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Mary Shelley, o tal vez Mathilda

Domingo.17 de septiembre de 2017 118 visitas Sin comentarios
Carmen Virgili, www.elviejotopo.com #TITRE

"Así que ahora mi tarea veraniega ha terminado, Mary, y vuelvo a ti, hogar de mi propio corazón Con tu amado nombre, ¡oh tú, hija del amor y de la luz!"

Con estos versos empieza la dedicatoria A Mary con que uno de los mayores poetas del Romanticismo inglés, Percy B. Shelley, quiso encabezar su largo poema épico La Revuelta del Islam como homenaje a su esposa; las catorce estancias Spenserianas de la dedicatoria, con sus resonancias platónicas y sus referencias familiares, constituyen en sí mismas uno de los más bellos y sentidos poemas del gran poeta. ¿Pero quién fue en realidad Mary W. Shelley, universalmente conocida por ser la creadora de Frankenstein, uno de los mitos más fecundos de nuestro tiempo, y a quien ahora nos acercamos como autora de Mathilda?

Dejemos que sea Percy B. Shelley quien nos la describa tal como la conoció en 1814, cuando Mary contaba 17 años: Me encontraba en Londres en junio para un asunto relacionado con Godwin, lo cual requería mi presencia casi constante en su casa. Fue allí donde conocí a su hija Mary. La gracia y la singularidad de su carácter se transparentaban incluso en sus gestos y en el tono de su voz. La impetuosidad salvaje y la altura de sus sentimientos se revelaban en su modo de ser y en su mirada… ¡Su sonrisa es tan convincente y tan conmovedora…! Creo que no hay una sola perfección que no posea…

Así hablo hoy de Mary… Nuestras almas están ahora tan unidas que al intentar describir sus muchas cualidades me siento como un egoísta que intentase acrecentar sus propios méritos… No obstante soy profundamente consciente de mi inferioridad, confieso sin ambages que Mary me supera en mucho por la originalidad y profundidad de su inteligencia… Shelley prosigue en términos parecidos la carta a su amigo Thomas Hogg, hablándole en tono exaltado de su “ardiente deseo de poseer aquel tesoro inestimable”, confesándole que al principio trató de ocultarse a sí mismo “la verdadera naturaleza” de aquel amor, y de ocultárselo a ella, hasta “el momento sublime de mi éxtasis cuando ella me confesó que era mía…”, para terminar declarando: “Poseo el inalienable tesoro que buscaba y que por fin he encontrado”.

Hay que tener en cuenta que a la sazón el joven poeta rebelde estaba casado con la también jovencísima Harriet Westbrook, y que a sus ojos Mary no aparecía únicamente como “un tesoro” en sí misma, sino también, o quizá sobre todo, por ser hija de aquellos “gloriosos padres” a los que se refiere en la dedicatoria ya mencionada, de una madre que dejó la tierra en plena gloria y cuya fama brillaba en ella, de un padre del que Mary siempre podría “reclamar el refugio de un nombre inmortal”.

La madre, Mary Wollstonecraft, universalmente conocida por ser la autora de Vindicación de los Derechos de la Mujer, fue también prolífica ensayista y escritora, valiéndose incluso de las convenciones de la novela gótica para defender y propagar sus ideas. El padre fue William Godwin, filósofo radical muy influyente en su tiempo, autor de Political Justice, obra que Shelley –expulsado de la Universidad de Oxford en 1811 por su panfleto sobre La Necesidad del Ateísmo– había estudiado a fondo. Fue esta obra, junto con la doctrina de la Necesidad sostenida por Godwin, lo que llevó a Shelley a aquella casa, donde defendió frente al padre la doctrina platónica de un cierto margen de libre voluntad en el Universo, encontrando en la hija la encarnación de la mujer ideal, el símbolo de la felicidad terrena y de la “Belleza Intelectual” del amor platónico.

Así empezó una relación que había de consolidarse sobre la tumba de la madre de Mary en el cementerio de la Old St. Pancras Church, donde los dos amantes se citaban para leer su obra, ya que Shelley era también gran admirador de la madre. Mary Wollstonecraft había muerto de parto al nacer su hija Mary, y su sombra debió flotar siempre sobre la vida de esta última, educada en su recuerdo y en su obra, según queda consignado en su Diario; de aquella madre a la que nunca conoció mas que por referencias Mary Shelley dejó escrito lo siguiente: “Mary Wollstonecraft es uno de esos seres que no aparecen más que una sola vez en el curso de una generación, su genio es incontestable… Su inteligencia, su coraje, su sensibi­lidad y su apertura de espíritu daban a sus escritos fuerza, encanto y sinceridad…

Quien la conocía no podía por menos de amarla…” El trauma del nacimiento de Mary, el esquema de la hija que causa la muerte de su madre al nacer para luego reemplazarla en el corazón del padre, se refleja con tanta fidelidad en Mathilda que resulta difícil ignorar su carácter autobiográfico. ¿Cómo no ver en la descripción que Mathilda hace del amor de su padre por su madre, con todos sus ecos platónicos, el reflejo del amor de Godwin por Mary Wollstonecraft, la comunidad de intereses entre ellos, patente en las cartas que han llegado hasta nosotros? Mathilda nos habla de su padre como de “un enamorado iluminado por la virtud y la verdad. La amaba por su belleza y su bondad, pero sin duda la amaba más todavía por lo que estimaba ser su sabiduría superior. Así fue como mi padre llegó a la cima de la felicidad”.

Nos hallamos ante un relato romántico, de carácter marcadamente autobiográfico, que poco tiene que ver con el cuento de terror o novela gótica moralizante que fue Frankenstein o el Moderno Prometeo, escrita solo dos años antes, en 1816, cuando Mary contaba solo 19 años. Fruto de un verano lluvioso junto al lago de Ginebra, y de las veladas en la Villa de Lord Byron, en las que los participantes se propusieron escribir historias de fantasmas, Frankenstein contiene ya interesantes proyecciones de la vida de la propia Mary, pero es en Mathilda donde lleva a la perfección la crónica familiar. El relato comienza cuando Mathilda, con la certidumbre de que va a morir, decide evocar su vida declarando que necesita centrar sus ideas por medio de la escritura. Se trata pues de la recapitulación de toda una vida a la triste luz de la muerte, de la descripción de un estado, de una situación, más que de unos acontecimientos: del estado de “Beatitud en el Paraíso” y de la pérdida de ese estado, tal como se nos dice al final del capítulo tercero: “Solo puedo describir, utilizando términos breves pero vigorosos, el tránsito brusco pero irremediable de la felicidad a la desesperación.”

Ese “’tránsito brusco” se produce cuando Mathilda descubre la verdadera naturaleza del amor que su padre le profesa, cuando comprende que él desea que sustituya en todo a su madre, tal como lo expresa en la carta de despedida que le deja al correr hacia la muerte: “Diana murió para darle vida, el espíritu de su madre ha pasado a su cuerpo, ella debe ser lo mismo que Diana fue para mí.” Resulta curioso que sea la mera posibilidad de una relación incestuosa la que desencadene la tragedia en una época en la que el incesto se había convertido en tema caro a los románticos gracias al principio de “derecho divino” de la pasión. Dignificado por Chateaubriand en Atala, el mismo Shelley, en La Revuelta del Islam, convirtió a los amantes Laon y Cythna en hermano y hermana, y, a pesar de todo su simbolismo, los hizo morir intercambiando miradas de “amor insaciable”.

Pero Shelley, que a propósito de la obra de Calderón Cabellos de Absalón escribió: “El incesto, al igual que otras muchas cosas incorrectas, es una circunstancia muy poética”, fue aún más lejos en su drama en verso The Cenci, en el que Swinbur­ne, en su Prefacio a la edición francesa, vio la huella del Divino Marqués. En efecto, el viejo Cenci se recrea con delectación en la seducción y posterior abyección de su propia hija: “La arrastraré, paso a paso, a través de infamias desconocidas entre los hombres… Su cuerpo será abandonado a los perros; su nombre será el terror de la tierra.”

El contraste entre esta tragedia de inspiración y atmósfera isabelina y la desesperada agonía de Mathilda ante el “abismo” que se abre en ella al descubrir el amor culpable de su padre resulta aún más curioso si se tiene en cuenta que The Cenci y Mathilda fueron escritas casi simultáneamente, en 1819, durante la segunda estancia de los Shelley en Italia. ¿Trató Mary Shelley de exorcizar algún fantasma con su relato, algún episodio de su propia vida, algo que pudo haber ocurrido, o que nunca debió ocurrir? Mathilda reproduce con exactitud el triángulo básico de la vida de Mary: el Padre, la Protagonista, el Poeta…

Y aquí conviene recordar la violenta reacción de Godwin, el padre de Mary, cuando Shelley, el Poeta, le comunicó su decisión de huir con su hija. Al referirle el episodio a un pariente, aquel librepensador que defendía que la relación matrimonial debía terminar cuando una de las dos partes lo decidie­ra, empleó los siguientes términos: “El domingo, 26 de junio, él (Shelley) acompañó a Mary y a su hermana, Jane Clairmont, a la tumba de su madre… y allí, al parecer, concibió la idea impía de seducirla, traicionándome y abando­nando a su mujer”. Lo cierto es que Mary, haciendo honor a las ideas liberadoras de la madre, no dudó en desafiar las iras del padre y huir a Europa con el Poeta…

Y Godwin, a pesar de su indignación, aceptó e incluso exigió que Shelley siguiese pasándole una pensión, y fue él quien años más tarde consiguió la publicación de Frankenstein y se ocupó de ella, cosa que no hizo con Mathilda, que permaneció inédita en vida de Mary. Quizá la misma Mary lo prefiriese así, ya que esta obra, escrita tras la muerte de su hija Clare, que apenas tenía un año, y de su hijo Wi­lliam, que tenía tres años, refleja uno de los períodos más amargos y difíciles de su existencia, un período que resume así en su Diario: “…terminado al mismo tiempo que mi felicidad el 17 de junio de 1819”. Ese fue el día de la muerte de William.

El Diario queda interrumpido y Mary Shelley se refugia en Mathilda, que se abre con un desolado panorama de soledad y de muerte y que tiene mucho de confesión, de desahogo. En efecto, no resulta difícil percibir la voz de la propia Mary cuando Mathilda exclama: “Y yo, que fuí alimentada por las lágrimas y bañada por el rocío de la aflicción durante tantos años, ¿podría yo acaso relataros, aunque fuera por unos momentos, otra cosa que una historia de dolor y de muerte?” La historia que nos relata Mathilda es de hecho parte de la historia de la propia Mary, o mejor dicho, el lado oscuro de esa historia, en el que, a la muerte de sus dos hijos en Italia, hay que sumar la muerte unos años antes de una hija recién nacida en Inglaterra, así como el suicidio, en octubre de 1816, de su hermanastra Fanny, hija de Mary Wollstonecraft, y en diciembre del mismo año, de Harriet Westbrook, la primera esposa de Shelley.

La primera recurrió al láudano y la segunda se ahogó en el lago de Hyde Park; las dos eran personas muy jóvenes y próximas a Mary, que vivía a la sazón cerca de Londres y que debió sentirse en parte responsable de aquellas muertes. Sin necesidad de proponérselo Mary Shelley llevó a la perfección la teoría romántica de que el mejor modo de expresar las pasiones es expe­rimentarlas en la vida real, experimentar las sugerencias más monstruosas de la imaginación…

A pesar de su juventud, el suicidio le era tan familiar como la muerte, y si compartió el inmenso amor de Shelley compartió también las profundas crisis que éste superaba con láudano. Cuando nos habla en Mathilda de los vaivenes de la pasión y la desesperación, de la elección de la soledad, de la búsqueda de la muerte como liberación, Mary sabe muy bien de qué está hablando. Y son esas notas de sinceridad, de vida vivida, de testimonio de una época, las que conectan este relato con la sensibilidad de nuestro tiempo por encima de toda la hojarasca romántica.

En efecto, si el padre de Mathilda se configura según los esquemas del héroe fatal del Romanticismo –hábitos melancólicos, huellas de pasiones extinguidas, culpas inconfesables, ca­ra pálida, ojos penetrantes e inolvidables…– que se destruye a sí mismo y destruye a la mujer que cae en su órbita, haciendo suyo el motto del Manfred de Byron “I loved her and destroy’d her” (La amé y la destruí), la voz de Mathilda suena enormemente fresca y próxima a nosotros cuando exclama: “No os confundáis, nunca estuve loca de verdad”, o cuando anali­za su situación concluyendo: “En mí había muerto el aliento de la vida.” Pero quizá el mayor interés de Mathilda resida en que se trata de una obra extrañamente premonitoria, que no se limita a reflejar el presente, sino que anticipa el porvenir.

La tragedia de Mathilda recuperando el cadáver de su padre ahogado en plena tempestad y devuelto por las aguas resulta estremecedoramente profética: en julio de 1822, y al cabo de una semana de inquietud y angustia, las aguas devolvieron a la orilla los cadáveres de Shelley y de su amigo Williams, ahogados en el golfo de La Spezia, al volcar su barco en plena tempestad. Una vez más la vida imita al arte y Mary Shelley tiene que vivir en la realidad una tragedia que ya había imaginado y descrito. “Mathilda predice hasta los más pequeños detalles lo que ocurrió más tarde; en conjunto, se trata de un documento conmemorativo de lo que estoy viviendo hoy”, declaró un año más tarde, en una carta escrita a su amiga Mary Ginsborne.

Su Diario de esta época parece en efecto la continuación de aquel relato romántico en el que puso tanto de su vida: “¡Y ahora, estoy sola! Las estrellas pueden ver mis lágrimas, el viento puede beber mis suspiros, pero mis pensamientos son como un tesoro sellado que no puedo confiar a nadie.

¿Cómo podría darles la palabra a los pensamientos y sentimientos que me atraviesan como una tempestad…?” A través de las convenciones románticas y como una caja de resonancias entre la imaginación y la realidad, Mathilda capta y refleja la sensibilidad de toda una época porque en ella se proyecta el espíritu de una mujer que vivió esa época a fondo, que conoció y amó a los mejores poetas, y que pudo escribir, a modo de recapitulación: “…Francia, la pobreza, los días de soledad, las dificultades, después la estancia en Bishpgate, Suiza, Bath, Marlow, Milán, Bagni di Lucca, Este, Venecia, Roma, Nápoles, Roma, la desgracia, Livorno, Florencia, Pisa, la soledad, los Williams, Baños de Pisa: tales son los capítulos, y cada uno encierra una historia más romántica que cualquier posible relato”.

Mary Shelley

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