Un día en la sierra - Tortuga
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Un día en la sierra

Domingo.11 de noviembre de 2007 825 visitas Sin comentarios
Capítulo 2º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Ecualizaba sobre el entarimado la orquesta que aquella noche habría de animar la verbena de las fiestas de aquel pequeño pueblo de montaña que acogía cada verano a un buen número de visitantes atraídos por las frondosas pinadas que lo rodeaban. La pareja de gitanos portugueses del puesto de tiro que había situado frente a mí reponía el género vendido la noche anterior mientras que yo, que acababa de llegar aquella misma tarde, terminaba de organizar mi tenderete encantado de poder hacerlo en la mismísima plaza del baile. No había a esa hora nadie más en el recinto aunque eso sí, a lo lejos se escuchaba el griterío de la gente en la capea a la que tradicionalmente acudían buena parte de los aficionados de la sierra.

Procuraba cuando podía saltear mi periplo con pueblecitos montaraces como este, rodeados de fuentes y de pozas, que me reconfortaban sobremanera de las bochornosas aunque más feraces ferias de las poblaciones laboriosas del llano. Aquí arriba todo era diferente. Nada que ver con el mercantilismo que paulatinamente se había adueñado de un mundo -un universo diría yo-, el de la venta ambulante, por el que hasta hacía bien poco se podía transitar desprotegido y con el corazón por delante.

- “Señoras y señores, con ustedes la Orquesta Sagitario que viene de Gandía con ánimo de hacerles pasar una velada de lo más agradable. Primeramente haremos un pase en el que interpretaremos música de baile, de la de siempre, y tras un descanso para cenar volveremos a la carga con los éxitos del momento hasta altas horas de la madrugada. Esperamos que nuestra actuación sea de su agrado. Y ya para empezar y para ir entrando en calor... todo un clásico: ES-PA-ÑA CA-ÑI.

A mí las verbenas me ponen mucho. La plaza engalanada, la gente bailando, el ambiente... y sobretodo la música. Me gustan todos los ritmos: la salsa, la rumba, el merengue... Bueno, todos menos las sevillanas. Las sevillanas es que no las aguanto, no sé por qué. Y el pupurrí de la tuna que tocan siempre tampoco. En cambio los pasodobles... los pasodobles me vuelven loco. ¡Quién me lo iba a decir a mí, que un día renegué de los sonidos de mi tierra para enfrascarme de lleno entre los experimentales compases del rock and roll!

Empecé a vender. No sé si está bien decirlo pero ese era uno de los aspectos que me gustaba de mi oficio: que salían las cuentas. Puede que por las alegrías propias de la fiesta, por el reencuentro de familiares y amigos de la infancia o por la copita de más con la que se suelen vadear estas celebraciones, el caso es que como les llevases unas pulseritas y collares que estuviesen de moda y unos pañuelitos o sombreros con los que disfrazarse y hacer un poco el ridículo, se te echaban encima y no parabas de vender en toda la noche. Eso sí, las últimas horas solían ser especialmente frenéticas porque aparecía entonces por el baile aquella clase de fauna que hasta ese momento había permanecido en las peñas al abrigo del barril de cerveza esperando el pase más duro de la orquesta y que como les diese por ponerse bordes podían conseguir que terminases la noche aguantando el puesto histérico perdido. -“Hale, hamos a robale un poco al jipi este pa que se lleve un recuerdo de Villa Conejos”.- Eran momentos en los que te cambiaban a la orquesta por Manolo el del bombo y ni te enterabas.

Tras los interminables bises de rigor se apagó por fin la música y a fuerza de trompeta y desafino se llevó la Charanga a los incombustibles a recorrer uno por uno los garitos esparcidos por ahí. La plaza volvió a quedarse vacía como al principio y aún con el estruendo de la batalla retumbando en mi cerebro empecé a desmontar. Era esta una labor que me agradaba. Quizás porque hacía entonces efecto la adrenalina descargada instantes antes o por el sentimiento de satisfacción que me producía el trabajo acabado... y bien cobrado pero me envolvía siempre en ese momento una extraña energía, una suerte de euforia, un red-bull-te-da-alas, que iba in crescendo imparablemente hasta que conseguía tener el chiringuito cargado en el furgón.

Subí a la plaza de la fuente a refrescarme un poco y a cargar unos bidones para lavarme al día siguiente. Tenía por costumbre cuando llegaba por primera vez a un pueblo preguntar a los abuelos por algún paraje cercano, alguna ermita, algún alto desde donde se divisase el paisaje para llegarme a dormir allí tranquilo tras el jolgorio. Era ese otro de los momentos que disfrutaba de la venta:
Despertarme solo, encima de una loma, en medio de un bosque, junto a un pantano o al lado de un riachuelo y lavarme y hacer mis necesidades como un salvaje antes de bajarme de nuevo al pueblo a seguir la fiesta.
A esas horas del mediodía las calles permanecían aún vacías y si no había programado ningún pasacalles o cualquier otro acto festivo que me distrajese aprovechaba para visitar alguna iglesia; algún castillo o museo que mereciese la pena o simplemente paseaba por las callejas tortuosas buscando algún rincón inadvertido que me revelase en lo más íntimo la idiosincrasia aún latente del lugar. Hasta la hora de comer.

Sabedor de que en un pueblo en fiestas es muy difícil hacerlo en condiciones, solía subir al coche y explorar por los alrededores algún bareto de tres al cuarto, alguna venta, algún cuchitril con olor a casero donde zamparme un buen plato de judías blancas con chorizo y unas chuletas de cordero. Y al terminar, con la modorra, buscar un apalanque cercano para dormir la siesta relajado. No mucho, no creais, porque no había cosa que más me fastidiase que me sorprendieran las pandillas de críos a mitad de montar. Por eso procuraba llegar siempre a la faena cuando ecualizase sobre el entarimado la orquesta que aquella noche hubiese de animar la verbena del pueblo y la plaza aún estuviese totalmente vacía aunque, eso sí, allá, a lo lejos, se oyese el griterío de los aficionados en la capea.