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Hace cincuenta años: 1956, el octubre húngaro de los consejos obreros

Sábado.7 de octubre de 2006 1907 visitas Sin comentarios
Sin Permiso #TITRE

Sin Permiso

Pepe Gutiérrez

La derecha que grita ahora por las calles de Budapest, “¡56!, ¡56!”, tiene la memoria muy selectiva. De entrada porque antes del 56 hubieron otras fechas, por ejemplo, 1919, cuando el pueblo trabajador húngaro trató de superar los ciclos de opresión y guerra (Hungría fue un campo de batalla especialmente cruento durante la “Gran Guerra”, aquélla que se vendió como la guerra que iba a acabar con todas las guerras). Y entre medio, el régimen militar-fascista del almirante Horthy que creó campos de concentración para los “comunistas” mucho antes que Hitler, que se identificó plenamente con el partido nazi, y que acabó metiendo a Hungría en otra guerra. La derecha no lo recuerda, pero en el curso de esta guerra, el régimen pronazi hizo lo posible por contribuir al judeocidio...

Por eso cuando los comunistas -apoyados en las bayonetas del Ejército Rojo-, tomaron el poder, nadie protestó por la nacionalización de la industria y de la banca, por la reforma agraria. El socialismo nunca fue el problema. Cierto que el socialismo era escaso y la policía mucha, pero tampoco hay socialismo ahora. El presidente Ferenc Gyursány, representa a una izquierda en relación a la derecha más recalcitrante, pero es incapaz de cumplir su programa, y por eso ha de mentir. Claro que si es por mentiras, Bush podría estar preso en Guantánamo, y Berlusconi podía figurar como alguien que no ha dicho una verdad en su vida. Como Aznar.

En el 56, la mayoría de la población húngara no cuestionaba el socialismo, todo lo contrario. Lo quería completo, es decir con independencia nacional y con libertad. Su punto de partida fue la muerte del Zar Stalin, ocurrida el 6 de marzo de 1953, y el destronamiento de sus estatuas llegaría a ser la “foto” que mejor representó la revolución de Octubre... El mismo 1953 hubo una revuelta de obreros en Alemania del Este, y otra mucho menos conocida en Checoslovaquia, y ambas fueron rápidamente aplastadas.

Brecht comentó amargamente que si el que se equivocaba era el pueblo, pues habría que cambiarlo. Pero el pueblo no se equivocaba, se equivocaba el partido que “dirigía” al pueblo siguiendo el esquema estalinista del mando único, del verticalismo burocrático. En junio de 1956, la revuelta estalló en Poznan, Polonia, los trabajadores impusieron el control obrero, subieron los sueldos y bajaron los precios. Según se extendía la huelga, miles de personas salían a las calles y un levantamiento a gran escala tomó la ciudad. Los gritos de “Libertad y Pan” y de “Rusos fuera” sólo fueron silenciados por los tanques... y por un acuerdo en las alturas con el “reformista” Gomulka. Éste impondría una “liberalización”, pero bajo el control del partido.

En Hungría, en 1956, el ambiente estaba cada vez más caldeado. Después de que en 1953, el “bujarinista” Nagy tratara de llevar a cabo una serie de reformas, el partido acabó dando marcha atrás, y muchos militantes se dieron de baja. El mundo estaba asombrado con el Informe Kruschev, y su vehemente denuncia de los crímenes del Stalin, sonó como un canto de libertad en los países del Este. De ello se hizo eco el Congreso de Escritores Unidos que denunció el “régimen de tiranía”, y uno de sus voceros, el poeta Konya clamó: “¿En el nombre de qué moralidad los comunistas consideran justificado cometer actos arbitrarios contra sus primeros aliados, celebrando juicios de brujas, persiguiendo a gente inocente, tratando a revolucionarios genuinos como si fueran traidores, encarcelándolos y matándolos? ¿En el nombre de qué moralidad?”. Se hacía en nombre del socialismo, y era evidente que millones de trabajadores y campesinos del mundo, así lo llegaron a creer, pero no los que estaban sometidos por el rígido sistema de control burocrático. La situación se fue haciendo cada vez más conflictiva...

El 23 de octubre de 1956 Budapest había sido ocupada por 155.000 manifestantes “en solidaridad con nuestros hermanos y hermanas polacos”, su grito era el mismo: “Pan y Libertad”. Los más audaces, marchando a la estación de radio, sólo se detuvieron para destruir una enorme estatua de Stalin, y lo consiguieron, y esta “foto” acabaría siendo una de las más definitorias del siglo XX. El “padrecito de los pueblos” estaba por los suelos, y desde entonces el número de “creyentes” comenzó a declinar. De hecho, aunque los países “socialistas” comenzando por el “camarada Mao”, y los partidos comunistas del mundo, se pusieron al lado de los soviéticos, lo cierto es que entre los intelectuales y los militantes más ilustrados, las posiciones críticas fueron numerosas. En lugares como España, donde el régimen franquista volcó sus medios “informativos” para identificar la resistencia como una traducción de su “Cruzada” (produjeron películas con santos anticomunistas), la militancia antifranquista lo tuvo muy arduo para aclararse, y de hecho, no fue hasta 1967 que se publicó el primer estudio serio sobre la cuestión, la obra de François Fetjö: Hungría 1956: socialismo y libertad, que apareció en catalán y en castellano en Edicions de Materials, con la credencial de un prólogo de Jean- Paul Sartre... Pero volviendo a la “mani”: la estación de radio estaba custodiada por el AVO, la odiada policía de seguridad (una combinación de estalinistas y antiguos horthystas). Sin avisar, un sector de ellos ametrallaron a la pacífica muchedumbre. Los muertos se contaron por decenas, y desde entonces, la “caza” de los AVO pasó a ser una obsesión para los resistentes.

Ante el estupor de propios y extraños, la Revolución Húngara había comenzado. Los trabajadores ocuparon las fábricas, el pueblo tomó una fábrica de armamento y se enviaron al centro de la ciudad camiones cargados de armas en donde miles de trabajadores se las repartieron. Los consejos obreros, una forma organizativa que tuvo plena vigencia en 1919, se reprodujeron por todas las empresas. Su exigencia era liberarse del control burocrático. Esta fue la gran cuestión, las demás llegaron como añadidos. Una parte de la policía y de los soldados se unieron al pueblo, entre ellos el general Meleter, un “brigadista internacional” en la guerra española. A la mañana siguiente las calles principales estaban en manos de los trabajadores y estudiantes, se formó un Consejo Revolucionario y la Huelga General pronto se extendió por toda Hungría. El pueblo ya no aceptaba los gobernantes estalinistas, y apostaban por los que como Nagy (Andrea Hagedus, Georg Lukács y otros), se habían opuesto al estalinismo.

Kruschev mostró entonces los límites de su propuesta reformadora cuando mandó los tanques rusos. Éstos entraron en Budapest para ayudar al gobierno de Rakosi amenazado, pero encontraron una furiosa resistencia. Armados sólo con armas ligeras y cócteles molotov, miles de personas resistieron. Después de tres días, 30 tanques fueron destruidos y las tripulaciones de los tanques rusos se empezaban a poner del lado de los rebeldes.

La revolución social se fue desarrollando por fábricas, talleres, estaciones de energía, minas de carbón y depósitos de ferrocarril. Los campesinos -más renuentes porque habían conseguido una reforma agraria que no era la que querían, pero que les había liberado de los señores- formaron espontáneamente sus propios consejos. Algunos de ellos redistribuyeron la tierra y suministraron comida a las ciudades. Desde el primer día las estaciones de radio liberadas emitían las noticias por todo el país, y proclamaba una y otra vez que no se quería volver a 1945, ni se cuestionaba el socialismo. En el curso de la huelga general, los consejos comenzaron a federarse y apenas en una semana establecieron una República de Consejos. El gobierno prosoviético dejó de existir. Los consejos obreros lanzaron un ultimatúm: la huelga continuaría hasta que todas las tropas rusas hubieran dejado el país. Es lo que pareció que iba a suceder el 30 de octubre.

El pueblo contempló cómo los tanques del Ejército Rojo estaban saliendo de Hungría. Parecía que la revolución había triunfado, pero en realidad, los tanques retrocedían para saltar mejor. Así es que poco después, el 4 de noviembre, los tanques volvieron. Habiéndose reagrupado más allá de las fronteras, 15 divisiones rusas, ahora con 6.000 tanques, cayeron sobre el pueblo húngaro. Todas las ciudades principales fueron machacadas con fuego de artillería. En Budapest, los barrios obreros fueron la carne de cañón del asalto, y los trabajadores resistieron todo lo que pudieron. Fuera, las “democracias” ya tenían sus propios problemas. La socialdemocracia no pasó de las sempiternas denuncias. Solamente algunas minorías -trotskistas, comunistas disidentes, anarquistas-, se movilizaron como también lo habían hecho contra la paralela ocupación británica del canal de Suez, en contra de las medidas nacionalizadoras de Nasser, un episodio capital en la decadencia del nacionalismo árabe. Budapest fue duramente bombardeada y pronto quedó en ruinas. Después de 10 días de terribles luchas, con miles de muertos y heridos, el pueblo finalmente cedió. Los tanques trajeron un gobierno de compromiso. Aunque partidas de guerrilleros combatieron hasta 1957, el último consejo obrero fue abolido el 17 de noviembre. Las huelgas y las manifestaciones continuaron hasta 1959, pero todo se fue extinguiendo. Doce años más tarde sería la “primavera de Praga”, la última oportunidad de unas reformas democráticas que hicieran reales las promesas del socialismo.

En un tiempo como el actual, en el que el Ministerio de la Verdad neoliberal trata de imponer la historia oficial del neoliberalismo, vale la pena conocer la verdad de la revolución húngara. Y el grito “¡56!” únicamente tiene sentido si combina la libertad y el socialismo, y sitúa a los trabajadores con sus consejos obreros en el centro de los hechos.

Pepe Gutiérrez-Álvarez fue militante de la Liga Comunista Revolucionaria y ha publicado muchos libros y artículos sobre la historia del movimiento obrero y sobre crítica de cine. Actualmente es uno de los principales animadores de la Fundació Andreu Nin.