Natalia Ginzburg sobre ’Salò o los ciento veinte días de Sodoma’ - Tortuga
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Natalia Ginzburg sobre ’Salò o los ciento veinte días de Sodoma’

Martes.15 de abril de 2014 215 visitas Sin comentarios
Un artículo de 1975. Publicado en castellano en ’Ensayos’ (Lumen) #TITRE



En Salò , la última película de Pasolini, los primeros quince minutos son magníficos. Al comienzo se ve una campiña clara, envuelta en vapores, lluviosa, inmensa en un aire húmedo, no sabríamos decir si primaveral u otoñal, una campiña de hierbas tiernas y de carreteras grises surcadas por algunas bicicletas.

Aparece una villa alta, rica, imponente y solemne. La pesadez de la villa y la claridad de la campiña nos conducen en una dirección que nos produce espanto. Muchachos con las mejillas sonrojadas por el frío son capturados en esas carreteras. A uno de ellos, su madre, sollozando, le da una bufanda mientras se lo llevan. Un niño le dice adiós apaciblemente, sin dejar de jugar. Él responde apaciblemente, sin volver la cabeza. En la ciudad, en una mesa grande y reluciente, delante de un ventanal que da a un jardín, cuatro hombres deciden lo que harán con los adolescentes reunidos y capturados en los campos vecinos.

El silencio que al principio nos acomete es como una ráfaga de viento que nos transporta a las profundidades de un planeta diferente al nuestro. Una vez aplacada esa ráfaga de viento, nos damos cuenta de que hemos caído en un estado de inmovilidad, como si hubiéramos sido alcanzados por una enfermedad o por un frío repentino, y nos parece haber perdido toda nuestra sensibilidad habitual. Del espanto que sentimos al principio no queda traza alguna en nosotros. No sentimos ni horror, ni repugnancia ni disgusto. O mejor dicho, el disgusto y el horror son en nosotros ligeros y gélidos, y poco a poco dejamos de advertir la más mínima señal. Después, cuando recordamos la película, lo que recordamos con auténtico horror son unos acordes de piano, un frufrú de vestidos o un brillo de anillos, voces untuosas y aterciopeladas, y espejos, alfombras y cristales, como si el auténtico horror estuviera todo condensado en el escenario; y lo que recordamos con mayor disgusto es la campiña del principio, la hierba, las carreteras, los árboles y las bicicletas, como si en ella estuviera condensada toda la indignidad y la abyección. Pero a lo largo de la película, ante las acciones impúdicas y las largas y lúgubres carcajadas, y ante los excrementos y la sangre, no sentimos nada, salvo una sensación de opresión al respirar y una sensación de inmovilidad. No sentimos piedad por los chicos ni odio por sus perseguidores. Hemos caído presas de una indiferencia apagada que transforma el mundo a nuestros ojos.

Tal estado de ánimo es de una enorme tristeza, pero nos damos cuenta de él al final, al salir del cine. Ahora bien, creo que opinar sobre la naturaleza y la calidad de esa tristeza es hoy una empresa desesperada, porque ninguno de nosotros es capaz de separar hoy la idea de la película de la idea de la muerte de Pasolini, tal y como ésta se produjo en realidad. Nadie consigue no pensar a la salida que esta es la última película que hizo, y que no hará más, ni feas no bonitas, y nadie consigue no pensar que pasó los últimos tiempos de su existencia en compañía de estas imágenes obsesivas e inmóviles. Al salir, comprendemos, no obstante, que lo que nos había parecido en nosotros una insensibilidad repentina, o la bajada a un planeta diferente al nuestro habitual, era en realidad la contemplación, al desnudo y sin filtro alguno, de la idea de la muerte.

En toda obra creativa está presente la idea de la muerte, pero acompañada de la idea de la vida; aquí, la idea de la muerte está aislada de toda idea de vida, y toda idea de la vida está para siempre ausente. Al estar la idea de la vida para siempre ausente, abandonada enseguida al comienzo y no vuelta a recuperar, ni llorada, ni invocada, ni esperada, ni pensada, y al ser las raras lágrimas derramadas en algunos instantes por alguno de los chicos no de angustia, pesar o cólera, sino huellas e improntas tan ligeras que enseguida una escarcha o una capa de polvo las cubre y borra, nosotros caemos en un estado de ánimo donde los ecos de la vida ya no nos alcanzan y donde asistimos a vejaciones y suplicios con una indolente indiferencia. Contemplamos la idea de la muerte con la misma fijeza inmóvil de la fantasía que la ha generado.

Mientras vemos esta película, y cuando la recordamos, todas las palabras que utilizamos normalmente nos parecen impropias y falsas. Falso es calificarla de fallida, falso es calificarla de lograda. Ni fallida ni lograda, pero sí muy lejos de las fronteras en las que por lo general juzgamos las cosas, esta película nos deja una sensación de profundo malestar, que surge en nosotros después de la insensibilidad, un malestar y una angustia que no
emiten ni luz ni sonido. Falso es calificarla de obscena, y calificarla de casta sería quizás igual de falso, estando en ella la castidad y el pudor extrañamente presentes pero gélidos. Falso calificarla de alucinante, falso calificarla de cruel. En realidad, no tiene adjetivos, como no tiene adjetivos la idea de la muerte, y sólo podemos calificarla de inmóvil, desnuda y solitaria. Está inmensamente lejos de todo lo que estamos acostumbrados a
recorrer, amar, detestar y despreciar.

(Diciembre de 1975. – En: Ensayos / Natalia Ginzburg (2001). – Traducción de Mercedes Corral Corral y Flavia Company Navau. – Barcelona, Lumen, 2009). 

Fuente: https://www.facebook.com/notes/cont...