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El tiempo perdido

Martes.25 de abril de 2017 568 visitas Sin comentarios
Prólogo a la segunda edición de "El opio del pueblo: Crítica al modelo de ocio y fiesta en nuestra sociedad" #TITRE

Prólogo a la segunda edición.

El tiempo perdido

Pablo San José Alonso, Grup Antimilitarista Tortuga.

Hace más de dos años que se escribiera este librito, del que tengo el honor o la culpa de ser autor principal. Como ya confesaba, tal escritura vino a ser una especie de desahogo a mi frustración como integrante de grupos cooperativo-autogestionarios ante lo que juzgaba como falta de implicación, de compromiso por parte de muchos de sus integrantes, principalmente de los sectores más jóvenes. Siempre me interesó el porqué de las cosas y así, pensando en cuales podrían ser las causas del fenómeno, llegué al tema del ocio. Obviamente el tipo de diversión predominante en nuestra sociedad -tema del que se ocupa el libro- no es el único factor de la falta de calidad en el activismo, pero sí es un buen botón de muestra para tratar de comprenderla y, de paso, escarbar un poco en dinámicas sociales de mayor rango. Me pareció que este tema, la ocupación del tiempo libre, especialmente por parte de la juventud, y más especialmente aún por parte de los jóvenes activistas de movimientos sociales, no estaba recibiendo la atención que merece a tenor de sus importantes implicaciones prácticas.

Después de este tiempo, esa desazón de la que hablo, lejos de cesar, ha aumentado. Cada día soy más pesimista con respecto a cómo son las circunstancias en las que vivo y porqué son lo que son. En plena deriva sociopática -podría decirse- cada vez me incomoda más ser miembro y partícipe de este mundo consumista-occidental. Dicho en forma asertiva, lo que siento es una especie de vergüenza; propia y ajena. Y de hecho, si cuando escribí el ensayo me asaltaba la duda de que fuera demasiado “radical”, que sonase a exhabrupto, a día de hoy estoy por decir que, más bien, me quedé corto.

Cabe añadir que, tras estos dos años, la verdad, el tema del ocio ya no ocupa mi pensamiento más allá de medir con cierto criterio mi propio grado de incoherencia. Estoy más en otro tipo de reflexiones, tratando de conocer y comprender claves, digamos, más generales. Porque la diversión, naturalmente, es un aspecto parcial de nuestra cultura. En realidad es una simple consecuencia de otros factores anteriores y más significativos. Eso sí, como se verá a lo largo de las páginas del libro, repito, su análisis sociológico es un buen punto de inmersión bara bucear en busca de esas dinámicas cruciales.

Desde el Grup Antimilitarista Tortuga, copartícipe de la redacción y editor del libro, nos planteamos una tirada modesta, al no haber una autoría de enjundia y no tener claro si el tema despertaría interés. Por suerte, nuestro pronóstico resultó conservador y la edición se agotó rápidamente. El libro fue reseñado varias veces, con calidad sobrada, mayor a la del propio ensayo -lo digo con total sinceridad- y se presentó en un par de lugares.

La preparación de una de esas presentaciones, precisamente la de mi ciudad, en el local de los amigos de la CNT, me dio que pensar sobre un aspecto que se trata sucintamente en la obra: la escisión de la vida. Ponía como ejemplo lo que podría ser el modus vivendi, hace una centuria, de los integrantes de una familia media en cualquiera de las partidas rurales del camp d’Elx. Estas gentes eran realmente dueñas de algo de lo que nosotros hoy carecemos: el tiempo. Propietarios de su casa de labor en mitad de la explotación agrícola -tal como aquí era y es característico-, de su minifundio y de sus animales, no tenían otra servidumbre horaria que la derivada de la atención de las actividades agropecuarias y domésticas. No estaban obligados por el trabajo asalariado y por ende podían armonizar sus ritmos vitales a la simple satisfacción de sus necesidades reales. Porque inducidas exteriormente no las tenían, como nosotros hoy sí. Es de creer que se fatigarían en los momentos más exigentes del trabajo, fuese cual fuese, pero ello no lo convertía, al trabajo, en una suerte de maldición evitable a toda costa. Principalmente porque atender los animales, la huerta, podar, arreglar herramientas, ir al mercado, cuidar personas dependientes, hacer el pan o lavar la ropa, como cualquier otra actividad que pudieramos enumerar, formaban parte unitaria, indivisible, de la propia vida. Todas esas realidades materiales que se atendían, al contrario de lo que sucede en un contexto de trabajo por cuenta ajena, formaban parte de uno mismo casi como su propio cuerpo. Fuente de pesares y preocupaciones cuando las cosas venían mal dadas, pero también de satisfacción y realización en los momentos en los que los ciclos eran debidamente cumplidos. Ignoro el grado de felicidad con el que estas gentes vivían y si era mayor o menor comparativa y estadísticamente al que hoy se disfruta en el mundo urbano basado en el trabajo asalariado, cosa que, supongo, depende de más factores, pero lo que está claro es que no había dos tiempos, dos vidas; la mala y la buena, la del maldito esfuerzo y la del bendito ocio. Quizá por ello no existían los fines de semana y las vacaciones. O la búsqueda compulsiva de placeres hedonistas.

Cuando muchas de esas familias, por circunstancias que sería largo aportar aquí, se ven obligadas a abandonar el campo para pasar a engrosar las filas proletarias de la industria ilicitana del calzado, no solo pierden su modo de vida ancestral; también dejan atrás su libertad. A partir de este momento trabajar -para otro-, como no puede ser menos, convierte la actividad realizadora e integral que garantiza el sustento familiar, en una enajenación, en un absurdo en el que el esfuerzo no obtiene un fruto coherente y visible y cuya repugnante razón principal es la de multiplicar el montante de la cuenta corriente del empleador, frecuentemente explotador. Así, la obligación de dedicar horas y más horas, en el marco de un horario impuesto, a una labor sin sentido objetivo es lo que convierte el trabajo en alienación, en maldición y escinde la propia vida en dos. Este arrebato, despojo, pérdida de buena parte del propio tiempo que, creo que no es atrevido afirmarlo, dificulta no poco que la vida sea armónica y feliz, es la causa de que el ocio, en formato de “evasión”, se convierta en una necesidad.

Los descendientes actuales de aquellos campesinos ilicitanos que se vieron forzados a emigrar a la ciudad no han conocido lo que fue la vida en aquella cultura rural tan cercana y tan lejana a un tiempo. Han sido educados en otro marco y solo conciben una existencia urbana en la que la subsistencia ha de ser lograda bajo la férula del trabajo asalariado. Así, la gran mayoría de la gente, que no tiene inconveniente en saberse un objeto dentro del llamado “mercado laboral”, invierte largos, interminables años en prepararse para el trabajo. No con el objetivo de recuperar la soberanía sobre el propio tiempo que tenían sus bisabuelos, cosa a la que nadie aspira, sino de que la parte de cada día que ha de ser entregada como tributo al dragón sea lo más corta y descansada posible. Así se estudia, se acumulan méritos, se escala y se oposita en busca de empleos que sean estables, cómodos y bien remunerados. Importantísimo esto último, puesto que es el dinero -”vuestro Dios”, que decía Agustín García Calvo- la única herramienta capaz de proporcionar la realización vital allá donde hoy se la busca: en el consumo y el ocio hedonista. Bien lo saben quienes diseñan la publicidad de las loterías. Ni siquiera los autónomos y propietarios de pequeños negocios familiares escapan a esta sujección horaria laboral. Ya se las ha arreglado el sistema capitalista-estado para tenerles trabajando más horas que nadie con el fin de generar los márgenes que les permitan pagar las fuertes exacciones con que les carga en forma de impuestos. Entre otros mecanismos de dominación más y menos sutiles que tampoco tengo espacio para abordar aquí.

De esta forma la opresión ha cobrado una carta de naturaleza que no es discutida. El tiempo arrebatado ha quedado definitivamente en mano de los expoliadores y los expoliados se conforman con tener dinero suficiente para divertirse en la parte de tiempo que les han permitido tener; el bueno, el deseado. De ahí el anhelo permanente de los fines de semana, de los puentes, de las vacaciones, de las jornadas continuas, de todo lo que sea separar ambos horarios, concentrarlos a un lado y a otro del día, de la semana, del año, de la vida. Y si bien el tiempo “malo”, el consagrado al trabajo del sistema, como digo arriba, en propiedad se puede considerar una alienación, el otro, el que queda a libre disposición de cada individuo, a causa del tipo de ocio que masivamente se ha implantado en él, frecuentemente no lo es menos. De ello hablaremos en este libro.


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