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Luis Francisco Esplá (una historia alucinada)

Domingo.28 de octubre de 2007 1492 visitas - 1 comentario(s)
Capítulo 1º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Impulsado por no recuerdo que serie de condicionantes y atractivos, me fui adentrando un día, casi sin darme cuenta, por el universo del deambular incesante, de fiesta en feria y de encierro en romería, compartiendo con músicos, feriantes, toreros o emigrantes los siempre polvorientos caminos que conforman nuestra lúdica geografía.

Camuflado entre los abalorios de mi “puesto de hippie”, he presenciado durante estos últimos veinte años tradiciones, liturgias, rituales y ceremonias que aún perduran y que rememoran, año tras año, crónicas, gestas o leyendas que nos ayudan a descifrar esa especie de cuerpo místico colectivo que los españoles venimos forjando durante milenios.

Procesiones, aquelarres, danzas, ofrendas y toda clase de tauromaquias, oficiadas bajo la invocación de iniciados y sacerdotes; augures y nigromantes; taumaturgos, hierofantes o profetas, se celebran a lo largo y ancho de nuestro territorio, desentrañando, amalgamadas, los atributos de nuestra personalidad.

Uno de estos oficiantes que, infundidos de la gracia y la sabiduría indispensables por no sé qué coordenadas de espacio-magia-tiempo, son designados a impartir ese principio vitalizador y vivificador del genio de nuestro pueblo, considero que ha demostrado ser LUIS FRANCISCO ESPLÁ.

Un buen día ofreció a un amigo, que también lo era suyo, la labor de acompañarlo; para arroparlo y protegerlo, quizá, del despiadado entorno con el que debía lidiar habitualmente entre paseíllo y paseíllo. Eran los tiempos de sus primeros capotazos de gloria, a la vez que los de mis primeras correrías por entre las Españas; tiempos en los que, bajo la férula de Tierno, los que veníamos de luchar por la democracia tratábamos de despojarnos del desengaño europeísta indagando en la gratificante proximidad de lo vernáculo.

A mi amigo se le hacía la boca agua cada vez que nos hablaba de “su Esplá”; de su integridad, de su conducta... siempre empeñado en convencernos de que su nuevo protector era “uno de los nuestros”; de que, como nosotros, recelaba también de aquel mundo tan clasista y racial al que pertenecía y en el que campaban a sus anchas las actitudes más reaccionarias de los autoproclamados salvaguardianes de la patria.

Gracias a él pude verlo torear casi en cada feria de las que por aquel entonces coincidimos: Castellón, Ciudad Real, Granada, Pamplona, Zaragoza... hasta que la crisis económica que sobrevino y el incremento paulatino de la inmigración provocaran que esas grandes ferias se fueran superpoblando de vendedores ocasionando una tremenda competitividad en el gremio; la mayoría de los antiguos hipíes se fue mercantilizando y el primitivo “buen rollo” degeneró en frustrante crispación.

Desilusionado e insatisfecho por este nuevo paisaje que inesperadamente me rodeó, huí hacia ferias de menor envergadura y, en buena hora, porque descubrí entonces en ellas el encanto de los pueblos pequeños; aquellos a los que llegabas con la calima de la tarde, te tomabas tranquilamente un cafetito con los abuelos en la plaza del baile y te esmerabas, sin tener que pedir permiso a nadie, en montar el tenderete lo suficientemente cerca del entarimado para que la música te embriagase, al tiempo que lo suficientemente lejos de la fuente donde irremisiblemente acabarían, cuando menos chapoteados, los mozos más exaltados.

Mientras que yo abarrotaba mi mochila con vivificantes experiencias, Esplá triunfaba con su torería allá donde se presentaba. Había dejado de verlo, y la relación con mi amigo fue quedando guardada en el frasco de la nostalgia de unos años intensos, pero continué interesándome por su trayectoria y disfruté de lo lindo con su maestría desde la barrera que me proporcionaron las mesas y las barras de cien bares distintos.

Pasó el tiempo, y estando un día vendiendo por la sierra alcarreña divisé, fijado al muradar de una iglesia majestuosa, un cartel que rezaba: “ A tantos de cuantos de los corrientes, Luis Francisco Esplá y otros cinco trencillas, a res por barba, en la plaza enmaderada de Cifuentes “.

Me quedé de piedra. La alegría de reencontrármelo junto a la sorpresa que me causó el que hubiese venido a torear a un lugar tan pequeño me confundieron enormemente. Había escuchado rumores de que los mercachifes de la tauromaquia intentaban relegarlo de las grandes ferias; e imaginé, por un instante, que quizás nuestros rumbos corrieran, de algún modo, paralelos; que quizás, sin saberlo y para su desgracia, esos torpes matarileros de ¡ póngame usted, señora, cuarto y mitad de orejas y de rabos ¡ le estaban enviando directamente a beber de las mismas fuentes que yo estaba descubriendo, y en las que los duendes y las ninfas que en ellas habitan te reciben, te envuelven y te arropan; te intimidan y hostigan; te dan vueltas; te hechizan, te arrebatan y te inmolan, para abandonarte luego, a tu propio encuentro, aturdido, solo, desnudo, exhausto y extasiado bajo las estrellas.

Algo de todo esto debió sucederle porque, a partir de entonces, creí sentir a Esplá más seguro de sí y convencido del papel que debía desempeñar entre los suyos. Imbuido de Dios y con su integridad por bandera imaginó que, como en los tiempos de su abuelo, la unión de los humildes podría acabar con la explotación de una liturgia que había nacido del pueblo, y utilizó una inocua Asociación para la defensa de los derechos televisivos de los toreros par desplegar su estrategia.

Noble pero inmenso error político de idealista quinceañero, pues las Rusias ya quedaron derrotadas por la propia condición humana allá por el final de los sesenta.

Y llegó la venganza.

Dolido, que no derrotado, se ofreció a los pueblos donde, por minúsculos, no llegaban las fauces del engendro; y ofició, como si nada, ante los atónitos ojos de los lugareños que no acababan de creerse que aquel torero que anunciaban sus carteles fuera el mismo que tantas tardes aplaudieran, durante la partida, en el bar.

Subiendo a lo más alto de los montes de Cuenca y siguiendo un camino bacheado y repleto de curvas, colocadas sin duda por algún tipo de cíclope oriundo para que admire el visitante sus collados y vaguadas antes de conducirlo a su destino; de la misma manera que El Corte Inglés coloca sus vitrinas para que tengamos que pasar por entre todas ellas antes de arribar al Territorio Vaquero; se llega a un pueblecito de unos... muy pocos habitantes, sin prensa diaria, un frío que pela, junto al Parque Natural del Hosquillo: Las Majadas.

Allí me lo encontré con todo su esplendor. Había subido, como a tantos otros sitios, a currarse impertérrito otra página amarga de su exilio.

Y me turbó.
Aún comprendiendo su destino no pude sino enrabietarme y solidarizarme con su dolor.
Pero dolor es aprendizaje y aprendizaje es dolor.
Fue entonces cuando decidí que al llegar a casa le escribiría una canción.
Una canción alentadora.
Una canción de ternura.
Esta canción.

  • Luis Francisco Esplá (una historia alucinada)

    23 de noviembre de 2007 21:22, por Carlos Vela

    Existe un paralelismo tan grande con mis vivencias de seguimiento del Maestro Esplá que me ha dejado muy sorprendido y me ha encantado.
    Mi más sincera enhorabuena.
    Carlos Vela