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México: “Me torturaron y me violaron para que confesase un delito que no había cometido”

Domingo.25 de octubre de 2015 654 visitas - 2 comentario(s)
Claudia Medina asegura que sufrió abusos en un centro de la Marina mexicana. Exonerada ahora de sus cargos, hace campaña para que otras mujeres no sufran ese calvario. #TITRE

Claudia Medina (Veracruz, México, 1980) denuncia desde hace tres años que agentes de la Marina mexicana la torturaron y abusaron sexualmente de ella para lograr una confesión. Querían que admitiera que formaba parte de un grupo organizado de delincuentes. Los jueces acabaron retirando los cargos que le imputaban. Ahora abandera la campaña ’Stop torturas’ de Amnistía Internacional. A continuación transcribimos su testimonio, recogido por nuestro reportero David López Frías.

Entraron de madrugada en mi habitación mientras dormía con mi esposo. Con violencia, rompiendo la puerta. Eran seis o siete hombres vestidos de negro y con las caras tapadas. Pensábamos que eran ladrones hasta que pude ver que uno de ellos iba vestido con el uniforme de la Marina. Asustada, les empecé a preguntar qué buscaban. Fue cuando me jalaron, me vendaron los ojos, me ataron las manos y me tiraron al suelo. No vi nada más. Escuché que removían toda la casa buscando algo. Derribaron un espejo que se rompió en mil pedazos. Acto seguido me levantaron y me sacaron de casa, a ciegas, descalza y con la ropa de dormir: unos shorts y una camiseta sin sujetador.

Me obligaron a subir a una camioneta y arrancaron. Yo no veía nada pero soy nativa de Veracruz, por lo que pude adivinar por dónde me conducían. Así llegamos a la zona naval de la ciudad. Lo sé porque está al lado del aeropuerto y se escuchaban aviones que despegaban. Me empujaron hacia un área médica donde me reconoció un doctor que dictaminó que yo no tenía lesiones. ¿Cómo las iba a llevar si aún no me habían torturado? Cuando el médico certificó que yo no tenía daños, empezó todo.

Me sentaron en una cama. Yo no entendía nada. No tenía antecedentes penales y trabajaba vendiendo productos naturistas.

Aún estaba confusa porque me acababan de sacar de mi casa. No hacía más que preguntar qué estaba pasando, pero nadie me contestaba. Me percaté que de fondo se escuchaba una música que subía y bajaba de volumen. Era música electrónica, moderna, como de discoteca. Cada vez que subía la música, se escuchaban unos gritos.

De repente entró un hombre que empezó a insultarme y a abusar de mí. Me apretó los pechos mientras yo me intentaba proteger sin éxito. Luego me gritó: “El cabrón de tu marido ha confesado y nos ha dicho que tú eres la buena”. La buena es la expresión que se utiliza en México para designar al cabecilla de un grupo criminal.

Yo le intentaba explicar que no sabía de lo que me hablaban, que comprobasen que me dedicaba a mi empresa de productos naturales. Ése fue el momento en el que el hombre me calló de un puñetazo en la nuca.

Me hizo muchísimo daño y empecé a llorar pero no me dio tiempo ni a recuperarme. “¿No vas a hablar entonces?”, me preguntó. Como yo no sabía a qué se refería, me agarró con violencia, me levantó y me condujo a otra estancia.

Descargas eléctricas

El suelo estaba lleno de agua y yo iba descalza, por lo que mis pies se iban empapando. Alguien me sentó en una silla metálica, me ató las manos atrás y me amordazó con un trapo en la boca. Allí, inmovilizada, noté que me ataban unos cables a los dedos de los pies.

Entonces empezó a sonar la música. La misma música electrónica que escuchaba minutos antes. Con ella, me empezaron a administrar descargas eléctricas. Fue entonces cuando entendí los gritos que había escuchado minutos antes. El volumen de la música marcaba la intensidad de la descarga eléctrica. Cuando ponían la canción a todo volumen, el calambrazo era insoportable y yo pensaba que me moría. Entendí entonces que acababan de someter a mi marido a esa misma tortura.

Estuvieron al menos 20 minutos así, torturándome y aplicándome sacudidas eléctricas. De vez en cuando me lanzaban cubos de agua sobre el cuerpo, que funcionaban de conductores de la electricidad y me extendían los calambres por todo el cuerpo.

Por si fuera poco, me colocaron una salsa picante en las fosas nasales que me provocó un picor terrible. Pasado ese tiempo, me enrollaron todo el cuerpo con un hule. Sólo me dejaron libre la boca para respirar.

Una mentira piadosa

Me envolvieron como si fuese un taquito, me tiraron al suelo y me propinaron una terrible golpiza. Me pateaban y brincaban encima de mí. Yo ya no podía aguantar los golpes y de la misma desesperación me inventé que estaba embarazada y les rogué que dejasen de pegarme.

Entonces se detuvieron. Decidieron comprobarlo y me llevaron ante una doctora, que me ordenó una prueba de orina. Me costó mucho porque durante la paliza yo me había orinado encima. Cuando logré darles la muestra, comprobaron que el resultado era negativo. Fue mucho peor porque se sintieron engañados y me pegaron el triple de lo que ya me habían golpeado.

Una vez que se cansaron de atizarme, la mayoría de los soldados se marcharon y me dejaron a solas con una persona que se quedó para cuidarme. Ese hombre abusó sexualmente de mí.

Me violó.

Paró porque vino otra persona que me levantó del suelo y me llevó a una zona exterior. Debía de ser un patio. No lo sé porque permanecí con los ojos vendados en todo momento.

Yo iba empapada por los cubos de agua que me habían lanzado. Me sentaron en una silla, me expusieron al sol y me dejaron allí por lo menos dos horas. Yo calculo que sería mediodía, cuando el calor aprieta más. La piel se me quemó tanto que yo notaba cómo se resquebrajaba.

Al cabo de un buen rato, cuando me sentía achicharrada, vino un hombre que me preguntó si sabía lavar la ropa.

Yo necesitaba salir de aquel calor abrasador y le dije que sí. Me levantó de la silla y me llevó a un lavadero. Le pedí que me quitara la venda pero se negó.

“Aquí tienes el jabón, aquí el agua y aquí la ropa. Empieza a lavar de inmediato”, me ordenó.

Así me obligó a lavar un montón de pantalones que, imagino, eran de los soldados. Cuando acabé con la ropa, me llevaron a la zona de regaderas (duchas) y me obligaron a ducharme delante de un montón de hombres. Fue entonces cuando me quitaron la venda.

Empecé a ducharme de espaldas a ellos mientras me insultaban, se reían de mí y me decían que apestaba. Me sentía tan humillada que acabé lo más pronto posible. Ahí fue cuando me dieron ropa. Unas bermudas finas y una camiseta blanca y otra vez una venda para los ojos.

"Vamos a ir a por tus hijos"

Así vestida permanecí sola durante horas, esperando en una sala sobre una colchoneta. Vino un hombre que me preguntó si tenía hambre. Le dije que no pero me obligó a comer comida descompuesta.

Con ese mal trago acabaron mi tortura allí y me volvieron a subir a la camioneta. Yo tampoco sabía dónde me llevaban. En ese segundo viaje me empezaron a amenazar: “Si no dices que te dedicas a la delincuencia organizada, vamos a repetir exactamente lo mismo que te acabamos de hacer y además vamos a ir a por tus hijos”.

El trayecto acabó en el Ministerio Público Federal, donde yo tenía que declarar. Me introdujeron deprisa en un habitáculo y por fin me quitaron las vendas. Fue cuando me di cuenta de que yo estaba acompañada por mi marido y por cuatro detenidos más a los que no conocía de nada.

También observé que el suelo estaba lleno de armas y drogas que yo no había visto en mi vida. Eran cosas que decían habernos requisado. Entre el arsenal y el alijo se encontraban mi billetera y mi ordenador portátil. Era lo único que me pertenecía.

Teníamos delante un montón de periodistas que nos filmaban y nos hacían fotos. Un policía naval nos exhibía como si fuéramos trofeos. Esa secuencia de vídeo puede verla cualquiera por Internet. Me sentía tan humillada que sólo podía bajar la cabeza.

Cuando nos habían exhibido lo suficiente, me llevaron al área médica porque yo me quejaba de terribles dolores y no podía ni caminar.

Pedí una pastilla y no me dieron nada. Me sacaron de allí sin darme medicamentos y me llevaron a hacerme fotos para la ficha policial. Incluso me adjudicaron un alias que yo ni recuerdo. No sé si era La Tamariz o algo así [el segundo apellido de Claudia es Tamariz]. Ni me acuerdo porque nunca nadie me llamó así. Se lo inventaron.

En México es muy habitual poner apodos a los delincuentes y fue una forma más de marcarme. Yo protestaba pero no sirvió para nada. Con el apodo en la ficha me quedé.

Horas después, dos agentes navales me llevaron a disposición judicial para prestar declaración.

“¿Por qué me ponen a disposición judicial?” pregunté.

El secretario, con muy malos modos, me contestó: “No te hagas pendeja” [No te hagas la tonta].

Declaré que me habían sacado de casa sin permiso pero no me hicieron ni caso. Imprimieron una declaración y me ordenaron que la firmase sin dejar que la viera. Cuando pedí leerla, uno de los militares me agarró por el hombro y me dijo. “Fírmala mija porque acuérdate lo que hablamos”.

Me estremecí recordando que había amenazado con dañar a mis hijos y firmé. Durante 36 horas me amenazaron, me torturaron y me violaron para que confesase un delito que no había cometido. Lo consiguieron.

"Tenía que ser Rambo"

Pasé 72 horas en los separos [es decir, en los calabozos]. De allí me pasaron a una cárcel femenina en Zacatecas. Ya no me volvieron a pegar más.

La doctora que me atendió sí que certificó esta vez las múltiples lesiones que yo llevaba en todo el cuerpo y me hicieron fotos.

Al día siguiente, me llevaron ante el juez. Ahí fue donde me enteré de que me imputaban nueve delitos: cinco por delincuencia organizada de diversos tipos y cuatro por posesión de drogas, armas, granadas y munición.

Era ilógico. En la denuncia ponía que cuando me detuvieron yo llevaba munición en el bolsillo izquierdo. En el derecho, granadas. En el bolsillo de atrás llevaba droga. En mi cintura portaba un arma y por todo mi cuerpo llevaba repartidos billetes por valor de 148.000 pesos en metálico [unos 7.900 euros]. Todo eso comprimido en unos boxers y una camiseta. ¡Yo tenía que ser Rambo para llevar todo aquello encima!

El informe del Ejército tampoco mencionaba que nos habían sacado de nuestra habitación por la fuerza. Lo que decía era que nos había encontrado a mí y a mi marido discutiendo en la zona centro de Veracruz dentro de un vehículo cargado de armas. También ponía que cuando vimos a los soldados nos dimos a la fuga y nos reunimos con el resto de los detenidos, gente a la que yo no había visto en mi vida.

En la declaración que yo firmé, aquélla que no me dejaron leer y me obligaron a firmar, yo reconocía todo aquello y me inculpaba. Cuando vi aquel informe, exploté y empecé a decir que me habían torturado y que aquello era mentira. El juez escuchó mi declaración real y me devolvieron a prisión.

A los dos días mi abogado me informó de que me habían retirado las cinco imputaciones de delincuencia organizada. Pocos días después, me fijaron una fianza de 55.000 pesos [unos 2.900 euros] que pagó mi madre con mucho esfuerzo y muchos problemas. La marearon. La mandaban a un sitio a pagar. Luego a otro. Podía haber depositado el dinero en semana y media pero tardó 23 días, que para mí fueron 23 años.

Sólo entonces salí en libertad con cargos.

Cables en la vagina

Al regresar a casa estuve varios días sin poder dormir porque había vuelto al mismo lugar del que me habían sacado. Necesité terapia psicológica y medicación.

Cuando superé ese trauma inicial, me di cuenta de que tenía que hacer algo por tres motivos. El primero era demostrar mi inocencia, puesto que aún tenía cargos pendientes. El segundo era demostrarle a mis hijos que yo no era una delincuente. El tercero y el más importante tenía que ver con mi estancia en prisión. Allí conocí a muchas mujeres presas y el 99% decía que a ellas también las habían torturado física y sexualmente.

Es un procedimiento extendido en todo el país entre los cuerpos de seguridad, ya sea el Ejército o la policía. La pregunta más habitual entre las reclusas era: “¿Y a ti qué te hicieron?”. Hablando con ellas me di cuenta de que yo había sido afortunada: recuerdo a una a la que los cables eléctricos se los habían puesto en los labios vaginales.

A las mujeres en México nos atacan ahí, en lo sexual. Donde más nos humilla.

Pedí declarar de nuevo en el juzgado de Veracruz e informé de la tortura sexual que había sufrido. Conseguí testigos que declararon que me sacaron de mi casa. Recurrí las causas que tenía pendientes: tenencia de armas y drogas. Al poco me quitaron tres más. Sólo me mantuvieron la de posesión de armas, que me acabaron quitando después.

Así han evolucionado las acusaciones de tortura.

Ahora no tengo ningún cargo pendiente, pero mi marido sigue preso y a la espera de juicio. Lleva tres años en prisión preventiva. Fue policía y lo despidieron cuando el Ejército empezó a asumir las funciones de los agentes policiales en mi ciudad. No sé si es alguna represalia. Lo que tengo claro es que debo que luchar por él. Pero sobre todo por todas las mujeres que sufren torturas en México, que son muchísimas.

Un amigo me puso en contacto con la Fundación Pro Juárez. Ellos accedieron a ayudarme y me pusieron en contacto con otras mujeres que habían sufrido tortura sexual a manos de la policía o del Ejército. Amnistía Internacional conoció mi caso y pasé a formar parte de su campaña ’Stop tortura’. Hemos dado a conocer mi caso en 117 países y hemos recogido 340.000 firmas para exigir al gobierno mexicano que se deje de torturar en el país.

Fuente: http://www.elespanol.com/enfoques/2...