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"Messié Trivilí"

Jueves.3 de julio de 2008 632 visitas - 1 comentario(s)
Nuevo relato de Amador Navarro #TITRE

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desde
lo
alto
de
una
noria.

MESSIÉ TRIVILÍ

Si bien en los postreros años de mi aventura de ambulante, cansado ya y aturdido, utilizaba el registro facilón de ir a comprar a las grandes distribuidoras para perderme posteriormente a vender por los pueblos remotos donde no llegaba la competencia lo cierto es que durante casi toda mi andadura confié mi sustento a la imaginación y a la creatividad en un intento por dignificar una profesión que me conquistó desde el principio por su aureola de libertad y de romanticismo pero de la que no fue sino con el tiempo que descubrí su razón de ser y su verdadero significado. Y es que las fiestas de los pueblos son el decorado perfecto, la circunstancia adecuada para que llegue el maestro de ceremonias, el mago, el charlatán, el genio o el artista y con una pizca de gracia hipnotice al personal, lo
rescate de congojas y tribulaciones, le recuerde su esencia postergada y lo retorne
hacia ella mediante trenes de la bruja, cochecitos de choque, papeletas de la suerte
o algodones de azúcar. Este es el sentido último de tales celebraciones y es por eso
que me sublevaban la ignorancia y la chabacanería del gremio que las trajinaba que
no contribuía más que a destruir su fascinación y su misticismo y a traicionar a su
espíritu. Fue estando en esa lid que ideé en una ocasión un chiringuito que
contribuyó a mi objetivo.

Consistía en una barra redonda de madera de unos dos metros de altura pintada en
espiral de manera que asemejaba un palo de caramelo y que sujetaba con una goma a un
carrito de la compra y atravesaba en su parte superior con unas varillas de las que
colgaba farolillos de papel encendidos con trocitos de vela que conseguía por las
iglesias de los restos de las procesiones. No había mayor secreto. Y así iba yo, tan
ricamente a mi aire; sin hierros, sin permisos... únicamente con mi sencillo
artilugio y mi carrito lleno de farolillos buscando algún rincón oscuro de las
ferias donde mi composición surtiese efecto. Normalmente eran padres con sus niños
los que se acercaban atraídos pero un día lo hizo cojeando un hombrecillo menudo y
desdentado que, tras observarme unos minutos, me espetó con voz ronca aunque
extrañamente melodiosa: “Mira que llevo años de feriante y nunca había visto un
puesto tan bonito”.

Se trataba de Emilio, el Trivilí.

Al Trivilí lo conocía todo el mundo en el Universo de las ferias. Había nacido en
ellas como quién dice pues pasó su niñez durmiendo entre los amasijos de los
aparatos donde trabajaba durante unos años, los de la posguerra, en los que algunos
padres desesperados se veían obligados a ofrecer a sus chavales a los feriantes a
cambio del sustento y de unas pocas monedas. De esta manera y por aquella insólita
abertura, párvulos como Emilio venían a parar a este escenario de ilusiones en el
que la suciedad, el hambre y el frío se engañaban cada noche con bombillitas de
colores y con el embrujo de las coplas y de los pasodobles de la época. Y así, sin
más estudios que los de esta escuela desgarrada ni más principios que los de la
propia supervivencia, fue creciendo aquel mocoso churumbel de tropezón en zancadilla
y fue a base de caer y de levantarse que acabó aprendiendo el oficio y mejoró su
posición hasta convertirse en el propietario de una de las tómbolas más influyentes
del circuito. Sin embargo, ese cielo tantas veces soñado no colmó a nuestro amigo
que se sintió atormentado ante la falta de estímulos como tantos guerreros que
sucumben abatidos en época de paz. Y ese trance doloroso fue minando su espíritu
hasta que una noche negra, en el corazón de la feria de la Magdalena, le prendió
fuego a su tómbola.

El suceso corrió de boca en boca por todos los Reales sin que nadie le encontrara
explicación. “Le habrá dado una revolera” -lo justificaban sus más allegados
mientras que Emilio callaba entre el desconcierto, conmocionado desde que el fulgor
de las llamas le descubriera aquella noche que algo grande encerraba en su esencia
aquel acto de rebeldía. Había sido valiente y optado por morir para nacer a otra
vida. Y quizá fue imbuido de ese humor delirante que al sorprendido policía que dio
fe del siniestro y le interpeló sobre su nombre le respondiera imperturbable: Messié
Trivilí.

A partir de ese instante, Emilio se convirtió para siempre en el Trivilí. Y su vida
cambió. Se montó un chiringuito reducido a la medida de sus necesidades y continuó
su andadura como si nada adaptado a su nueva condición. Ni la merma consiguiente de
su prestigio y ni la de su poder adquisitivo parecieron importunarle aunque sí el
que desde su nueva perspectiva comenzara a percibirse como un ser extraño e
incomprendido entre el paisaje de atracciones y de caravanas que le había acompañado
durante toda su vida. Los objetivos y las ilusiones de antaño dejaron de seducirle y
vagó solo y perdido entre su circunstancia hasta que por fin se derrumbó. Comenzó
entonces a refugiarse en la religiosidad de los bares y ese mar tenebroso lo fue
engullendo en su seno como a tantos otros náufragos que carecen en su desventura de
tabla de salvación. Hasta que llegamos los hippies.

Los hippies, en aquella época, éramos unos jóvenes inadaptados como él que andábamos
buscando, también como él, sentido a nuestras vidas y que habíamos descubierto en la
nebulosa de las ferias ese magma envolvente y sagrado que tanto ambicionábamos. Y lo
rescatamos. Al contrario que los feriantes, entendíamos la vida como un proceso de
aprendizaje por lo que nos posicionamos al margen del sistema ancestral de
privilegios y de antigüedades por el que se regían. Nosotros éramos de otro pelaje.

Acampábamos irreverentes ante cualquier tabernáculo, encendíamos hogueras, reíamos,
cantábamos y nos ofrecíamos cada día al misterio de la vida esperando impacientes
ese soplo de Acuario que haría al hombre mejor. Como no competíamos y ciertamente
éramos más cultos, los feriantes nos observaban con curiosidad y hasta con respeto.
Muy al contrario de su trato con las sucesivas oleadas de emigrantes que durante
aquellos años tanto nos enriquecieron. ¡Qué ironía! Aquellos en quienes la sociedad
depositaba la custodia de lo numinoso y a los que se confiaba el pasadizo a los
mundos etéreos se encontraban paradójicamente aguantando su vela ante el mayor flujo
de conocimiento con mayúsculas que nuestros caminos habían visto jamás. Emilio se
daba cuenta intuitivamente de todo ello y empezó a acercarse a nosotros ayudado por
nuestra capacidad de comprensión. Siempre podías verlo en aquellos años a nuestro
lado. Participando de nuestros rituales y sacramentos, recostado al calor ecuménico
de nuestra hoguera o acoplado a los ritmos de nuestra fanfarria rockera.

Pero la noria siguió y las ilusiones de aquella asamblea de idealistas acabaron por
desvanecerse ante la indiscutible realidad. Nuestra juventud y nuestros mayores
recursos nos permitieron a cada uno sobrevivir por otros derroteros, pero el pobre
de Emilio se quedó de nuevo atrapado en su desamparo y abocado a su inconsolable
soledad. Como particularmente fui de los últimos en escapar continué coincidiendo
con él en variadas ocasiones pudiendo comprobar en cada una de ellas su irreparable
degradación. La última en Madrid. Había acudido a comprar un poco de género para
vender durante las Navidades cuando me lo encontré en algún bar pordiosero de
Lavapiés. Llevábamos tiempo sin vernos al no ser temporada y no sé si por añorarla o
por la rabia contenida por lo que pudo ser y no fue que nos liamos la manta a la
cabeza y nos fuimos de farra. Quiere esto decir que comenzamos por las tascas
infames de vinos peleones y continuamos ya en estado lamentable de palique
vergonzoso con las prostitutas de los clubs. Me contó entre unos y otras que
trabajaba en un bingo cantando premio falso cuatro veces al día amañado con el dueño
del local con lo que el farsante se sacaba un buen pico y a él le bastaba en
cualquier caso para ponerse bien. Y así nos encontrábamos ya amaneciendo cuando una
patrullera nos encontró dando tumbos y nos despidió para siempre.

Supe al poco que el destino había sido cruel y consintió que muriera en una lúgubre
habitación lejos de sus coplas y de sus bombillitas de colores... y sin llegar a
comprender que es, pese a su desgracia, la renuncia voluntaria de lo material el
prodigioso portalón que garantiza el acceso a los mundos superiores. El acto más
noble e importante que puede un hombre realizar a lo largo de su vida.

Descanse en paz.

  • "Messié Trivilí"

    3 de julio de 2008 00:50, por Pablo

    Joder Amador, qué buenos son tus relatos.

    Me gustan porque están escritos con una prosa que quiere y consigue ser bonita, pero que no tiene pretensiones. Pero sobre todo porque son líricos de la leche, y rezuma en ellos la vida y la verdad de un mundo minoritario y mágico que siempre me ha fascinado -desde fuera-.

    Endavant amb els contalles. L’afició esperem més entregues.