más venir al mundo como los potrillos o las chivitas, por eso somos incapaces de trepar sobre nuestras madres como el resto de los grandes simios. Pero nuestro cerebro, tan complejo, ya tiene todas las piezas para empezar a aprender. Nuestro cerebro, tan complejo, requiere el uso del fuego, porque se crea en un tiempo vertiginoso, a base de proteína compuesta y cocinada.

Alguien descubrió el fuego y sin saber sabía que el trigo con lentejas alimenta más que la lenteja sola. Que el fruto venenoso al calor se hacía manso. Y el hombre, alzándose sobre dos piernas, comenzó a caminar.

Yo, que sé cuando se empezaron a construir las flechas de sílex, cuando apareció el fuego griego, como la pólvora se hizo universal, la Primera Guerra Mundial, me sorprendo de que se le de más importancia a eso que a quien aprendió por primera vez a moler la harina, fuente nutricia de la humanidad entera. No en vano el cuerpo de Cristo, metáfora celeste de todos los cuerpos, está hecho de pan. Del embotellado del vino, de las fresqueras con hielo traído de las cumbres, de la ligadura del aceite, de las levaduras y la sal...

"Dios anda entre los pucheros" con toda la dulzura y la crueldad de la humanidad entera. A lo largo de los siglos el puchero ha sido tumba y fuente de vida. Muy pocos han sido quienes han renunciado a la sangre en su plato. Pero no seamos frívolos, hay que ser muy imbécil para ignorar el luto solemne de las mujeres que degüellan gallinas y las despluman bajo el sol para llenar un plato. Solo un idiota, un rey, un conde, tan alejado del hambre como del amor, puede convertir en deporte la muerte, ignorar la tragedia de los que beben, en silencio culpable, para separarse de si y matar con sus propias manos al puerco que crecieron ellos a cambio de un trozo de tocino diario que mezclar con las tres legumbres a las que tiene alcance. En las culturas del hambre no se ignora la muerte. Se asume o se acompaña, se enfrenta y a veces hasta se evita pero nunca se ignora la muerte.

Hay una tragedia cotidiana en quien cocina el plato que no va a probar, en quien comerá en la cocina otra cosa más barata, mientras su mejor guisado pasea en guantes blancos, en bandejas de plata, hasta la otra punta de la casa que no le pertenece. Y hay tragedia también en quien desentierra la patata humilde con sus manos y en quien rellena con ella una olla vacía con la que acallar el ansia de los suyos. "Cuánta hambre ha quitado la patata" y en esa loa sencilla, mi abuela, que sí conoció al hambre, postra la rodilla ante Abya Yala. Eso es todo lo que sabemos de América en mi casa.

"Dios anda entre los pucheros" y el mundo cambia y de repente la tierra es pequeña y aparecen frutas exóticas de colores brillantes, especias nuevas, sabores distintos... Y un botón crea el fuego y una caja para el tiempo, y de pronto no hace falta que yo haga conservas o que tema a la sequía o a un mal invierno. Todo cambia y yo nunca he matado una liebre. Pero en el fondo del mortero, en el diminuto charco de aceite, entre el ajo molido y el perejil tierno se rompe la gloria y asoman todos los dioses griegos.

Camino por entre los trigales verdes, en los campos recortados de colores, la tierra roja que espera en barbecho, los distintos matices de los granos, árboles que recortan sus siluetas en la sombra larga del sol que se inclina y en la orilla del camino, delicado y perfumado, brota un hinojo. Yo lo reconozco. Acaricio con las manos la hoja anisada y un olor intenso sube desde la tierra. Los tallos enhiestos, coronados con las hojas finas, intrincadas como las venas del aire, auguran una raíz redonda, blanca y generosa. Me siento entre los cardos y las espigas, cojo una piedra afilada, excavo. Busco el bulbo salvaje apartando con las uñas tierra, lodo, escarabajos... Una procesión de hormigas interrumpe su paso ante mis dedos, no huyen, observan, las oigo reírse. Un poco más, rodeó el tallo con delicadeza, aparece el cuello del rizoma sagrado que se oculta, como todos los misterios, del mi ojo humano. Un estrato más, lombrices, larvas, la tierra cambia, ahora negra, oscura, ya no es la arcilla amable, ahora es la grava vieja, y sigo, metida hasta la cintura en el abismo creado por mis manos, como si cavara mi propia fosa. Un anciano pasa silbando, tiene pinta de poeta antiguo, se para en el barranco de mi hinojo, enciende un cigarro y dice: Niña, ¿que intentas? ¿Acaso no sabes lo grande que puede ser la raíz de un hinojo? Yo le miro a contra luz, me tapo los ojos del sol poniente para ver su rostro, pero solo distingo su silueta. Le pregunto: ¿Cuanto de grande? No le veo pero intuyo una sonrisa. Responde: Como el corazón del mundo. Y se retira, silbando, con paso suave, mientras yo me quedo agotada, entre animales mitológicos, y ortigas, y los cardos recubren mis piernas y la sombra de los árboles, larguísima, me niega el ultimo calor de la tarde. Desde la distancia aún oigo sus pasos, le gritó: ¿Donde vas? Me responde: A acompañar a una señora que va a empezar a hacer la cena. Las hormigas continúan por el enfilado súbito su procesión de penitentes, cuatro pájaros pardos dibujan con su vuelo las diagonales del cielo.

Dios anda entre los pucheros, y la historia la hicieron las mujeres.

Tomado de: https://www.facebook.com/Lesclees/p...