La Utopía Insumisa de Pepe Beunza III - Tortuga
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La Utopía Insumisa de Pepe Beunza III

Domingo.29 de julio de 2007 2079 visitas - 2 comentario(s)
Perico Oliver Olmo #TITRE

Como regalo de verano a los y las fieles lectoras de Tortuga estamos publicando este fenomenal libro del historiador antimilitarista Perico Oliver Olmo. “La Utopía Insumisa de Pepe Beunza” (ver reseña y entrevista a Pepe en Escrache) es una breve e intensa semblanza de una persona que jugó un papel fundamental en la historia de antimilitarismo y la noviolencia en el Estado Español. Lo vamos a publicar desmenuzado en cuatro partes, a razón de una cada domingo. Esperamos que les guste.

Agradecemos a Perico Oliver la gentileza que ha tenido de mandarnos la obra a petición nuestra, y a la Editorial Virus, que una vez más nos ha facilitado la publicación en internet de uno de sus libros.

Parte I
Parte II
Parte III
Parte IV


13. Una cárcel con tres comunas

Ahora tenía que superar una de las situaciones más duras de los ambientes carcelarios: el largo y lento calvario del traslado por varias cárceles, sufriendo las privaciones y la suciedad de las celdas de tránsito, la incomunicación total con abogados y familiares, los mareos, el calor, la sensación de asfixia de los vehículos de conducción y la siempre amenazante presencia de la Guardia Civil apuntando a los presos con sus fusiles ametralladores. La familia sufre muchísimo esa separación y el preso acusa dolorosamente los efectos de semejante desarraigo. Si se pudiera medir o pesar la cantidad de daño que la prisión ha causado a lo largo de toda su historia a todos los seres humanos que han sido encarcelados, seguramente, el peso del dolor socialmente producido superaría con creces al de los perjuicios que hayan podido provocar los presos en cuanto que transgresores de las leyes penales. La pena de prisión conlleva un universo de micropenalidad incesante; es un rosario de penas.

Lo sacaron de la cárcel de Valencia casi sin avisar -ni a él ni a los demás líderes del motín-. Se lo llevaron sin que tuviera tiempo de advertir a su familia, esposado y al mismo tiempo cargado de libros y de muchos objetos personales que había acumulado durante esos meses. De esa guisa, confundido y cansado, asustado a veces al ver escenas tan desagradables como la de un ataque de epilepsia de un preso dentro del furgón, pasó por la cárcel vieja de Albacete (según recuerda, «una cárcel pequeña, que parecía como de juguete») y por el penal de Ocaña. La conducción duró una semana. Pero a veces no todo es negativo para un espíritu libre que sabe valorar las oportunidades y saca fuerza haciendo amigos a los que ayudar y en los que apoyarse. Jaén podía ser un buen sitio para un preso con instinto de grupo. Una vez allí ya no se iba a encontrar con ese constante entrar y salir de presos políticos que había en Valencia.

Aquella cárcel estaba abarrotada de militantes de distintas tendencias políticas, casi todos ya penados y con condenas de una duración considerable. Allí se podía organizar la vida de muy diferente manera. Podía aprender grandes cosas. Incluso antes de llegar contactó con militantes comunistas que eran trasladados al mismo destino. Nada más llegar, durante el tiempo que estuvo en las celdas del período de observación, escuchó emocionado el dulce sonido de un txistu que le trajo a la mente recuerdos de visitas infantiles a la Euskal Herria de sus ancestros; con buen ánimo, ese primer día ya pudo entablar conversación con un Testigo de Jehová y se hizo muy amigo de un miembro de la Hermandad Obrera de Acción Católica de Barcelona que se apellidaba Miró y estaba sentenciado a prisión por distribuir propaganda ilegal. Una vez instalados, un preso del PCE fue a comentarles (a él y al de la HOAC) todo lo que iban a encontrar, todo lo que podían hacer y todo lo relacionado con las tres comunas de presos políticos: la comunista, la vasca y la independiente.

En la cárcel de Jaén no funcionaban los horarios a toque de corneta sino de campana. La propia imagen del comedor indicaba que allí todo era más comunitario. Incluso no se puede decir que la gente estuviera alojada normalmente en celdas, sino en «brigadas» que albergaban a unos quince presos. Había una brigada de presos comunes preventivos pero la relación era de en torno a noventa presos políticos y apenas una decena de presos sociales. El ambiente era totalmente diferente al de una prisión normal. Ni tensión ni agresividad en la atmósfera. Adiós a la gente con mala leche. Todos saludaban a los presos nuevos y se interesaban por los motivos (políticos) de su llegada. Rápidamente surgía la realidad del ideal del apoyo mutuo, aunque éste estuviera ideológicamente compartimentado.

Funcionaban las tres comunas de presos ya mentadas. En ellas todo se organizaba y compartía de forma colectiva, mayormente lo relacionado con la alimentación y los gastos, pero también con el trabajo y las relaciones humanas, con la convivencia, los juegos, los campeonatos de fútbol... Casi todo. La más potente estaba integrada por presos del PCE y las Comisiones Obreras. La segunda era una comuna vasca, mayoritariamente de presos de ETA y de miembros de las juventudes del PNV, aunque también acogía a veces a algún que otro preso socialista que fundamentalmente se sentía identificado como vasco. Y la tercera comuna era la independiente, la que acogía a gente con distintas referencias ideológicas, la que pareció más apropiada a Pepe Beunza y a su compañero de la HOAC. En realidad, el paisaje comunal de la prisión de Jaén reproducía buena parte del ambiente político dividido y hasta enfrentado de la oposición al franquismo y de los grupos revolucionarios.

Cada comuna se organizaba la vida como le parecía más oportuno. Teníamos una caja común y un administrador que se encargaba de comprar en el economato o de encargar fruta, embutido, gaseosas, tabaco, sellos, sobres... Además, todo lo que te enviaban de casa lo ponías en común, salvo la ropa. En fin, cada vez que llegaba un paquete se organizaba una fiesta en nuestra comuna. Por otro lado, cada comuna tenía su propia dinámica cultural, por ejemplo, los del PCE organizaban cursillos, pero los que más trabajaban eran los vascos: todos iban a clase de euskera, a un cursillo de economía política, a otro de filosofía... trabajaban y estudiaban un montón. En la nuestra todo era más caótico. Había anarquistas, marxista-leninistas, de grupos escindidos de otros... gente muy variopinta, como yo. Al no haber una ideología común decidimos organizar un seminario para discutir de vez en cuando algún tema social, y también organizamos un curso de inglés.

En esta comuna de mezclas y posiciones marginales había gente, como los anarquistas y los del PCE (m-l), que tenían muy mala relación con la de los comunistas. Pero Pepe Beunza se relacionó con unos y con otros y conversó con todos. Con el vasco que tocaba el txistu organizó una clase de solfeo y junto a otros presos -uno del grupo Las Madres del Cordero- montaron un grupillo en el que tocaban la flauta, la guitarra y otros instrumentos. En el terreno de la información política tomaban iniciativas sobre la marcha: a un preso de ETA le pidieron que les contara la historia de la organización armada y estuvieron dos días escuchando y discutiendo. Algo parecido ocurrió con un militante del PCE (m-l) cuando les explicó la historia de su partido. Pepe asistía a todo tipo de actividades y cursillos, por ejemplo, a los de antiimperialismo -recuerda que aprendió bastante «aunque los métodos pedagógicos del PCE (m-l) eran un rollo malísimo porque siempre estabas leyendo y leyendo»-. Pese a sus fuertes convicciones no violentas incluso asistió a un cursillo de fabricación de explosivos (dice que se justificó afirmando que «el saber nunca molesta»).

La dirección de la cárcel tenía ganas de molestar y lo conseguía a golpes de arbitrariedad: a veces permitía las máquinas de afeitar y a veces no, durante una época dejaba a los presos que se cortaran el pelo al cero (cosa muy saludable porque había bastantes parásitos) y después lo prohibía, en ocasiones era permisiva con la entrada de libros y en otras se mostraba restrictiva y censora. Todo eso y mucho más que no voy a detallar provocaba en los presos rechazo y a la vez agudizaba sus inteligencias para defenderse. La privación dispara el ingenio. Normalmente, con los funcionarios la relación era correcta. Las formas de protestar y sobre todo denunciar algunos aspectos de la vida carcelaria solían centrarse en el uso directo de las instancias o en el indirecto de las cartas, o sea, contar el motivo de queja a los familiares a sabiendas de que el jefe de servicio llamaría a su autor para que lo tachara. Eran técnicas sutiles y preconcebidas de gente muy politizada que conseguía mejoras y solucionaba problemas. Desde muchos puntos de vista, en las cárceles franquistas estaba lo mejor de la sociedad.

Es cierto que la cuestión del agua caliente y de las duchas mejoró muchísimo en relación a lo que ya había vivido en Valencia. Pero cualquier cárcel es fea y hostil en sí misma. Es más, aunque procure evitarse, produce fealdad e insalubridad. En Jaén había piojos. Había ratas (recuerda Pepe que un preso común las cazaba y domesticaba con técnicas increíbles). En fin, no podía olvidar que estaba preso. Pero a veces tenía la sensación de estar pasándolo en grande. Por eso tenía ánimos para aprender cosas nuevas y a marchas forzadas.

La vida cultural estaba organizada en torno a la biblioteca. Tenía los libros típicos de las cárceles: la vida de San Juan, la vida de San Ignacio, la vida de San Mamón y de «sannosecuántos», El Niño Virtuoso y la Patria y el copón y no se qué más. Pero los presos políticos hicieron bibliotecas en cada comuna que se podían usar por todos. Tú cogías un libro, rellenabas una ficha de control y lo devolvías. La mejor biblioteca era la del PCE, tenía muchos volúmenes. Había un clima inmejorable de lectura y trabajo.

Ahora se tenía que lavar la ropa, porque la familia no podía acudir a recogerla y traer la limpia. Pero hasta para eso había medios. Se solventaba el problema incluso de forma divertida. Claro, la lejanía acentuaba la incomunicación, pero recuerda Pepe Beunza que la información, incluso la legalizada por el régimen, llegaba con mucha más fluidez que a la Modelo de Valencia; y que, pese a la distancia, también había formas de conseguir un mayor contacto con la familia y con Emilia.

Recibíamos el Arriba, el ABC y dos periódicos locales que nunca llegaban censurados. Era muy agradable ir cada dos o tres días a la biblioteca y leer ocho periódicos. Claro, revistas como Triunfo no había ninguna. Pero llegaban algunas revistas clandestinas y libros no permitidos en la cárcel: te ponías en la cola y leías algún libro de Asterix o de Mafalda. Era genial ver tanto tío haciendo cola para leer esas cosas. Allí tenías todo el día para pensar la forma de eludir la vigilancia. Encontrabas trucos para enviar mensajes a la gente de la calle. Y si te suscribías a una revista de chorradas de la cárcel que se llamaba Redención tenías derecho a mandar una carta más por semana y a recibir una visita más. Era barata y me suscribí. Así pude escribir tres cartas a la semana; y como dije que Emilia era mi novia -aunque ella y yo habíamos acordado que no lo éramos-, pues podía escribirle y recibir cartas de ella de tal manera que estuviera más en contacto con el grupo de apoyo.

Lo nombraron administrador de su comuna y eso también lo mantuvo ocupado, con la responsabilidad de llevar bien y honestamente el control del peculio. El tiempo transcurría muy deprisa, a veces ni se notaba. El tiempo de condena es en buena medida subjetivo, es una vivencia, pesa cuando las condiciones son malas y se hace leve cuando mejoran. Llegado el caso se nota demasiado que son los sentimientos los que regulan el tiempo existencial de los presos.

14. El amor en los entornos represivos: una memoria inexplorada

Un buen día regalaron un ramo de rosas a un preso. Lleno de contento las repartió casi todas. La gente recibía el obsequio con una extraña sensación, mezcla de agradecimiento y ternura. Hasta las inevitables bromas resultaban ser más raras que nunca. No faltó una rosa para el preso de conciencia, quizás porque de él a veces se decía, entre pullas y respetos, que era un tío raro, un amante de las paz, un hippy que dibujaba cascos militares del revés transformados en macetas con flores.
En verdad, Pepe Beunza se emocionó. Durante largo rato cuidó su flor con la mirada, la colocó en un vaso y observó que por detrás de ella el feo escenario de la cárcel era más sombrío que nunca. La rosa le trajo a la memoria recuerdos de amor, de deseos ahora imposibles y, lamentablemente, también de injusticia.

La miraba como si fuera una cosa delicadísima. Pensé en lo que puede decirse con una flor... imaginé historias muy bonitas que no podían suceder porque estaba encarcelado. Olía muy bien, pero el olor venía de fuera, de la libertad. Me acordaba mucho de una poesía de Ho-Chi-Min que más o menos decía: «Muchas flores se abren y se marchitan en un día / y no le damos ninguna importancia / pero basta que el perfume de una rosa / llegue a lo hondo de una mazmorra / para que en el corazón del preso / se revelen todas las injusticias del mundo».

Hay injusticias que en el día a día son realmente dolorosas para el preso. La cárcel te arranca del mundo. Te desarraiga. Rompe tu relación familiar. Y te separa del ser amado. Cuando la prisión está muy alejada la separación pesa bastante más que una losa, supera al tópico. Los contactos entre los amantes pueden reducirse a la nada o quedarse encerrados en las celdas del deseo, de la poesía y de los sueños. Seguramente, aquella rosa iluminó por momentos el ánimo del desobediente y el corazón del hombre que añoraba a la mujer que amaba.

Pepe Beunza y Emilia eran jóvenes y estaban enamorados, sobre todo de la libertad. Por eso y por respeto mutuo habían hablado de no ser novios, digamos que hablaron de libertad, acaso de amor libre, de no estar sujetos a las convenciones y a las prisiones de un noviazgo formal. Pero siguieron muy en contacto. Continuó (o rebrotó) la relación amorosa. Ella era una mujer comprometida con la causa antimilitarista y una pieza importante en la red de apoyos que se tejió en torno a Pepe Beunza (tiempo después, porque entonces la naturaleza lábil de los jóvenes implicados políticamente tenía un reflejo político cambiante, Emilia abrazaría otros idearios radicales y se alejaría definitivamente de Pepe y de los valores de la no violencia). Cuando él fue trasladado a Jaén acordaron que ella se «inscribiese» formalmente como novia para que pudiera tener un contacto más directo y frecuente con Pepe.
Eso tan sólo exigía, en principio, que él anotara su nombre y sus datos en una instancia. Sin embargo, la petición de visita fue para la chica motivo de interrogatorio de la Guardia Civil y de gran susto y turbación para sus padres: los agentes acudieron al domicilio familiar a preguntar insistentemente qué tipo de relación tenían ambos jóvenes y si había formalidad y compromiso entre ellos.

Después de cinco meses lo consiguieron. Al fin les dieron permiso para poder estar juntos en varias visitas y durante varios días. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez. No es fácil ponderar el juego libre y a la vez forzado de lo que parece frío y sin embargo te quema. Tuvieron que hablar mucho. Supieron y sintieron que realmente eran libres para compartir el reto de la desobediencia y para quererse y desearse de forma siempre provisional e indefinida, informal. Fue un tiempo maravilloso.

Aquélla fue una visita de lo más agradable. Emilia me ayudó mucho a sentirme menos preso. Aclaramos bastante el tipo de relación que manteníamos. Y desde el punto de vista de la campaña política fue también un encuentro positivo. Además, ella aprendió mucho y lo pasó muy bien en Jaén porque vivió intensamente todo lo que había en el entorno de los presos y sus familias, conoció a cantidad de compañeros míos que salían de permiso, a sus novias, a las mujeres o a los padres de los presos que acudían a visitarlos. También pudo ayudarnos a los de dentro, porque siempre había algo que hacer e incluso algún riesgo que correr, por ejemplo, haciendo de correo de cartas clandestinas que salían de la cárcel de una y mil maneras ingeniosas y arriesgadas. Me agrada recordar aquellos días.

No obstante las buenas cosas que los recuerdos traen a la mente del preso político, no se olvide que los penados penaban de verdad, purgaban sus culpas más allá de lo que dictaba la letra de las sentencias. No es menester insistir en lo que parece obvio. Los presos estaban presos y algo más que presos. Estaban lejos. Sus familiares se desplazaban a Jaén desde Valencia, Vizcaya, Barcelona, Pontevedra u otros lugares muy alejados de la ciudad andaluza. Claro que, sólo por un breve período de visita, para satisfacer algunas necesidades del compañero preso, para poder ver al marido, al hijo o al hermano, cualquier distancia era un castigo, también para los de provincias cercanas como Córdoba, Murcia o Albacete.

Esa situación provocó situaciones personales francamente reseñables. La más destacada de todas fue la vivida por la compañera de un preso anarquista condenado a una pena de larga duración: cansada de dispersión y de viajes, a veces peligrosos, y de que sus hijos apenas pudieran ver al padre, se instaló en Jaén para trabajar cerca de su compañero y para servirle de ayuda (bendita ayuda libertaria aquélla que benefició a todos los presos de la comuna independiente). Aún recuerda vívidamente la imagen entrañable de la pareja anarquista: por entre la rejas se besaban, hacían proyectos y hablaban a sus hijos tanto de las cosas reales como de las utopías que soñaban para ellos.

Como quiera que las familias desplazadas solían acudir al mismo hotel de la ciudad, por gusto y por simpatía, por afinidades varias o por pura necesidad, surgían relaciones y amistades. Nació una solidaridad de madres, entre padres y amigos, o entre novias y compañeras. Crecía una colaboración acaso más fructífera que la de unos presos políticos generalmente muy politizados y con ideologías contrapuestas (en la memoria han quedado sobre todo bellas historias compartidas, las más sabrosas, como la que protagonizó aquel jamón que recibió el objetor de parte de su familia y que en un santiamén fue degustado por todos, tal y como todavía recuerda Ramón Lapiedra, el que fuera después rector de la Universidad de Valencia, preso entonces en Jaén por propaganda ilegal).

Pepe Beunza cuenta bastantes anécdotas de aquella tierna y amarga intrahistoria de familiares y amigos de represaliados. Quizás sólo por puro amor iban a ver al preso querido, o para asegurarse de que se alimentaba bien; pero de esa forma también elegían ser objeto de represión. La imagen que mejor ilustra esta idea es la de aquel vasco que después de visitar a su hermano preso, queriéndose llevar un recuerdo de todo aquello, se puso a hacer fotos del exterior de la prisión hasta que fue detenido y encarcelado (allí mismo) durante varios días. Muchas otras historias se podrían relatar. La crónica del compromiso adquirido por las familias de los presos sería tan jugosa como larga de contar. Pero no debo ni puedo detenerme en ello. Sólo quiero resaltarlo brevemente, en los párrafos siguientes, con palabras de historiador.

En efecto, no me resultaría fácil indagar en la formación histórica de esa suerte de tejido social solidario y virtual, siempre sobrevenido, y frágil; una tela multicolor, con mil mezclas, fabricada por amor al preso y por pura necesidad de apoyo mutuo, tejida entre padres muchas veces desideologizados o mujeres simplemente asustadas, entre madres vascas y novias de presos comunistas, entre andaluces y gallegos, manchegos, catalanes y navarros, o entre amigos anarquistas, hijos de torturados y hermanos de algún que otro militante anarquista, socialista, trotskista, cristiano sindicalista, objetor de conciencia... Normalmente trasciende una obviedad: que los presos políticos recibían visitas políticas, que iban a verlos compañeros de partido o amigos de lucha y de sueños. Pero el peso de la afectividad lo aportaban los familiares, y así, de contacto en contacto, se entramaban las cosas; así se difundían también los discursos políticos, quizás no tanto las ideas como los sentimientos contra la autoridad.

Son incalculables las combinaciones que el hotel jienense posibilitaba. Merecería la pena conocer su verdadero alcance, valorar su peso en la memoria. Porque esas miles de experiencias cruzadas, las que se encontraron en hostales, fondas y bares cercanos a las prisiones, en las entradas y a las salidas de aquellos infames locutorios, son parte substancial de una historia inexplorada, de una memoria colectiva que muchos contemporáneos no valoraron nunca o incluso despreciaron. Son ineludibles para comprender la formación histórica de una cierta mentalidad antifranquista destilada en los entornos de la represión política. Por eso, por su relevancia, frente a tanto olvido y frente a tanto recuerdo manido y edulcorado, elitista, antes de que cualquier historiador oficial de ésta o de cualquier otra época pudiera destrozar el balance de aquella subjetividad, debería la gente rememorar su propia vivencia de represaliado, para escribirla, para grabarla, para contarla, para fijarla antes de que la fijen o se la apropien otros.

La historiografía futura agradecerá ese memorialismo (hay y habrá estudios históricos siempre buenos, serios, rigurosos y respetuosos con la memoria popular). No se debería permitir que el triunfo postrero del régimen de Franco sea el de cobrarse un malentendido pundonor, el que sienten sus víctimas más diminutas. No son cosas pasadas y banales que a nadie interesan. Recuérdese que en ocasiones fue muy creativa aquella resistencia (la vuestra, la de usted, la de su amigo, la de su novio, la de su familia). Que desaparezca la vergüenza hacia el mero hecho de contar esas pequeñas crónicas personales, porque cuando estén a disposición de todos -las que sean y del modo que sea posible-, todas juntas explicarán lo que fue un gran sufrimiento, un daño innecesario que ha quedado completamente impune. Porque así se podrá evaluar con seriedad y justicia la proterva capacidad represiva del franquismo y sus funcionarios. Y porque así conoceremos mejor el decurso de la mentalidad postfranquista, los miedos, las miserias, las posibilidades y los riesgos que ha vivido la sociedad que sobrevivió a Franco.

15. Antes cine que misa. Adiós al catolicismo

No había cine en la prisión de Jaén y, por otra parte, el horario de televisión era muy restrictivo. Sin embargo, películas que Pepe Beunza jamás hubiera pensado ver estando en libertad las consumía ahora con placer y siempre en grata compañía. A veces la película era buena o simplemente gustaba verla, apetecía a la mayoría. Por ejemplo, casi todos los presos hubieran dedicado la tarde del sábado a ver juntos el largometraje de TVE. Pero hasta por esas pequeñas cosas surgían los problemas con el jodido régimen de la prisión, con su cicatera forma de organizar la vida de los penados.

La película de los sábados coincidía con el horario de misa. Los presos comunes iban normalmente a la celebración eucarística porque con su «obligada» presencia establecían lazos de compadreo con el cura, un cura manicorto que como casi todos los curas de prisiones a la sazón se había ido convertido en una de las figuras más influyentes del entramado penitenciario. Quizá, el sacerdote, en ciertas ocasiones, llegado el caso podría sacarles de apuros o hacerles pequeños favores. Por eso los presos sociales se perdían siempre la película de los sábados. Por ir a misa.
Pero el problema quedaba explícito con los presos políticos porque el oficio religioso se celebraba en el comedor donde estaban viendo la TV y porque ellos no querían nunca asistir. En cuestiones de catolicismo, y también frente al proselitismo de los tres Testigos de Jehová que había en la prisión de Jaén aquel año 1971, casi todos los militantes de izquierda o pasaban o se mostraban hostiles. La parroquia del cura y un poco también la de los ministros de Jehová estaba entre los presos comunes. Ahora bien, por eso se pagaba un precio. Ante la irrupción de aquel capellán en la apacible sala de televisión, los presos más refractarios a las cosas de la religión y también los tres herejes tenían que ser encerrados en la celda. Por un asunto aparentemente tan nimio nuestro protagonista acabó de romper amarras con el catolicismo oficial, con el más directo de sus representantes, el que tenía enfrente, el cura de la cárcel de Jaén, un auténtico aguafiestas.

Lo que hacía el cura era una verdadera putada. El tío llegaba al comedor, tocaba la campana y apagaba la televisión. Además de todos los presos comunes, a misa íbamos tres presos vascos, el compañero de la HOAC y yo. Ningún otro día había problemas de incompatibilidad horaria pero esa cuestión nos repugnaba cada sábado. El de la HOAC decía que estaba hasta los güevos de ver que metían en celdas a los demás presos mientras se celebraba la misa. Nos reunimos los cinco presos políticos y decidimos hablar con el cura para que cambiara el horario. Hablamos con él de forma muy prudente, como si de verdad pudiéramos arreglar un problema entre cristianos.

Cristianos sí, pero en todo caso cristianos ingenuos con ideales conciliares (incluso mucho más avanzados y rupturistas). Le dijeron al cura que si la misa es un acto de amor no se puede entender que se convierta en fastidio y que provoque odio. Añadieron que como sacerdote debía facilitar a la gente la libertad de ir a misa o de ver la televisión. Pero la autoridad religiosa de la prisión contestó con evasivas regimentales. Dijo que aquello era un problema del director. Pepe Beunza recuerda que estaba algo escaldado por sus choques con el cura de la cárcel de Valencia y que por eso estuvo muy comedido. Replicaron que aquél era un conflicto que afectaba a una comunidad de creyentes y que lo debían resolver entre ellos, entre el cura y sus feligreses. Pero el párroco continuó eludiendo la cuestión, echando mano de argumentos respetuosos y sumisos con el ordenamiento y con el buen estado de las cosas mandadas, hablando de la misa como él la entendía, como un rutinario oficio y un deber incomprensible.
Era demasiado. Al parecer, al preso de la HOAC se le calentó la boca y acabó discutiendo muy acaloradamente con el que a fin de cuentas era su Director Espiritual, hasta el punto de que allí mismo y autoritariamente fue conminado a retractarse so pena de no poder recibir la comunión («en virtud del derecho canónico vigente», sentenció el cura). Lógicamente, la cosa iría a mayores. Al día siguiente, Pepe Beunza protagonizaría una visible espantada y una ruptura moral con el catolicismo. No fue la escenificación consciente de una separación formal pero consiguió un efecto parecido.

El compañero de la HOAC decidió no ir a misa y habló con los otros para que tampoco acudiéramos. Pero yo quise continuar el trato con el cura de otra manera, seguir intentándolo... ir a ver qué pasaba. Por eso el domingo acudí a misa y cuando me acerqué a comulgar -normalmente sólo comulgábamos un par de presos comunes, el de la HOAC y yo-, allí mismo el cura me preguntó si había ido a confesar; le dije que no, y entonces contestó diciendo que no podía darme la comunión. Rápidamente le espeté: ¡Ah, muy bien, pues guárdesela!, le di la espalda y a partir de ese momento no fui a misa y nunca más volví a llamarme católico.

Al fin, Pepe Beunza, joven cristiano con ideas cada día más libertarias, resolvió una contradicción personal y un problema de conciencia con las autoridades de la Iglesia. Otra vez el vértigo, esta vez el de la defensa pública de su propia coherencia. Pero lo cierto es que aquella fallida intentona de diálogo y la consecuente respuesta antiautoritaria, en el plano objetivo, añadía más dificultades que beneficios a la situación de nuestro preso de conciencia. Además, aquel clérigo era terco y siguió en sus trece; cada tarde de sábado entraba en el comedor, tocaba la campana, apagaba la televisión y prepara el escenario de la misa. Mientras oficiaba ante un auditorio sometido de presos comunes que en realidad detestaban su fastidiosa presencia, el capellán de la prisión sabía que en las celdas permanecían encerrados los presos de siempre (un puñado de librepensadores descreídos, los incorregibles rojos ateos además de ciertos apóstatas impíos) y algunos más, los últimos irreverentes descarriados. Pero nada preocupaba al zafio charlatán con parroquia obligada, ¿nada?

Los cinco presos políticos que ahora tampoco acudían a la llamada del cura organizaron en la celda una especie de Celebración de la Palabra. Pero como les podía la quemazón acabaron maquinando una pequeña campaña de protesta. Escribieron una carta de denuncia y la enviaron al Obispado. Era una misiva respetuosa para una autoridad religiosa, pero a fin de cuentas una hoja de papel que como muchas otras pudo salir clandestinamente de la prisión dentro de la bragueta de un preso. De esa guisa, se consiguió hacerla llegar a manos del obispo. La misiva no quedó depositada en ese negociado del olvido que tan celosamente gestionan las autoridades eclesiales. Aquel prelado, aunque discreto y pusilánime en demasía, resultó ser un obispo serio y tolerante, de los que durante aquellos años escuchaban y, por lo menos, no se espantaban ante la llamada del desorden.

Al poco tiempo se presentó el obispo en la cárcel. Se organizó un gran revuelo. Habló con unos y con otros y después se retiró a una celda para recibir en privado a todos los que quisieran dialogar con él. Siempre al quite, los del PCE aprovecharon la ocasión para pedirle que trabajara por la amnistía y por los derechos democráticos. Yo también entré y le comenté la situación que había provocado el cura y que denunciábamos en la carta. Le expliqué la negativa imagen que se había ganado la Iglesia entre gente que sufría por estar en prisión. El obispo analizó la cuestión globalmente. Me dijo que la Iglesia había contemporizado con el poder porque creía que de esa manera podía ayudar a la gente pero que ahora era consciente de que eso no es posible, que a la larga perjudicaba, lo que ocurría era que no podía dar marcha atrás, no podía enfrentarse al poder y abrir un conflicto tan delicado. Le dije que por lo menos la Iglesia no debía cometer injusticias si estaba en su mano evitarlas. En fin, por lo que me dijo creo que el obispo escuchó el mensaje, comprendió la imagen aberrante que daba la Iglesia, pero concluyó que no se podía hacer nada en el caso concreto del capellán de la cárcel.

Poca cosa era, pero era algo. Una vez que el obispo se marchó, según recuerda Pepe Beunza, los presos estaban muy contentos. De todas formas, aquella satisfacción rápidamente se trocó preocupación cuando observaron las malas caras y el mal tono de los responsables de la prisión. No parece que el director se quedara muy satisfecho con la inoportuna visita de tan ilustre visitante. Tras superar la sorpresa y la confusión del momento lo cierto es que rápidamente llegó información a los oídos del alcaide. Hubo de funcionar la consabida y sin embargo invisible red de delación carcelaria. Pepe cree que algún chivato supo lo de la carta. Puede que sólo se enteraran por pura deducción. Sospecharon los presos políticos que tanto el cura como los carceleros hicieron averiguaciones hasta saber que le había llegado al obispo una carta de protesta. Eso era cierto y por eso llamaron a capítulo a Pepe Beunza (por cierto, uno de los dos firmantes de la carta).

Fue obligado a comparecer ante la Junta de Gobierno de la prisión para -sin más procedimientos indagatorios- recibir advertencias e increpaciones a diestro y siniestro. El director le aventuró mil y una desgracias desde entonces y para toda su vida como preso, debido a su afán por revolver las cosas y porque se empecinaba en la vía de la protesta. Además, y ya puestos, también amenazó con procesar a Emilia, pues al haber visitado a Pepe muy recientemente se podía pensar que fue ella la persona que hizo de correo (de hecho, así fue, estuvo en el Arzobispado acompañando al preso que había conseguido sacar la carta). El jefe de la cárcel usó un tono bronco, altisonante, con modales castrenses y tabernarios; tan duramente vociferó su perorata que incluso consiguió el efecto contrario, el de tranquilizar al preso.

Fue una bronca terrible. El director amenazaba. Lo de haber hecho que el obispo fuera de forma extraordinaria a escuchar a los presos les había sacado de sus casillas. Frente a ellos yo tendría una cara de lo más afectada... se veía al cura, al jefe de Servicios, a todos los de la Junta, mostrando visiblemente cara de contentos por verme recibir tantas amenazas. Al principio me alarmé. Temía que aquello fuera realmente un peligro inminente. Pero quedó tan claro que únicamente querían asustarme que me quedé más tranquilo. No me iban a hacer nada, al menos por ahora. Lo pensé mejor y me noté muy contento por haberles pegado un buen susto, aunque, bueno, es cierto que la Iglesia no supo estar a la altura, no hizo nada contra un cura que era un desprestigio absoluto dentro de la cárcel.

Téngase en cuenta todo lo que ya se ha dicho sobre la evolución de la religiosidad de Pepe Beunza, por cierto muy tamizada por el desarrollo vivencial de su pensamiento antimilitarista; téngase en cuenta y así se comprenderá mejor por qué, tras ese episodio en la cárcel de Jaén, cuando injustamente le impidieron comulgar, por lo que se refiere al ámbito privado de las creencias, dejó de ser católico para ser cristiano. También es cierto que dejaba atrás retazos de ilusión juvenil, esperanzas acaso ingenuas pero vitales para su sueño de cambio, el que dio origen y fundamento a su desobediencia. Pero se notaba feliz porque ampliaba y abría más la conciencia. Y se afirmaba. Todo eso le ayudó a continuar con su compromiso ético, social y político. Maduraba. Quedaba mucho por delante, mucha incertidumbre.

He destacado estos hechos porque son de vital importancia para la propia historia del movimiento de objeción de conciencia. Recuérdese que al principio trascendió la imagen de Pepe Beunza como el «primer objetor de conciencia católico y no violento» del Estado español y que eso era subversivo para el catolicismo cavernícola del momento y para un poder autoritario que estaba acostumbrado a pensar que aquellas cosas eran propias de fanáticos sectarios y no de disidentes peligrosos. Digamos que la patente de la objeción al servicio militar la ostentaban los Testigos de Jehová y que ellos mismos se lo habían creído. Lejos de recibir con tolerancia el novedoso mensaje antimilitarista de Pepe o de saludar ese análisis alternativo del Evangelio que promovía la no colaboración con los ejércitos, lo rechazaron y llegaron a publicar una nota de prensa para distanciarse.

Ellos, que tan sumisos esperaban un estatuto especial de objeción religiosa sólo para Testigos de Jehová, que iban a lo suyo y en la cárcel seguían a lo suyo, persiguiendo a incautos que soportaran sus arrullos, además de sectarios demostraron ser insolidarios y algo mentecatos («poco inteligentes», dice Pepe): cualquier pequeño logro que pusiera coto a la represión de la objeción de conciencia les hubiera beneficiado, pero abominaban de las mezclas y jamás se unieron a lucha alguna. A diferencia de lo que ocurre con otros movimientos religiosos heréticos que, como los cuáqueros, que tradicionalmente han impulsado determinadas formas de entender la no violencia antimilitarista, en realidad, incluir a los Testigos de Jehová en la historia de la objeción de conciencia es una impostura, pues nunca se llamaron a sí mismos ni siquiera pacifistas.

Es más, si se observa la historia de la objeción de conciencia desde una óptica de larga duración y de límites internacionales, entonces, la presencia de los testigos en ella es puramente formal, facilitada por la anomalía franquista y porque recibieron idéntica represión y denominación aunque jamás se comprometieran con algo que pudiera hacerles salir del imaginario de su secta. Con su estólida mansedumbre frente a la injusticia terrena, durante muchos años alimentaron una imagen deforme de la objeción de conciencia, un esperpento de martirologio que costaría mucho esfuerzo disipar, porque, sinceramente, con esa tropa no se podía ofrecer a la sociedad un mensaje atinado de lucha contra la conscripción y de trabajo por la paz y el desarme, ni edificar y vivir la desobediencia civil como una nueva propuesta de participación política y de transformación social. Se les respetó y apoyó porque no es de recibo que nadie obtenga la prisión como respuesta a unas creencias. Pero lo que más se debería haber hecho es apoyar con fuerza a los Testigos de Jehová que objetaban, desobedecían y se salían de ese entramado enajenante.

Con todo, no es propio de ensimismados ser agradecidos. Cuando la gente pedía la libertad de los presos de conciencia del Estado español sabía que, objetivamente y al menos hasta 1971, se estaba luchando por la libertad de los Testigos de Jehová (varios cientos de los cuales habían sido encarcelados por negarse a hacer el servicio militar desde los años cincuenta); aunque también se supiera que esa desobediencia era en realidad fruto mecánico de una obediencia mayor, supraindividual y hostil a cualquier cosa mundana (incluso a la defensa de los derechos humanos).
Los testigos siempre se negaron a plantear su imperativo religioso como un derecho, nunca quisieron coordinar lucha alguna. Por eso y tal vez por crear confusión, la prensa del régimen se mostró solícita a publicar la inusual «protesta» de los Testigos de Jehová contra Pepe Beunza y , más exactamente, contra quienes quisieran confundirlos con movimientos de reivindicación de una solución global del problema de la objeción de conciencia, algo que, de tener éxito, también les beneficiaría.

De todas formas Pepe Beunza hablaba a veces con los tres testigos de la prisión de Jaén, y después hablaría con muchos más. Lamentaba el calvario que pasaban como presos, sobre todo en ambientes carcelarios castrenses en los que eran objeto de chufla y desprecio permanentes. Inapetente a una discusión teológica con ellos, Pepe nunca los despreció como presos, aunque no dejaba de sorprenderse al comprobar que nunca apoyaron iniciativa alguna, que jamás se defendían, que ni siquiera usaban el recurso legal de las instancias de queja (sólo algunos lo hicieron alguna vez). Por eso se limitaba a escuchar sus experiencias carcelarias en lugares que, lo más probable, también acabaría conociendo él. Reprimidos y autoreprimidos como nadie, los Testigos de Jehová españoles eran un atlas andante del paisaje de la represión carcelaria.

16. Un crisol de ideologías

Cantaban mucho los presos. Sobre todo cantaban los vascos. A veces las canciones servían sólo para emocionarse (necesitaban la emoción, y la verdad es que muchos malos sentimientos se esfumaban al son del Gure bide galduak). Pero casi siempre el cancionero de los penados simplemente ayudaba a divertirse y a protestar con alegría. Por esas cosas y muchas otras Pepe Beunza estaba en su salsa. Ya se ha dicho que aquella cárcel reproducía la riqueza y la división ideológica de la oposición antifranquista, la que él ya conocía sobradamente; pero el encierro posibilitaba un acercamiento más humano a esa compartimentación política, y se aprendía mucho más. Con el más bromista y chistoso de todos los presos políticos (un vasco de Ondarroa) podía estar siempre riendo y, sin embargo, llegado el caso, discutir abiertamente por cuestiones ideológicas.

En su comuna, la más pobre y desorganizada pero la más rica en militancias, era recurrente la crítica de los pro-chinos contra los otros marxistas, pero también fue frecuente ver a los anarquistas poniendo de vuelta y media a maoístas y a trotskistas, o viceversa. Un ambiente de debate cruzado con fuego verbal a discreción. Pepe Beunza era objeto de unanimidades, posibilitaba ciertos consensos contra él. Eso le dio fuerza porque tuvo que responder muchas veces y cada vez más cargado de razón y de argumentos. No obstante las incomprensiones unánimes que Pepe iba acumulando, dentro de unas circunstancias que sin embargo estuvieron siempre ambientadas por unas relaciones personales inmejorables, en ocasiones las críticas fueron realmente dolorosas.

En nuestra comuna, al no tener una ideología común, nos llevábamos muy bien, nos respetábamos mucho a nivel personal, pero políticamente nos hacíamos críticas muy duras. Si me pillaban por el medio me hacían polvo porque empezaban a criticarme la objeción, la no violencia, mi cristianismo... Recuerdo que uno solía decirme: «Tú no eres revolucionario, tú eres progresista». Me cago en diez, me estaba partiendo el pecho contra el ejército y encima me llamaba progresista.

Pepe Beunza recuerda que en general la discusión política era interesante. Criticó los planteamientos vanguardistas porque a su juicio prefiguraban otras dictaduras. Refutó la mitificación de la violencia revolucionaria echando mano de la experiencia histórica, explicando las aportaciones de Gandhi y añadiendo valor a las estrategias compartidas por el movimiento obrero, a la huelga general o al boicot no violento; pero sobre todo intentó evaluar negativamente las propuestas de acciones políticas violentas y armadas hablando de los cambios experimentados en las tecnologías militares de nuestro tiempo presente, de la bomba atómica y de las armas sofisticadas capaces de provocar megamuertes. Defendió siempre el modelo moral de una civilización que resolviera sus conflictos sin provocar daños a las personas y al medio natural.

De todas formas, lo que más me dolía era la incomprensión de los anarquistas hacia la objeción de conciencia y la no violencia. Con los ácratas estaba más de acuerdo que con ningún otro grupo. En Europa los objetores de conciencia eran sobre todo anarquistas y yo había conocido un colectivo de anarquistas no violentos. No entendía por qué aquí se cerraban tanto a esas propuestas, por qué no valoraban la desobediencia civil como forma de lucha. Les leía textos antimilitaristas de Fermín Salvochea y la verdad es que congeniábamos mucho, pero lo de la objeción no acababan de verlo.

Hablaban de todo, pero como él representaba una determinada forma de acción política, muchas veces el debate giraba en torno a la justificación de la lucha armada. Racionalmente se tenía que reafirmar frente a muchos, pero a la vez su talante fue interiorizando un espíritu cada día más abierto y comprensivo. Sin ninguna duda tuvo ocasión de aprender a no ser tan cerrado como otros, a huir de la obcecación, a no rumiar verdades incontestables.

A veces hubo broncas pero, en general, las tertulias en el patio eran muy interesantes. Allí estuve mucho tiempo escuchando a gente que no piensa igual que yo o que piensa de forma parecida pero con importantes matices. En la calle era más difícil contrastar las ideas y te acababas creyendo que tu mensaje era el mejor y el más verdadero. Comprendí ese fallo y me hice mucho más abierto. Antes yo era un poco, cómo diría... un poco autosuficiente en el plano de las ideas. En la cárcel me hice más humilde y más prudente a la hora de exponer mis principios. Entendí que hay que ser más sencillos y escuchar a los demás.

Defendió siempre y como pudo la fuerza revolucionaria de la lucha no violenta, pero escuchó lo que planteaban los vascos y comprendió que la represión indiscriminada de la Guardia Civil en Euskadi alimentaba el sueño de una insurrección popular y la estrategia militarista de ETA. No era difícil llegar a esa conclusión; lo más embarazoso era discutir con quienes se consideraban gudaris, lo complicado era defender con solidez el valor de las estrategias de defensa popular no violenta, cuando nadie, ningún otro miembro de otro grupo con otra ideología las conocía o las compartía. Recuérdese que por aquellos años la izquierda en general, todavía jacobina, con España como referente, sin embargo comprendía la existencia de ETA y, verdaderamente, celebraba las acciones militares de una organización que se proclamaba independentista.

También acudió a la llamada de la comuna del PCE: frente a un auditorio respetuoso pero en absoluto de acuerdo con él defendió la objeción de conciencia como derecho individual y como estrategia política. Los comunistas proyectaban tácticas de lucha en los cuarteles para mejorar las condiciones de vida de los soldados y disminuir el poder de los oficiales (otros marxistas y los vascos de ETA se planteaban acudir al llamamiento a filas para aprender el manejo de las armas que algún día podrían utilizar contra Franco y contra el capitalismo). El informe de Santiago Carrillo al VIII Congreso del PCE (París, 1972) dejaba bien claro que su formación política estaba a favor de un servicio militar obligatorio y de «una labor de acercamiento al Ejército» (Gonzalo Arias criticó extensamente el discurso militarista de los comunistas españoles en un documento fechado en El Escorial el 21 de diciembre de 1972).

En fin, si se observa bien el escenario de aquellas diferencias, vemos que un abismo separaba la desobediencia civil que practicó Pepe Beunza en los cuarteles de algunas actitudes de la izquierda organizada, de esos discursos deterministas de los procesos históricos, de esos futuribles que se construían sobre la base de una eventual acción armada autodefensiva e incluso una revolución que, aunque pueda parecer cosas de la fe y hasta de la superstición, muchos creían inevitable. A pesar de todo, el antimilitarista procuraba llevar su exposición a un terreno político que al menos los del PCE pudieran entender y acaso asumir: que los partidos políticos vieran la oportunidad de incorporar algún tipo de mensaje favorable a la objeción de conciencia dentro del repertorio reivindicativo de libertades democráticas.

No obstante los desencuentros ideológicos, lo que peor le sentaba, mucho peor que la incomprensión de los anarquistas, lo que más endemoniaba su carácter y le hacía perder la compostura era encontrarse ante la incongruencia de algunos marxistas que políticamente hacían constantes alardes de extrema radicalidad y, sin embargo, humanamente eran unos machistas redomados con ideas retrógradas y repugnantes respecto a las relaciones de pareja y de género.

Uno que era muy marxista-leninista, concretamente, decía que si su chavala se iba con otro cuando saliera de la cárcel le iba a currar. Yo me indignaba, me preguntaba qué idea de libertad preconizaba un tío como ése. Le decía que toda mujer es libre y que su novia tenía derecho a elegir irse con otro hombre, que él estaba preso pero ella no. Daba igual, no me entendía. Ni siquiera decía que hablaría con ella y que esa infidelidad le provocaría dolor, no, él pensaba darle una paliza. En el fondo muchas posturas son meramente ideológicas y no vitales.

17. Los objetores y los ultras. El caso Beunza en las Cortes franquistas

Pepe Beunza veía sus días de prisión discurrir con tranquilidad, cuando su nombre entró con fuerza en la agenda política: en julio de 1971 llegaba a las Cortes el segundo Proyecto de Ley sobre Objeción de Conciencia y se discutía sobre el «jovencito Beunza». El primer proyecto había sido debatido en abril de 1970. Fue la primera vez que en España se abordaba el problema legal que representaba la existencia de los objetores de conciencia. Ocurrió de forma chapucera e imprevista. En principio, además de por las presiones de Amnistía Internacional, fueron los juristas militares los que provocaron que la preocupación llegara al Consejo de Ministros. No sabían qué hacer con los objetores. Se les condenaba por desobediencia pero en el fondo se retorcía la ley militar pues, al no haber regulación específica, en realidad no eran militares y debían ser puestos en libertad. No eran pocos los que consideraban que las famosas condenas en cadena eran fruto de una práctica jurídica aberrante.

Aquella primera vez el Gobierno llevó a las Cortes un proyecto de regulación de la objeción exclusivamente religiosa que más parecía un delirio represivo que un texto legislativo. Desde luego nada tenía que ver con lo que Pepe Beunza, los pocos grupos de apoyo a la objeción o Justicia y Paz y otras organizaciones demandaban. No voy a entrar en detalles porque lo interesante es ver qué fuerzas desató la inesperada iniciativa gubernamental. Como en tantas otras ocasiones, aquí se retrató la verdadera cara del régimen autoritario en sus últimos tiempos, cuando una auténtica folla de necios ultras se hacía oír con fuerza y gritaba con más rabia que nunca. En efecto, sorprendentemente, las Cortes resultaron ser más fundamentalistas que el Gobierno y, por primera vez en la historia del franquismo, rechazaron una de sus proposiciones. Una llamada Comisión de Defensa Nacional que funcionaba en las Cortes se encargó de su discusión para presentar el dictamen al pleno.
Los comisionados eran mayoritariamente mandos militares de alta graduación que habían hecho la guerra. Convirtieron la sesión en un alegato contra la propia idea gubernamental de regular la objeción de conciencia. Allí estaban los Iniesta Cano, Barroso, Blas Piñar y otros ultras. Entre gritos y demostraciones de adhesión al espíritu fascista fundador de la patria franquista se llegó a una votación que dio como resultado la devolución del proyecto al Gobierno, por 21 votos en contra del mismo, 9 a favor y una abstención. Sólo Merino, procurador por Málaga, habló con algún conocimiento de causa y explicó la génesis del problema refiriéndose a las tesis antibelicistas de Bertrand Rusell cuando objetó y no participó en la Primera Guerra Mundial.

En vez de discutir una ley de manera jurídica estaban todos en plan gritón, dando vivas y mueras, como energúmenos. Muchos dijeron que aquel estatuto (tan hiperrepresivo) abriría una fisura en el tribunal de la patria y en la igualdad de los españoles. Un procurador médico militar por Sevilla, el doctor Bravo Ferrer, presentó una enmienda en la que solicitaba para los objetores tratamiento psiquiátrico dado que a su juicio «son en su mayoría gente trastornada, paranoica a la que no conviene llevar la contraria para evitar el lógico enfurecimiento».

En cambio, la segunda vez algo había cambiado. El segundo proyecto llegó en julio de 1971 a las Cortes. Igualmente se trataba de una ley muy represiva. En realidad parecía un estatuto especial para los Testigos de Jehová. Todo eso no era casual. La otra objeción, la que pretendía ser crítica al militarismo, ya la habían protagonizado Pepe Beunza en enero de ese año y meses más tarde Jordi Agulló. Ya había sido ferozmente atacada. Ya había sido también apoyada en Europa. Era novedosa, preocupaba y dolía, inquietaba porque abría un debate más amplio que el ya conocido problema legal de los objetores presos. Por eso en las Cortes Blas Piñar alabó esta vez la objeción de los Testigos de Jehová, dijo que su actitud humilde se hacía subversiva tratándose de católicos y alertó sobre el fantasma de la conspiración extranjera. Además, la revista Fuerza Nueva dedicó muchos esfuerzos e insultos contra el que llamaban «jovencito Beunza». Quizás lo más positivo de todo fue que el jefe del Estado Mayor, el general Díez Alegría, en desacuerdo con lo que se estaba discutiendo en la Comisión de Defensa de las Cortes, después de defender el proyecto normativo y de pedir el fin de las condenas en cadena para los objetores, dimitió e hizo públicas las razones. El Gobierno, temeroso de que cundiera la división entre los mandos militares, optó por retirar el que era su segundo proyecto.

Por suerte para nosotros la campaña internacional había hecho mella. Conseguimos abrir una brecha. Blas Piñar se mostraba alarmado por esto último y se hizo portavoz de la oposición a la ley. El líder ultra dijo en las Cortes: «Estamos tan acostumbrados ya a estos movimientos de opinión no ya a favor de un objetor de conciencia sino contra el régimen español que nada puede extrañarnos como ocurre en el caso Beunza y en el de los Testigos de Jehová, porque existe una campaña internacional».

Algunos miembros de aquella a veces tumultuaria y siempre escandalizada comisión se mostraron alarmados porque la objeción abría la puerta a una supuesta «descatolización» de España. El señor Barroso, el ministro del Ejército, dijo que era una maniobra soviético-diabólica y de clarísimo origen masónico, que había casos suficientes en la prensa extranjera de objetores y desertores norteamericanos u holandeses famosos por haber cometido horrendos crímenes y que, por supuesto, se trataba de jóvenes adictos a la droga casi siempre reclutados por agentes de la URSS. ¿Quién da más?

Bueno, sí, la mala baba y la campaña de Fuerza Nueva nos honra, hay que decir que se leía mucho en medios militares y que era portavoz del pensamiento de muchos mandos. En esa revista se decía de todo contra la objeción de conciencia, todo lo malo que se pueda uno imaginar.

Por ejemplo, en el número de 31 de julio de 1971 Fuerza Nueva denunciaba lo que sigue: «El caso Beunza ha sido explotado a fondo desde fuera... hasta nuestra frontera pirenaica llegaron los caminantes. Eso es minar desde dentro... la disciplina militar. Tomen buena nota en los ministerios de Gobernación y sobre todo Hacienda... es la ruina del tinglado entero administrativo. Si lo que se quiere es acabar con toda disciplina militar y secundar a Carrillo, adelante. Beunza renegó de su abuelo el batallador diputado de la minoría vasco-navarra... asesinado en el 36 por los rojos separatistas... Si viviera Don Joaquín ya habría estrangulado el caso... El retorcidísimo y repugnante tinglado de Justicia y Paz acaba de conceder un premio al jovencito Beunza, sin duda por ser la negación absoluta de lo que fue su abuelo... pero con Dios y con España no se juega indefinidamente, se nos empuja a la guerra civil mil veces más sangrienta que en el 36».

A pesar de ese ruido, de ese histerismo fascista y fascistoide, la discusión en las Cortes fue mucho más seria que la primera vez, cuando los procuradores se dieron el gusto de gritar y poco más. Recuerda Pepe Beunza que incluso Blas Piñar anduvo más incisivo que nunca y escogió sus argumentos para combatir en el plano ideológico el mensaje que él personificaba: «después ha habido la famosa marcha del grupo Beunza, que asaltó el consulado de España en Marsella, la marcha de los objetores de conciencia que llegaron hasta Puigcerdá donde fueron disueltos. En las cartas que han sido divulgadas y distribuidas no hay una clara apelación a la objeción de conciencia por razones de motivo religioso sino una actitud totalmente subversiva contra el orden establecido, un ataque brutal al ejército. Me opongo al ejército, dice una de las cartas, porque en este momento no es más que una fuerza al servicio de una clase social, el capitalismo de la burguesía... éste es el tono panfletario en que quiere apoyarse la objeción de conciencia».

Dice Pepe Beunza que no le faltaba razón a Blas Piñar, que ése era realmente su pensamiento y el de la mayor parte de los que o iban a ser objetores de conciencia o estaban en grupos de apoyo a la objeción; un ideario que, efectivamente, se podría adjetivar como subversivo, antimilitarista y anticapitalista. Resonaban los ecos de Mayo del 68. Es más, el líder ultra también acertaba con otra de sus especulaciones en relación a los servicios civiles: por aquel entonces, y aunque Blas Piñar lo propusiera como un castigo para ellos, haciendo una retorcida lectura de sus mensajes pacifistas, los objetores de conciencia hubieran aceptado un servicio sustitutorio de paz a realizar en zonas de conflicto armado.

Ideólogos, redactores y lectores de Fuerza Nueva seguirían la evolución de los primeros pasos de la objeción de conciencia antimilitarista durante mucho tiempo. Un tiempo de dificultades para organizar políticamente una campaña coordinada. Un tiempo de ejemplos individuales, porque hasta 1975 no cuajaría en el Estado español una experiencia de objeción colectiva, cuando un grupo de jóvenes desafió al Estado negándose a ir a la mili y poniendo en marcha un servicio civil autogestionario en el barrio barcelonés de Can Serra. Como ya se ha dicho, desde 1871 y hasta esas fechas tan emblemáticas para la historia colectiva de la objeción de conciencia, fueron apareciendo jóvenes objetores aislados que, a lo sumo, se sentían directamente ayudados por su propio grupo de familiares y amigos, además de apoyados políticamente por colectivos que habían ido surgiendo desde la primera campaña, la de Pepe Beunza.
Aquel mismo verano de 1971 se conoció el caso de un nuevo objetor de conciencia, el ya mentado Juan Guzmán. También se supo entonces que Víctor Boj había objetado a su manera unos meses antes, cuando se salió de la formación y gritó que era pacifista. Además, funcionaba bien el grupo de Alcoy que apoyaba a Jordi Agulló, y Pepe Beunza era ya un preso de conciencia con renombre, un objetor famoso en los mentideros oficiales. La situación prometía, la cosa no iba nada mal. Pese a la censura, el tema de la objeción de conciencia aparecía en los medios de comunicación. Cuadernos para el Diálogo se ocupó del asunto en marzo y en agosto de 1971. También se trató el problema en otras revistas como El Ciervo, Vida Nueva, Mundo y Sábado Gráfico.

Por último, en ciertas capitales españolas se inició la llamada Campaña de los Encartelados, una testimonial pero subversiva forma de protesta no violenta impulsada por Gonzalo Arias: cada domingo, en parejas o en grupos de tres, distintas personas de diferentes países, deambulaban por calles y plazas céntricas de algunas ciudades portando carteles con leyendas referidas a la objeción de conciencia, a la no violencia y también a la falta de libertad en España.

Se pedía un estatuto para los objetores, servicio civil en vez de militar... Un buena amiga holandesa portaba un cartel muy divertido y atrevido en el que, en letra muy pequeñina, decía «estoy contenta de la... », en letra muy grande «Libertad de Expresión», otra vez en letra muy pequeña «que hay en España». Claro, de lejos se leía «Libertad de Expresión». La policía actuó de forma muy variada. Al cabo de un tiempo de verlos pasear los detenía. Normalmente eran multados a 100.000 pesetas con pena sustitutoria de un mes de cárcel si no pagaban. La gente salía con los carteles dispuestos a estar en la cárcel. A los amigos extranjeros se les decía entre bromas que podían venir a hacer turismo español auténtico, a conocer las comisarías y las cárceles de Franco. Algunos holandeses detenidos fueron entrevistados por la televisión de su país. Eso también era campaña internacional, lo que más preocupaba al poder.

Entretanto, a Pepe Beunza el tiempo se le pasaba volando. Si algunos ratos se notaba ansioso y sentía opresión o congoja recurría a sus recursos antidepresivos más conocidos. Pero casi nunca era necesario. Más bien usaba el yoga para disfrutar en la cama viendo por entre las rejas el paso de la luna. No había motivos para la depresión. En la calle las cosas de la campaña de objeción iban más o menos bien, y en la cárcel el ambiente era tan bueno que casi nunca hubo ocasiones para la tristeza.

La risa hace fuerte al preso. El buen humor, las canciones en la ducha, los partidos de fútbol, armar follón y provocar jaleos simpáticos que molestaran a los carceleros, eran armas en manos de los penados que Pepe Beunza usó una y otra vez, día a día, pasándoselo bien, lo mejor que pudo. Así fue cumpliendo las tres cuartas partes de la pena y solicitó ser trasladado a Palencia porque en la ciudad vivía su hermana y porque la cárcel era de presos políticos en tercer grado. Era septiembre de 1971. Fue entonces cuando saltó la noticia del indulto general que se otorgó a causa del escándalo Matesa. Esa medida de gracia suponía el fin de la condena para Pepe Beunza, sin necesidad de tercer grado.

Con la perspectiva de una libertad anticipada creció la temida ansiedad. Los compañeros iban saliendo con cuentagotas. El ambiente cambió. Ahora el tiempo pesaba demasiado. Complicaciones legales relacionadas con su procedencia de la jurisdicción militar retrasaron casi dos meses la llegada del indulto para Pepe Beunza. De los presos políticos afectados por la gracia del Caudillo, él fue el último en salir de la cárcel de Jaén: lo hizo el uno de noviembre de 1971, pero con la orden de presentarse en el cuartel de Bonrepós, en Valencia, a fin de continuar su interrumpido servicio militar obligatorio. Sabía que otra vez iba a desobedecer el llamamiento a filas, que su futuro inmediato volvería a estar en alguna cárcel, pero prefería saborear el momento, despedirse cantando, abrazar a la gente y reírse.

18. Dulce y breve libertad. Un servicio civil autogestionado

El objetor de conciencia salió de la prisión de Jaén fumándose un puro. Nadie esperaba su salida. No conocía la ciudad. Estaba solo y sentía toda la libertad del mundo. Llamó a su gente para que fueran a recogerlo, pero hasta que llegaron por la noche recorrió las calles a lomos de una sensación extraña. Estaba eufórico. Iba cantando. Al principio anduvo como mareado. Con gran alegría usó dinero real y no los cartones del peculio. Compró revistas y periódicos que leyó en un santiamén. Se metió en un cine sin mirar la cartelera y salió de allí con la cabeza como un bombo, de tanto escuchar los tiros de una mala película de vaqueros. Estaba borracho de libertad.

Horas después Pepe Beunza partió hacia Valencia con su hermano y con Emilia. Se desviaron hacia Cartagena para visitar al segundo objetor de conciencia con ideales antimilitaristas. Gracias a la mayor facilidad que ponían en las prisiones militares a la hora de las visitas, consiguió saludar y dar ánimos a Jordi Agulló. Éste soportaba otro tipo de régimen penal mientras que Pepe tenía que volver a desobedecer.

Ya en Valencia, la familia explotó de alegría y se preparó para vivir unos días de fiesta. También unos días de preocupación. La situación era extraña. Pepe estaba raro. Estaba contento pero al mismo tiempo se sintió decepcionado cuando comprobó la tranquilidad de la sociedad que tenía enfrente. Aquello quizás fuera más lógico de lo que él entonces pudiera asimilar, sobre todo si tenemos en cuenta que además debía preparar inmediatamente su siguiente reto. Acababa de salir de la cárcel pero igualmente de la universidad de la politización, de la escuela del pensamiento crítico; y de una auténtica cueva de revolucionarios que discutían mucho de teorías elaboradas, revisadas y mil veces reelaboradas sobre la misma base ideológica, la que se aplicaba para analizar ora la injusticia social estructural ora la crisis económica coyuntural ora la lucha y la guerra de clases con la proyectada revolución proletaria, la inevitable, como telón de fondo.

Pero yo veía (y lo comprobaría más adelante con más claridad) que la gente iba a lo suyo por la calle, con cara de sentirse poco explotada y oprimida; veía que había empezado la moda de las grandes motos, que se acababa de inaugurar el Corte Inglés, que la gente vestía bien, que a la mayoría parecía irles mejor... excepto a los que se metían en política. No es que me pasara como a los extranjeros, que esperaban ver a la gente pegando tiros durante los estados de excepción, y sin embargo veían libertad y tranquilidad, libertad para tomar el sol y para gastar dinero, tranquilidad siempre que no se complicaran la vida protestando contra el régimen. Lo que me pasaba era que veía a la mayoría de la gente viviendo normalmente, de forma integrada y muy alejada de los ideales y estrategias revolucionarias que tanto se escuchaban en la cárcel.

Desde el balcón de su casa comprobó que no habían cambiado ni los edificios ni las calles, pero notaba que en poco tiempo la gente había vivido experiencias que él no había imaginado. Se sentía cansado. Se le cerró el estómago y perdió el apetito. Nunca le había ocurrido algo así y por eso se preocupó mucho. Tiempo después pasaría por situaciones parecidas, en momentos intensos y episodios de cambio, normalmente a la salida o a la entrada de las prisiones. Pero siempre se recuperó de lo que a fin de cuentas era un síntoma de depresión pasajera, la que en ocasiones asalta a las personas que sufren el vahído de la resistencia frente a lo establecido, en cualquier caso, la que suele manifestarse de muchas formas a consecuencia de la privación de libertad.

Contaba con tres días para presentarse en el cuartel. Pero él no iba a acudir. Tenía otros planes. Continuaría la desobediencia. Cuando hubo pasado ese tiempo, ya más recuperado física y anímicamente, se marchó de su casa. No quería acarrear problemas a la familia. Estuvo unos días en casa de uno de sus hermanos, pero le aterraba la idea de ver a la policía molestando a la suyos. Además, tal y como ya habían hablado en las reuniones de objeción, quería llevar la iniciativa frente a los militares, quería que la detención se realizara en unas condiciones que dejaran claro que no se apresaba a un prófugo, a un desertor o a un Testigo de Jehová, que se llevaban a la cárcel a un objetor de conciencia no violento y pacifista. Era el momento de hacer visible otra reivindicación, otro de los lemas de la campaña: servicio civil en vez de militar, trabajar para la paz en vez de prepararse para la guerra.

Ahora que ya tenía cierta fama de objetor de conciencia podía llevar la lucha al terreno que más nos interesaba. En una reunión de objeción comenté mis planes: empezar un servicio civil y que la policía me detuviera haciéndolo. Así ya no nos limitaríamos a pedir un modelo concreto de servicio civil, sino a ejercer el modelo que creíamos más interesante y beneficioso socialmente. Bien, lo que tuvimos que hacer fue buscar sitios en Valencia. El barrio de Orriols era ideal. La gente era muy maja y estaba muy concienciada. Había cuatro seminaristas haciendo trabajos de animación sociocultural y me fui con ellos a su piso. Apoyaron la idea pese a que sabían que la policía iría también a por ellos. Además, el párroco era un luchador social y me facilitó las cosas, me presentó a la gente.

Pepe Beunza se reunió con los grupos del barrio y explicó sus ideas y propósitos. La gente entendió al objetor. Podría decirse que, dentro de la historia de la objeción de conciencia, la Asociación de Vecinos del Barrio de Orriols estuvo a la altura de las circunstancias porque apoyó al desobediente civil y prestó ayuda a su idea: pese a que sus representantes también asumían riesgos, comprendieron que el asunto conllevaba una vertiente reivindicativa absolutamente novedosa. Todos entendieron que aquello, aunque resultara ser algo más bien testimonial pues la policía detendría al objetor, había que hacerlo bien para demostrar que era plausible un servicio social positivo para la gente como alternativa al servicio militar obligatorio.

Me sentí muy bien acogido en el barrio. Empecé a colaborar en las clases de alfabetización de mujeres. Se había formado un Centro de Cultura Popular y sugerí a las madres que, mientras ellas estuvieran en clase, yo podría organizar una guardería. Les tuve que explicar los motivos de mi actitud, o sea, mi objeción. Les expliqué muy sencillamente por qué la gente ve normal ir a la mili y no se para a pensar que sería más positivo hacer cosas más útiles para la sociedad. Me comprendieron perfectamente. Así tuvo que empezar todo, poco a poco, con pedagogía, explicando las cosas de forma sencilla, sobre todo desmitificando al ejército de charla en charla y aceptando la idea de un servicio civil que la gente viera positivo. Si yo les proponía un servicio civil alternativo era para que la gente comprendiera mejor un mensaje nuevo, pero no porque deba aceptarse su obligatoriedad, no porque la solidaridad haya que imponerla por decreto, mientras que los Gobiernos desatienden sus obligaciones para erradicar el analfabetismo, la integración de minusválidos, los problemas de los barrios, etcétera.

También empezó a dar clases en una escuela nocturna para trabajadores que hacían el bachillerato. Sustituyó al profesor de francés. Se fue acostumbrando a ser entendido por la gente más popular. Tuvo muchos motivos de satisfacción y gozo. Vivió más intensamente que nunca la relación con Emilia. Pero también se habituó a la ilegalidad y a las manías que provoca, a las paranoias que genera la represión en ciernes, a temer que son policías las personas que caminan detrás de ti, a tener siempre preparada la bolsa con todo lo imprescindible para un preso.

Aquél fue el primer servicio civil autogestionario de un objetor de conciencia. Una vez estabilizada su situación en el barrio, escribió al capitán general de Valencia una carta que le envió a través de un notario, un texto en el que Pepe Beunza describía lo que hacía y explicaba su mensaje antimilitarista. Aquella provocación dejó perplejo al jefe militar. La autoridad militar hubo de sentirse desorientada por encontrarse con un método de protesta hasta entonces desconocido. Aunque asimismo estuvieran indignados, en principio, los militares se quedaron paralizados, calibrando el alcance de su actuación o esperando órdenes.

No fueron a detenerlo. Se estaba llegando a la segunda fase de la estrategia de detención. Pasaron dos semanas y el grupo de objeción decidió hacer pública la desobediencia invitando a los jóvenes a seguir ese camino. Alguien que estaba cometiendo un delito (no ir a la mili), lo comunicaba oficial y públicamente, y así lo convertía en un acto de osada rebeldía contra el poder dictatorial de la época; además, el «delincuente» se presentaba arropado por algunos apoyos populares y con un mensaje cuajado de intenciones y hechos beneficiosos para la sociedad (el desobediente estaba realizando un servicio civil solidario con gente que necesitaba ayuda). Se repartieron por Valencia unas seis mil copias de la carta y se acudió a la prensa.. Pepe Beunza empezó a dar charlas y fue entrevistado en Radio Popular.

En todas las charlas intentaba hablar de forma sencilla y con el objetivo de desmitificar al ejército, dando valor a las posturas de no cooperación con las causas de la guerra y de la injusticia. Explicaba que el capitán general y yo éramos dos personas iguales, con piernas y brazos, con corazón y cabeza; sin embargo, él me había ordenado hacer cosas raras e inútiles, desfilar y aprender a matar durante un año y medio, ¿por qué? El poder somos nosotros, todos tenemos el poder de decidir sobre nuestra vida, no sobre todas las cosas pero sí sobre muchas cosas de nuestra vida; si esta capacidad de decidir se la damos a otro, al final dejamos que alguien tenga un poder inmenso. Eso hacemos al obedecer a los militares, darles poder para que dominen y preparen las guerras: su fuerza es nuestra obediencia, su poder nace de nuestro miedo a no asumir las cosas de nuestra vida. Si dejamos de obedecerles el tinglado se les viene abajo.

Pepe Beunza, en charlas de unas cuarenta o cincuenta personas, disfrutaba hablando de esas cosas y relacionando el militarismo y la guerra con las injusticias del capitalismo: ante un público normalmente ideologizado, tenía una peculiar forma de explicar el papel de la plusvalía en las relaciones de explotación capitalista. Pero siempre apelaba a la autoconciencia individual, a hacer la revolución empezando por uno mismo y luego en compañía. No es que fuera original, lo novedoso era relacionar esas teorías con su propia experiencia vital como desobediente civil al ejército de la dictadura franquista, explicando que también hubiera desobedecido a cualquier ejército y a cualquier forma de militarismo. En general, para la gente que pudo oír y conocer su mensaje, más que atractiva aquella actitud incitaba al debate y al respeto. No era poco. La cosa estaba empezando y hoy se sabe que duraría décadas.

  • La Utopía Insumisa de Pepe Beunza III

    29 de julio de 2007 13:00, por Antonio Larrosa Diaz

    Me parece estupendo que se escriban cosas contra el militarismo ,pero...¿acaso se puede vivir en una sociedad sin alguien armado que ponga orden y además nos defienda de los peligros esteriores?
    Creo que eso es una utopia, muy digna , pero una utopia.
    www.antoniolarrosa.com (lecturas solo para lectores muy inteligentes)

    Ver en línea : Utopia

    • La Utopía Insumisa de Pepe Beunza III

      7 de agosto de 2007 12:37, por Neo

      Si Antonio,si que se puede vivir sin «alguien armado que ponga orden o nos defienda de los peligros exteriores». La violencia sólo genera violencia y ni siquiera está justificada como algo defensivo, no sea que se repita eso de: ¡¡ bombardear a un pueblo para proteger los derechos humanos !!. No vale ya el ojo por ojo. Es posible y aún mas útil una respuesta no violenta a la violencia. Ghandi,Luther King y Silo no son una utopía, porque logran cosas que la violencia no sólo no habría conseguido de modo permantente, sino que hubiera generado dolor y sufrimiento por generaciones. Hoy pueblos como el indio y el británico pueden hablar y relacionarse. Hoy el negro puede estudiar y votar y desarrollarse en un pais como EEUU gracias a esas personas y hoy el ser humano puede transformar su entorno y transformarse con la No Violencia, ayudado con la filosofia de Silo.
      Nada más. Un saludo Antonio.