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Sumisión y libertad

Sábado.20 de junio de 2015 291 visitas - 1 comentario(s)
Análisis de comportamientos humanos ante el exterminio masivo en un fragmento de la novela “Vida y Destino”, de Vasili Grossman. #TITRE

Antes del sacrifico del ganado infectado deben adoptarse varias medidas preparatorias: el transporte, la concentración en puntos adecuados, la instrucción del personal cualificado, la excavación de fosas y zanjas.

La población que colabora con las autoridades para llevar el ganado infectado a los mataderos o para capturar los animales dispersos no lo hace por un odio cerval hacia los terneros y las vacas, sino por instinto de conservación.

Asimismo, en los casos de exterminios masivos de personas la población local no profesa un odio sanguinario contra las mujeres, los ancianos y los niños que van a ser aniquilados. Por este motivo, la campaña para el exterminio masivo de personas exige una preparación especial. En este caso no basta tan sólo con el instinto de conservación: es necesario incitar en la población el odio y la repugnancia.

Fue precisamente en una atmósfera de odio y repulsión como se preparó y llevó a cabo la aniquilación de los judíos ucranianos y bielorrusos. En un momento anterior, en aquella misma tierra, después de haber movilizado y atizado la ira de las masas, Stalin abanderó la campaña para la aniquilación de los kulaks como clase, la campaña para la destrucción de los degenerados y saboteadores trotskistas-bujarinistas.

La experiencia mostró que en el curso de estas campañas la mayor parte de la población obedecía hipnóticamente todas las indicaciones de las autoridades: Luego hay una minoría particular que ayuda activamente a crear la atmósfera de la campaña: fanáticos ideológicos, sanguinarios que disfrutan y se alegran ante las desgracias ajenas, gente que actúa en beneficio propio en la rapiña de objetos, apartamentos y la ocupación de eventuales puestos vacantes. A la mayoría, sin embargo, le horrorizan las ejecuciones masivas, y esconden su propio estado de ánimo no solo a sus más allegados, sino a sí mismos. Estas personas llenan salas donde se celebran reuniones dedicadas a las campañas de exterminio pero, por frecuentes que sean las reuniones y grandes las dimensiones de las salas, no existe casi ningún caso en que alguien haya infringido la unanimidad silenciosa. Y, naturalmente, todavía fue más extraordinario que un hombre, ante un perro que acaso tenga la rabia, no aparte la mirada de sus ojos suplicantes, sino que lo acoja en la casa donde vive junto a su mujer e hijos. Sin embargo también hubo casos así.

La primera mitad del siglo XX será recordada como una época de grandes descubrimientos científicos, revoluciones, grandiosas transformaciones sociales y dos guerras mundiales.

Pero la primera mitad del siglo XX también entrará en la historia de la humanidad como la época del exterminio total de enormes estratos de población judía, un exterminio basado en teorías sociales o raciales. Hoy en día (escrito en la URSS de finales de los años 50, nota del copista) se guarda silencio sobre ello con una discreción comprensible.

En ese tiempo, una de las particularidades más sorprendentes de la naturaleza humana que se reveló fue la sumisión. Hubo episodios en que se formaron enormes colas en las inmediaciones del lugar de la ejecución y eran las propias víctimas las que regulaban el movimiento de las colas. Se dieron casos em que algunas madres previsoras, sabiendo que habría que hacer cola desde la mañana hasta bien entrada la noche en espera de la ejecución, que tendrían un día largo y caluroso por delante, se llevaban botellas de agua y pan para sus hijos. Millones de inocentes, presintiendo un arresto inminente, preparaban con antelación fardos con ropa blanca, toallas, y se despedían de sus más allegados. Millones de seres humanos vivieron en campos gigantescos, no solo construidos sino también custodiados por ellos mismos.

Y no ya decenas de miles, ni siquiera decenas de millones, sino masas ingentes de hombres fueron testigos sumisos de la masacre de inocentes. Pero no sólo fueron testigos sumisos: cuando era preciso votaban a favor de la aniquilación en medio de un barullo de voces aprobador. Había algo de insólito en aquella sumisión.

Por supuesto hubo resistencia, hubo valentía y tenacidad por parte de los condenados, alzamientos, incluso sacrificios llegado el caso cuando, para salvar a un hombre desconocido y lejano, otros hombres arriesgaban su propia vida y la de su familia. Pero la sumisión de las masas es un hecho irrebatible.

¿Qué hemos aprendido? ¿Se trata de un nuevo rasgo que brotó de repente en la naturaleza humana? No, esta sumisión nos habla de una nueva fuerza terrible que triunfó sobre los hombres. La extrema violencia de los sitemas totalitarios demostró ser capaz de paralizar el espíritu humano en continentes enteros.

Una vez puesta al servicio del fascismo, el alma del hombre declara que la esclavitud, ese mal absoluto portador de muerte, es el único bien verdadero. Sin renegar de los sentimientos humanos, el alma traidora proclama que los crímenes cometidos por el fascismo son la más alta forma de humanitarismo y está conforme en dividir a los hombres en puros y dignos e impuros e indignos. La voluntad de sobrevivir a cualquier precio se expresa en la conciliación del instinto y la conciencia.

En ayuda del instinto acude la fuerza hipnótica de las grandes ideas. Apelan a que se produzca cualquier víctima, a que se acepte cualquier medio en aras del logro de objetivos supremos: la futura grandeza de la patria, la felicidad de la humanidad, la nación o una clase, el progreso mundial.

Y al lado del instinto de superviviencia, al lado de la fuerza hipnótica de las grandes ideas, trabaja también una tercera fuerza: el terror ante la violencia ilimitada de un Estado poderoso que utiliza el asesinato como medio cotidiano para gobernar.

La violencia del Estado totalitario es tan grande que deja de ser un medio para convertirse en un objeto de culto, de exaltación religiosa.

¿Cómo si no cabe explicar las posiciones de algunos pensadores e intelectuales judíos que juzgaron necesario el asesinato de los judíos para la felicidad de la humanidad, que afirmaron que, a sabiendas de eso, los judíos estaban dispuestos a conducir a sus propios hijos al matadero para la felicidad de la patria, dispuestos a realizar el sacrificio que en un tiempo había realizado Abraham?

¿Cómo si no cabe explicar que un poeta, campesino de nacimiento, dotado de razón y talento, escribiera con sentimiento genuino un poema que exalta los años terribles de sufrimientos padecidos por los campesinos, años que engulleron a su propio padre, un trabajador honrado y sencillo?

Uno de los medios de los que se sirve el fascismo para actuar sobre el hombre es la total, o casi total, ceguera. El hombre no cree que vaya al encuentro de su propia aniquilación. Es sorprendente que aquellos que se encontraban al borde de la tumba fueran tan optimistas. Sobre la base de la esperanza -una esperanza absurda, a veces deshonesta, a veces infame- surgió la sumisión, que a menudo era igual de miserable y ruin.

La insurrección de Varsovia, la insurrección de Treblinka, la insurrección de Sobibor, las pequeñas revueltas y levantamientos de los Brenner nacieron de la desesperación más absoluta. Pero, naturalmente, la desesperación total y lúcida no generó sólo levantamientos y resistencia: engendró también el deseo -extraño en un hombre normal- de ser ejecutado lo antes posible.

La gente discutía por el puesto en la cola hacia la fosa sangrienta mientras en el aire resonaba una voz excitada, demente, casi exultante:

- Judíos, no tengáis miedo. No es nada terrible. Cinco minutos y todo habrá terminado.

Todo, todo engendraba sumisión, tanto la esperanza como la desesperación. Sin embargo, los hombres, aunque sometidos a la misma suerte, no tienen el mismo carácter.

Es necesario reflexionar sobre qué debió de soportar y experimentar un hombre para llegar a considerar la muerte inminente como una alegría. Son muchas las personas que deberían reflexionar, y sobre todo las que tienen tendencia a aleccionar sobre cómo debería de haberse luchado en unas condiciones de las que, por suerte, esos frívolos profesores no tienen ni la menor idea.

Una vez establecida la disposición del hombre a someterse ante una violencia ilimitada, cabe extraer la última conclusión, de gran relevancia para entender la humanidad y su futuro.

¿Sufre la naturaleza del hombre una mutación dentro del caldero de la violencia totalitaria? ¿Pierde el hombre su deseo inherente de ser libre? Esta respuesta encierra el destino de la humanidad y el destino del Estado totalitario. La transformación de la naturaleza misma del hombre presagia el triunfo eterno y universal de la dictadura del Estado; la inmutabilidad de la aspiración del hombre a la libertad es la condena del Estado totalitario.

He aquí que las grandes insurrecciones en el gueto de Varsovia, en Treblinka y Sobibor, el gran movimiento partisano que inflamó decenas de países subyugados por Hitler, las insurrecciones postestalinianas en Berlin en 1953 o en Hungría en 1956, los levantamientos que estallaron en los campos de Siberia y Extremo Oriente tras la muerte de Stalin, los disturbios en Polonia, los movimientos estudiantiles de protesta contra la represión del derecho de opinión que se extendió por muchas ciudades, las huelgas en numerosas fábricas, todo ello demostró que el instinto de libertad en el hombre es invencible. Había sido reprimido, pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por destino, pero no por naturaleza.

La aspiración innata del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. El totalitarismo no puede renunciar a la violencia. Si lo hiciera, perecería. La eterna, ininterrumpida violencia, directa o enmascarada, es la base del totalitarismo. El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro.

  • Sumisión y libertad

    20 de junio de 2015 16:22, por DEMÓCRATA.

    Hombre, ser humano, y libertad son lo mismo.

    Manuel Azaña, y no fue el primero ni el último en decirlo, expresó que "LA LIBERTAD NO HACE MÁS FELICES A LOS HOMBRES, SINO QUE LOS HACE, SENCILLAMENTE, HOMBRES".