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Panfleto sobre la música en TVE

Domingo.26 de diciembre de 2010 1151 visitas - 3 comentario(s)
Artículo de José Luis Téllez en ’Scherzo’, diciembre de 2010. #TITRE

En el pasado número de Scherzo Javier Alfaya denunciaba la política de la cadena pública española de televisión, TVE (se sobreentiende: La Dos; La Uno no alcanza los mínimos exigibles a un medio público) , en lo tocante al horario adjudicado a las transmisiones de los conciertos de la orquesta de la propia Casa: en torno a una hora semanal a las ocho de la mañana de los sábados. De no ser porque se trata de una práctica que cuenta ya con décadas de ejecutoria, cabría pensar que se tratase, simplemente, de una broma (de pésimo gusto, eso sí) para con los aficionados: pero quizá la realidad sea más cruda que todo eso.

Caben dos explicaciones para comportamiento tan ignaro. La más obvia es que a los responsables de TVE (los de hoy, los de ayer, los de mañana) no les gusta la música y de ahí que les repela difundirla; hipótesis verosímil, dado que la mediocridad de los rectores de la casa ha sido siempre paradigmática, y nada es más detestable para un mediocre que la belleza. La otra posibilidad es política: dificultar el goce de la música por parte de los oyentes (se trata de un horario de castigo), por aquello de que la música –sinfónica, operística, de cámara, no la majadera eurovisión y asimilados- es una de las más refinadas muestras de cultura producidas por el hombre, y su difusión pudiera tener efectos educativos nefastos, toda vez que un pueblo culto es un pueblo potencialmente peligroso. Empero, y pese a su atractivo, esta segunda explicación es menos verosímil: implicaría que los directivos de TVE estuviesen dotados de raciocinio y, por ende, abrigasen un proyecto cultural, lo que siempre ha estado bien lejos de suceder. Con la única excepción de la añorada Pilar Miró, que era una melómana sincera y competente: así acabó como acabó.

Fue Pilar Miró, en efecto, la persona que, en un pasado ya no tan próximo, entronizó las transmisiones de los conciertos (¡y las óperas!) en directo: si la orquesta (y los coliseos operísticos) se han construido (o reconstruido) con dinero público –el taquillaje no cubre ni un tercio del presupuesto- el mínimo exigible a una televisión pública es que un hipotético espectador, habitante de una localidad sin teatro ni auditorio (o sin dinero para abonarse) pueda participar del acto musical en el momento de producirse, toda vez que la música, o es un presente irreductible o es una cosa distinta. La afirmación de que el programa puede grabarse (común entre los directivos como justificación del infame horario) es de una mendacidad repulsiva, tan sólo comparable a su incuria.

La realidad es que RTVE posee una orquesta sinfónica ya veterana, cuya contrastada calidad se sitúa entre las mejores de las que actualmente dispone el país y, como quiera que resultaría indecente disolverla (y no crea el lector que hay el menor encarecimiento en tal aserto: tan indecorosa posibilidad fue repetidamente considerada en pasados no lejanos), la empresa se ve en la obligación de otorgarle un espacio en la rejilla de programas a regañadientes y sin el menor entusiasmo por mor de rentabilizarla, es decir: de emplearla como mera coartada cultural que lave la cara de su general nescencia (y también, todo hay que decirlo, como espuria culpable a la que achacar, injusta y vergonzantemente, el déficit). Antaño, los directivos afirmaban que la música tenía poca audiencia, lo que, según ellos, explicaba su destierro a horarios intempestivos en razón de su escaso poder para convocar publicidad (lo que de paso dificultaba aún más el crecimiento de esta misma audiencia): pero hace ya unos años que TVE no depende ya de ella para mantenerse, con lo que el argumento antedicho ya no justifica la perpetuación de tan indignante medida y de la vergonzante falta de aprovechamiento de la orquesta.

Cabe argüir que la liturgia del concierto convencional actualmente en uso (una orquesta de temporada con sede fija, abonados, etc.) es poco adecuada para la transmisión: el espacio (el Teatro Monumental al presente) no es sugestivo y los descansos se hacen interminables. Así, se impondría diseñar un formato televisivo con personalidad propia: hay que tomar conciencia de que el auditorio natural de la Orquesta de RTVE es la propia pantalla de televisión. Al presente, la audiencia media oscila entre los setenta y los cien mil espectadores: más de diez veces el aforo de la actual sede madrileña y cifra asombrosa dado el horario, lo que atestigua un interés y una fidelidad dignos de mucho mayor respeto del que se le otorga. Lo ideal sería contar con un estudio especialmente diseñado que permita jugar con luces y proyecciones, contar con presentadores capaces de realizar entrevistas en directo a directores, interpretes y compositores (Radio Clásica dispone sobradamente de ellos) y buscar una programación que atienda tanto al pasado como al presente, a la creación actual como al repertorio, a los grandes títulos como a la música infrecuente, entendiendo por tal tanto la española de finales del XIX y comienzos del XX como la internacional de la segunda mitad del siglo XX: ¿cuántas obras de autores como Pittaluga, Bacarisse, Conrado del Campo, Facundo de la Vida, Manrique de Lara, Julio Gómez, Baltasar Samper o Pedro Miguel Marqués se escuchan habitualmente? ¿Y cuántas de Messiaen, Xenakis, Boulez, Berio, Stockhausen, Dutilleux, Hindemith, Ives, Dallapicola, Lutoslawski, Isang Yun o Carter, más allá de los siempre estimulantes programas (uno por temporada) de directores como José Ramón Encinar o Arturo Tamayo?

Televisión Española tiene una responsabilidad ya histórica con la música que hoy por hoy se encuentra bien lejos de satisfacer, lo que, disponiendo de medios sobrados para hacerlo, resulta escandaloso: porque es por entero inadmisible que esos medios se pongan al servicio de espectáculos anticonstitucionales como la visita del, así llamado, Papa.

  • Panfleto sobre la música en TVE

    28 de diciembre de 2010 19:05

    Mi más entusiasta y afectuoso agradecimiento por publicar este artículo. Me encanta. Suscribo la totalidad del mismo.

    J (antimilitarista y músico)

  • Panfleto sobre la música en TVE

    7 de enero de 2011 21:27

    En el último número de Cahiers du Cinéma - España comentan los usos que se han venido dando a los nuevos proyectores digitales en salas de cine, y destacan en la pluma de Ángel Quintana uno que tiene que ver con el artículo anterior:

    A pesar de que la ópera puede parecer elitista y minoritaria, ha sido el espectáculo que mejor ha penetrado en salas de cine (para su transmisión en directo mediante proyector digital). Las representaciones operísticas en directo se caracterizan por tener un público muy fijo, por concentrarse en las grandes ciudades y por no tener mucha flexibilidad para la adquisición de entradas fuera de los abonos de temporada. La difusión de esas óperas en los multicines permite acceder a la actualidad operística sin moverse de la ciudad de residencia. La buena calidad de imagen y sonido permite disfrutar de las mismas pausas y rituales que en los grandes teatros… En un momento en que los multicines han concentrado casi todos sus esfuerzos en el público infantil, la ópera reencuentra ese público adulto que se había sentido absolutamente incómodo con las salas”.

  • En las escuelas elementales deberían existir, ya desde el grado elemental, clases de propedéutica de la escucha, para ayudar a que el joven aficionado se viese libre de los nefastos hábitos que, ya de adulto, pueden hacer de él un sujeto definitivamente sordo e idiotizado como tanto se usa en los tiempos actuales: hacerle escuchar la ópera –la música, en general- como si cada audición fuese la primera y la última, partitura en mano, mirada y oído atentos, para evitar esas comparaciones que, según reza el adagio popular, resultan odiosas. Hay que aprender a escuchar la música con la conciencia de que cada encuentro con ella es único e irrepetible, huyendo de esos viciosos parangones a que se entregar los adictos comparando el recuerdo de lo que oyeron ayer en el teatro o el auditorio con lo que escuchan hoy en un registro fonográfico pero también, por el contrario, lo que recuerdan de esa grabación pasada con lo que en la actualidad del teatro, confundiendo el huidizo presente con un petrificado pretérito igualmente fugaz porque en último término solamente pervive un recuerdo que, por su propia naturaleza, es igualmente inconcreto: lo que se escuchó y lo que se ha escuchado difícilmente pueden resultar congruentes. No se trata de echar por la borda el inmenso patrimonio histórico que ha supuesto la invención de la fonografía, pero sí de ser muy consciente de que el museo y la vida son entidades, si se quiere complementarias, pero radicalmente distintas. Eso sí, para alcanzar ese ideal es necesario que la práctica de la música (como el estudio de la filosofía o del arte) entre en la enseñanza con todo el apoyo necesario desde los primeros niveles: exigir que en los colegios e institutos de titularidad pública no sólo se aprenda el solfeo elemental, sino que también se practique el canto coral como una disciplina obligatoria, en lugar de la religión u otras materias ideológicas o acientíficas. La calidad de los gobernantes debe medirse en función de su capacidad para fomentar que la belleza y su discernimiento ingresen en el patrimonio de los ciudadanos: la actual situación de abandono –cuando no de franca y voluntaria animadversión- de la enseñanza de la cultura en nuestro país solamente sirve para medir la estulticia (por no decir la infamia) de sus dirigentes, pero también de quienes aspiran a sustituirles.

    Otrosí sobre las voces: al terminar la segunda Gran Guerra, muchos teatros europeos se encontraban seriamente dañados, y reconstruirlos y reconquistar su pasado esplendor resultaba extremadamente oneroso (bien que fuera urgente e imprescindible). Los presupuestos para cultura se encontraban bajo mínimos y los emolumentos de los divos también habían disminuido drásticamente: lograr un puesto en el elenco habitual de un coliseo operístico de renombre (o de instrumentista en una buena orquesta) podía ser muy bien un ideal de vida puesto que, amén de unas ganancias regulares, daba la ocasión de observar de cerca a los grandes intérpretes, actuar con ellos, aprender de ellos. La situación podía revertir, incluso, muchos años después: en el teatro en particular, la personalidad musicodramática del cantante se formaba de modo gradual y cuando se producía la ocasión de conquistar el primer plano daba lugar a revelaciones que hoy nos parecen milagrosas (pensemos en Montserrar Caballé, sustituyendo au pied levé a Marilyn Horne en el Carnegie Hall en 1965, por ejemplo). En contra de una creencia común, la realidad es que hoy existen tan buenas voces como en el pasado inmediato y se canta tan bien (o quizás mejor), pero no existen ni por asomo grandes personalidades de la lírica equivalentes a las que fueron legendarias: los productos discográficos han creado una realidad vicaria que ha transformado la realidad misma. Un festival internacional –cual podía ser el legendario de Salzburgo- era el ágora de artistas consagrados, los máximos exponentes de sus respectivas especialidades, pero desde hace ya décadas es, por el contrario, el trampolín desde el que las compañías fono / videográficas publicitan con implacable urgencia sus últimas manufacturas. Es imposible para el intérprete alcanzar una verdadera madurez artística en semejantes condiciones y son muy pocos los que desarrollan una personalidad propia (naturalmente, quedan ciertos ámbitos especializados en que se funciona de un modo distinto, cual es el caso ejemplar de la Academia del festival de Pesaro, pero se trata de fenómenos aislados, tanto más valiosos cuanto más restringidos). Las multinacionales crean figuras virtuales partiendo de un material que, aunque sea de calidad, carece de la madurez necesaria para decidir el repertorio que más les conviene y que les permita desarrollar una individualidad característica e inconfundible. Los aficionados que se lamentan de que hoy ya no existen voces como las de antes deberían dirigir su indignación no contra los artistas jóvenes, que hacen lo que pueden (y más de lo que pueden en muchos casos), sino contra los grandes trust fonográficos, agencias y agentes que, en muchos casos, contratan voces de mucha calidad para no darles oportunidades y evitar así que hagan sombra a otros de menor entidad que ya tienen situados y con los que hacen caja, por decirlo de forma sórdida: se trata de obtener el máximo de plusvalía en el menor tiempo y con el menor gasto posible, creando la demanda artificialmente mediante considerables inversiones publicitarias. Ésa es la esencia del capitalismo presente, globalizado y transnacional (Lenin, visionario, ya habló con gran pertinencia del imperialismo como fase superior del capitalismo). Quienes protestan contra el estado actual de la ópera deberían dirigir su ira contra los actuales dirigentes de la macroeconomía y no contra los profesionales: no se puede criticar una situación artística prescindiendo de sus bases económicas. El enemigo es el capitalismo y no el intérprete.

    José Luis Téllez en revista ’Scherzo’. - Febrero 2016.