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La sociedad paralela de los emigrantes

Domingo.26 de abril de 2015 242 visitas Sin comentarios
Fragmento de la novela “Las Uvas de la Ira”, de John Steinbeck #TITRE

Los coches de los emigrantes que salían de las carreteras secundarias fueron desembocando en la gran carretera que atravesaba el país y tomaron la ruta migratoria hacia el oeste. Durante el día corrían como insectos en dirección oeste; y cuando la oscuridad les alcanzaba, se reunían como insectos, refugiándose junto al agua. Se arrimaban juntos porque todos estaban solos y confusos, porque todos provenían de un lugar de tristeza y preocupación y derrota y porque todos se dirigían a un sitio nuevo y misterioso; hablaban juntos; compartían sus vidas, su comida y las esperanzas que tenían puestas en su destino. Así, se daba el caso de que una familia acampaba a la orilla de un arroyo, y otra acampaba allí por el arroyo y por la compañía, y una tercera lo hacía porque dos familias habían sido pioneras en la acampada y habían
encontrado que era un buen lugar. Y al ponerse el sol, quizá se hubieran reunido
allí veinte familias con sus veinte coches.

Al atardecer ocurría algo extraño: las veinte familias se convertían en una
sola, los niños acababan siendo hijos de todos. La pérdida del hogar se
transformaba en una única pérdida y el sueño dorado del oeste era un solo
sueño. Y podía ser que la enfermedad de un niño llenara de desesperanza los
corazones de veinte familias, de un centenar de personas; que un parto en una
tienda tuviera aturdidas y calladas a cien personas a lo largo de la noche y les
invadiera por la mañana la dicha del nacimiento. Una familia que la noche
anterior se sentía perdida y atemorizada rebuscaría entre sus pertenencias para
encontrar un regalo para el recién nacido. A la caída de la tarde, sentadas
alrededor de las hogueras, las veinte llegaban a ser una. Se integraban en las
unidades de los campamentos, de los atardeceres y de las noches. Aparecía una
guitarra envuelta en una manta... y la
s canciones, que eran de todos, sonaban
en las noches. Los hombres cantaban las letras y las mujeres tarareaban las
melodías.

Todas las noches se creaba un mundo, completo, con todos los elementos:
se hacían amistades y se juraban enemistades, un mundo completo con
fanfarrones y cobardes, con hombres tranquilos, hombres humildes, hombres
bondadosos. Todas las noches se establecían las relaciones que conforman un
mundo; y todas las mañanas el mundo se desmontaba como un circo.

Al principio las familias levantaban y desmantelaban los mundos con
timidez, pero paulatinamente hicieron suya la técnica de construir mundos.
Entonces surgieron líderes, se hicieron leyes y aparecieron los códigos. Y
conforme los mundos se movían hacia el oeste, eran más completos y estaban
mejor equipados, porque los constructores tenían más experiencia.

Las familias aprendieron los derechos que debían respetar: el derecho a la
intimidad en la tienda; a mantener los pasados negros ocultos en sus corazones;
el derecho a hablar y a escuchar; a rehusar o aceptar ayuda, a ofrecerla o no; el
derecho de un hijo a cortejar y de una hija a ser cortejada; el derecho del
hambriento a recibir alimento; los derechos de las mujeres embarazadas y de los
enfermos, que trascendían todos los demás derechos.

Y las familias aprendieron, aunque nadie se lo dijo, que hay derechos
monstruosos que hay que destruir; el derecho a invadir la intimidad, a hacer
ruido mientras el campamento dormía, a seducir o violar, al adulterio, el robo y
el asesinato. Estos derechos eran aplastados porque los pequeños mundos no
podrían existir ni una noche con semejantes derechos vigentes.

Y conforme los mundos avanzaban en dirección al oeste, las normas se
convirtieron en leyes, aunque nadie se lo dijo a las familias. Va contra la ley
ensuciar cerca del campamento; es ilegal contaminar de cualquier forma el agua
potable; es ilícito comer buenos alimentos cerca de uno que tiene hambre, a
menos que se le ofrezca compartirlos.

Y con las leyes venían los castigos, y sólo había dos: una lucha rápida y a
muerte o el ostracismo; y éste era el peor. Porque si uno infringía las leyes, su
nombre y su rostro iban con él y ya no había sitio para él en ningún mundo,
cualquiera que fuese el lugar en el que se crease.

En los mundos, la conducta social se volvió rígida y fija; así, un hombre
debía decir «Buenos días» cuando se le saludara; un hombre podía tener una
chica que estuviera dispuesta si se quedaba con ella, si se portaba como un
padre con sus hijos y los protegía. Pero un hombre no podía tener una chica una
noche, y otra la noche siguiente, porque esto haría peligrar los mundos.

Las familias se movían hacia el oeste y la técnica de levantar mundos
mejoró para que la gente se sintiera segura en ellos; y el patrón era tan fijo que
una familia que se atuviera a las normas, sabía que podía sentirse segura.

Se desarrolló en los mundos un gobierno, con líderes, con ancianos
respetados por todos. Un hombre sabio se dio cuenta de que su sabiduría era
necesaria en todos los campamentos; la estupidez de un tonto era la misma en
todos los mundos. Y una especie de seguro surgió en estas noches. Uno que
tenía comida alimentaba a un hambriento y así se aseguraba contra el hambre. Y
cuando un bebé moría un montón de monedas crecía a la puerta de la tienda,
porque un niño debe tener un buen entierro, ya que no ha tenido nada más de la
vida. A un viejo se le puede enterrar en la fosa común, pero a un bebé no.

Es necesario un patrón físico determinado para levantar un mundo: agua, la
orilla de un río, un arroyo, un riachuelo, incluso un grifo sin guardar. Y se
necesita suficiente tierra llana para montar las tiendas, algo de maleza o leña
para alimentar las fogatas. Si hay un basurero no muy lejos, tanto mejor; porque
en un basurero se encuentran utensilios: tapaderas de ollas, un guardabarros
curvado para resguardar el fuego, y latas donde cocinar y en las que comer.
Y los mundos se levantaban al final de la tarde. La gente, dejando la
carretera, los hacía con sus tiendas y sus corazones y sus cerebros.

Por la mañana se desmontaban las tiendas, se plegaba la lona y se ataban
los palos en los estribos, las camas se colocaban en su sitio en los coches, las
ollas en el suyo. La técnica de levantar un lugar por la noche y desmantelarlo al
amanecer se convirtió en una rutina al ir acercándose las familias al oeste; la
lona plegada iba a un sitio, se contaban las ollas en su caja. Cada miembro de la
familia encontró su puesto, aceptó sus deberes; cada uno, viejos y jóvenes, tenía
su lugar en el coche; en los cálidos atardeceres, cansados, cuando los coches se
detenían en los campamentos, cada miembro debía cumplir una tarea y se ponía
a ello sin necesidad de instrucciones: los niños a recoger leña, a acarrear agua;
los hombres a levantar las tiendas y bajar las camas; las mujeres a preparar la
cena y vigilar mientras la familia se alimentaba. Y esto se hacía sin órdenes. Las
familias, que habían sido unidades cuyos límites eran una casa por la noche, una
granja durante el día, cambiaron esos límites. Durante los días largos y calurosos
permanecían silenciosos en los coches, avanzando lentamente al oeste; pero por
la noche se integraban en cualquier grupo que encontraran.

De esta forma su vida social cambió: cambió como sólo es capaz de hacerlo
el hombre entre todas las criaturas del universo. Dejaron de ser granjeros para
convertirse en emigrantes. Y la reflexión, el planear, los largos silencios de
mirada fija que habían ido a los campos, se dirigieron ahora a las carreteras, a la
distancia, al oeste. El hombre cuya mente había estado ligada a los acres, vivía
con estrechas millas de asfalto. Y sus pensamientos y preocupaciones no tenían
ya como objeto la lluvia, el viento y el polvo, el crecimiento de las cosechas. Los
ojos miraban los neumáticos, los oídos escuchaban los ruidosos motores y las
mentes luchaban con aceite, gasolina, con la goma que se iba adelgazando entre
el aire y la carretera. Entonces un engranaje roto equivalía a una tragedia. Por la
noche, el agua y comida sobre un fuego eran el anhelo. Entonces lo necesario
era la salud para poder continuar, y la fuerza y el ánimo. Las voluntades viajaban
hacia el oeste delante de ellos y los temores una vez asociados con la sequía o la
inundación, se cernían ahora sobre cualquier cosa que pudiera detener el largo
viaje hacia el oeste.