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El movimiento de okupaciones: una larga e inquietante existencia

Jueves.1ro de abril de 2010 1186 visitas Sin comentarios
Miguel Martínez #TITRE

Nodo50

El movimiento de okupaciones sí existe, aunque es cierto que se manifiesta con una amplia diversidad de propuestas de intervención política, con colectivos y organizaciones bastante reacias a una coordinación mutua duradera y a alianzas sociales masivas, con la ausencia -al menos en el Estado español- de okupaciones de viviendas numerosas y públicamente reivindicadas.

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Para muchos, el movimiento de okupaciones no existe. La okupación sólo habría sido una herramienta más de “otras” luchas políticas y sociales. No proporcionaría identidad, o proporcionaría una tan rígida que muchos trabajan duro para escapar de ella y abrir todos sus poros. Es cierto que en el seno de un inmueble okupado se teje una enorme diversidad de complicidades. Y que la elevada intensidad de las vivencias sólo parece reconocerse cuando llega el vacío del desalojo. Pocas acciones colectivas maximizan tanto el tiempo de la vida cotidiana dedicado a intentar cambiar la vida cotidiana, y -más allá y más acá de ella- a cambiar el orden urbano del capitalismo. Con esos cimientos, pues, es comprensible el discurso de las okupaciones como “un medio”.

Sin embargo, casi tres décadas de “utilización” de las okupaciones en muy distintas ciudades europeas por parte de distintos movimientos sociales, deberían producir análisis más sustantivos. En primer lugar, concediéndole valor y potencialidad a los espacios okupados en tanto que espacios. Es decir, por muy subordinados que esos espacios estén a los proyectos de los grupos que los autogestionan, la extensión de la okupación de espacios se constituye también en un “fin” más de las políticas radicales. Al okupar, no sólo se sustraen inmuebles abandonados de las lógicas especulativas-capitalistas, sino que se genera el principal recurso para llevar adelante la autogestión colectiva y reanudar relaciones sociales y formas de vida que retan directamente a las imposiciones del mercado y de la legalidad e instituciones a su servicio. Los lemas tan coreados de “10, 100, 1000 centros sociales” y “un desalojo, otra okupación” son fieles expresiones de esa centralidad -y necesidad- del espacio. Es cierto que también se recurre al canto resistente del “nunca podrán desalojar nuestras ideas...”, pero bien podría entenderse en un sentido temporal: “...hasta que las despleguemos en un nuevo espacio”.

Una segunda característica de las okupaciones tiene que ver con sus dinámicas transnacionales y transmovimentistas. Y, además, en muchos sentidos. No sólo la dilatada carencia de “estructuras” en el movimiento ha ocultado esas dinámicas, sino que los acuciantes conflictos locales también suelen impedir ver el bosque para muchos de dentro y de fuera. Muchas okupaciones han nacido imitando a otras, incluso de otros países; muchos/as activistas han hecho de su trashumancia por otras okupaciones un periplo esencial de aprendizaje vital y político; cada vez que se abre un centro social, muchos otros movimientos sociales encuentran ahí un espacio propicio para ser, estar, aliarse, desarrollarse y transformarse. “Squat.net” y algún que otro medio electrónico alternativo más (los Indymedia, por ejemplo) han sido ventanas a esas transversalidades. Pero también las miras políticas de quienes se implican en las okupaciones han sido anti o alterglobalizadoras desde los primeros tiempos, como aquella resonante campaña anti Juegos Olímpicos de los crackers holandeses; o el zapatismo, o los foros sociales, o el antimilitarismo, o la solidaridad migrante, o las luchas transgénero, o los hacklabs sin fronteras, más cercanos a nuestras experiencias.

En muchas ciudades estamos viviendo de forma dramática la amenaza de desalojo de proyectos que han reunido a miles de personas, colectivos, talleres, conferencias, conciertos, exposiciones, encuentros, fiestas y experimentos que, a la vista está, no tienen otros espacios apropiados donde desplegarse. Más allá de cada espacio okupado concreto o de la apariencia juvenil de sus okupantes, están promoviendo la rearticulación ciudadana de los barrios y de distintos movimientos sociales. Su radicalidad, sus constantes protestas y su autoorganización horizontal, es cierto, pueden parecer más propias de décadas anteriores, pero todo ello es precisamente lo que hace valioso e imprescindible a este movimiento en un contexto de tanta miopía ante las necesarias transformaciones urbanas desde abajo y desde lo común.

Los edificios se okupan para utilizarlos como vivienda y como centros sociales, por separado o reuniendo ambas finalidades. La autoorganización y dedicación política de quien okupa varía mucho de grado en cada caso. También hay quien ha pasado de la experiencia de la okupación al activismo en centros sociales autogestionados con un estatuto legal menos conflictivo. Lo único en común a todas esas variantes es la afinidad a prácticas políticas libertarias y autónomas, aunque la “familia” de las okupaciones en casi todos los países se ha fragmentado en varias corrientes que, a veces, ni se dirigen la palabra.
Los centros sociales son los nodos más visibles y potenciadores de esas redes, al menos en ausencia de luchas más maduras en la defensa de viviendas okupadas. Del mismo modo, los centros urbanos -como han mostrado en Madrid las experiencias de los Laboratorios hace años, o el Malaya y el Patio Maravillas, más recientemente- multiplican la productividad de esas redes, su expansión y su capacidad de legitimación, aunque en los barrios periféricos también han surgido experiencias nodales muy sólidas y potenciadoras de una socialización política juvenil imprescindible (pienso, por ejemplo, por seguir en Madrid, en La Casika de Móstoles). Toda esa diversidad social y esos aprendizajes de democracia directa podrían perfectamente alzarse como un derecho colectivo de ciudadanía. ¿Por qué, entonces, siguen considerándose un delito de “usurpación” según el vigente Código Penal? ¿Por qué no suscitan, pues, más indignación social ante los desalojos vergonzosos que las acosan o aniquilan?

Muchos debates sobre la “institucionalización”, la participación en los proyectos, las estrategias de defensa, la coordinación de experiencias diversas, o la formación y proyección políticas desde las okupaciones, ganarían con un conocimiento más preciso de la memoria del movimiento y de las condiciones en que cada iniciativa se ha hecho realidad. La comunicación con el resto de la sociedad y la autocrítica saludable también podrían afinar más la ineludible lucha por la legitimidad.

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En lugar de esforzarse en conocer sustantivamente lo que significan las okupaciones, dos de las cuestiones que más suelen intrigar a algunos periodistas (y casi a cualquiera con alguna propiedad inmobiliaria en su haber -o en su “debe” hipotecario-), con un poco disimulado rictus de inquietud en sus rostros, son bastante más prosaicas: “¿te gustaría que okupasen tu casa?” y “¿no son un poco violentos los okupas?”

Las okupaciones sólo se materializan en inmuebles abandonados, vacíos, insultantemente dilapidadores de recursos públicos (sí, por muy privados que sean, han sido planificados, autorizados, abastecidos, etc.). Sólo se le okupa a quien le sobra y, sobre todo, a quien ostenta tanto con su riqueza que no le importa mostrar su destrucción a ojos de quienes reclaman espacios para vivir, solos o en común. Se le okupa a quien incumple la función social de la propiedad o el deber de conservarla en los parámetros mínimos de seguridad y habitabilidad. La vivienda, además, es un derecho y la especulación, un delito. Okupar es una defensa de lo primero y una lucha contra lo segundo. Los inmuebles vacíos nos expulsan de la ciudad tanto como nos segregan sus precios escandalosos. Esa es la primera violencia, la que nos aplica este sistema urbano y económico, y, en particular, quienes lo defienden: sus cuerpos policiales (o, en su defecto, los mercenarios contratados al efecto por los particulares). La violencia que en ocasiones se percibe desde el exterior de las okupaciones es muy parcial y desenfocada. Mucha de la recibida por los okupas queda oculta a las cámaras tras las paredes de una okupación desalojada, sobre los tejados, en el interior de las furgonetas y calabozos, durante las manifestaciones, en los ataques de paranoicos fascistas, por los jueces sólo diligentes con las demandas de los acaudalados. La vida y la lucha en las okupaciones puede tener sus momentos puntuales y desagradables de violencia. Y no sólo en eventos de autodefensa o en algunas manifestaciones; en ocasiones, aunque pese, también en las formas de relacionarse personalmente o de realizar asambleas. Pero son muchos días, meses y años de construir y cooperar al margen de buena parte de la violencia sistémica.

Holanda y el Reino Unido son dos de los países en los que la okupación de un inmueble deshabitado no ha constituido delito penal alguno durante décadas. Distintas legislaciones, sin embargo, han ido erosionando las posibilidades de permanencia de los y las okupas en esos inmuebles y permitiendo los desalojos cuando la propiedad ofrecía garantías de que los utilizaría de forma inmediata. La última ofensiva del gobierno holandés contra el derecho a okupar incluso provocó la elaboración de un nutrido “libro blanco” por parte del movimiento y numerosas adhesiones públicas. Una encuesta de opinión en el mismo país, además, mostró equilibradamente divididas las simpatías y antipatías hacia esas prácticas. En Dinamarca, donde hace una década que casi no se permite ninguna nueva okupación, perviven desde principios de 1970 decenas de viviendas okupadas en un antiguo recinto militar: la comunidad de Christiania. Hace unos meses sus moradores han perdido el último de los pleitos que mantenían en su pulso legal frente al Estado y, si la apelación final no lo remedia, es posible que en breve se desaloje violentamente a una de las experiencias comunitarias urbanas más interesantes de todo el continente. El pasado año también han sido desalojados y reokupados al poco tiempo, míticos centros sociales okupados como el Cox 18 en Milán o el CPO Experia en Catania. En toda Europa, como se puede fácilmente deducir, existen tensiones legales y políticas en torno a las okupaciones. Aunque el movimiento sigue activo y pro-activo, gestando múltiples proyectos vitales y político-culturales, la represión al mismo ha aumentado en los últimos años en una especie de perversa “convergencia europea” paralela a los procesos “para-consitucionales” instigados por las élites transnacionales. ¿No es perverso, acaso, que en las instituciones de la Unión Europea se ensalcen prácticas de participación ciudadana, innovación, conocimiento, creatividad cultural, inclusión social, sostenibilidad, habitabilidad, etc. y se destruyan aquellas experiencias sociales, como las okupaciones, donde mejor se ejercen?

España no se ha quedado rezagada. Incluso la aparición en varios países de empresas especializadas en aumentar la seguridad de las viviendas vacías y acosar a quienes las okupan, empieza a tener su réplica local con las manifestaciones de algunos personajes y blogs especializados en combatir indiscriminadamente todo tipo de okupaciones y con cualquier argumento demagógico a mano. Para estos nuevos reaccionarios, la propiedad privada se defiende a capa y espada, mientras que su “función social” y todos los recursos que consume al suelo y al erario públicos, son distraídamente omitidos. A la inexcusable y cómplice falta de diligente inspección y amonestación administrativas, se suma la agresión social que implica una práctica especulativa en la gran mayoría de los casos de abandono, deterioro premeditado y acoso a inquilinos molestos para poder orquestar los pretendidos planes de recalificación o venta futura de los inmuebles. ¿Por qué, entonces, son perseguidos y encarcelados aquéllos que denuncian ese despilfarro y le dan nueva vida a espacios muertos? ¿Por qué no se produce una movilización social que frene y revierta esa criminalización absurda y cruel?

¿Por qué numerosos jueces atienden de forma extraordinaria las demandas de los propietarios acaudalados ordenando “desalojos cautelares” antes de celebrar juicio alguno? Esto es especialmente alarmante cuando comprobamos que en más de una década y media de aplicación del Código Penal apenas ha habido sentencias condenatorias por el “delito de usurpación”. Mientras, muchos de aquellos edificios una vez okupados, permanecen llenos de escombros aguardando su ruina, o una mejor fortuna para sus propietarios. Mientras, aquéllos que han reivindicado pacíficamente su derecho a una vivienda digna, tal como enuncia el artículo 47 de la Constitución, y a espacios socioculturales donde desarrollarse libre y participativamente, a menudo también son “encarcelados cautelarmente”. En este sentido, más allá de los colectivos que efectivamente okupan y de la solidaridad con ellos en sus acciones de protesta, las autoinculpaciones masivas constituyen uno de los medios de solidaridad con su defensa que ha sido poco explorado hasta el momento. Nunca es tarde para volver a unir esfuerzos en pro de la despenalización completa de la okupación.

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El movimiento de okupaciones sí existe, aunque es cierto que se manifiesta con una amplia diversidad de propuestas de intervención política, con colectivos y organizaciones bastante reacias a una coordinación mutua duradera y a alianzas sociales masivas, con la ausencia -al menos en el Estado español- de okupaciones de viviendas numerosas y públicamente reivindicadas. Los centros sociales okupados y autogestionados (y algunos no okupados) se han convertido en los pocos espacios colectivos donde desplegar iniciativas políticas autónomas y radicales, aunque la inestabilidad legal, la fuerte represión sufrida y la escasa capacidad de movilizaciones solidarias con ellos, han lastrado parte de sus enormes potencialidades. Pero las necesidades y anhelos sociales a los que responden las okupaciones (las de centros sociales y las de vivienda) y su continuado recambio generacional animándolas, nos indican la existencia de una difusa, empero persistente, fuerza política emancipadora (de la miseria vital, del robo obsceno de las élites y del autoritarismo campantes por el capitalismo democrático) y constructiva (de una vida colectiva más plena, con menos desigualdades y opresiones). Y, ante todo, es un reto práctico que tenemos al alcance de cualquier edificio abandonado a la vuelta de la esquina, para abrir un espacio de libertad en el barrio y para proyectar hacia la ciudad y hacia el mundo las luchas de los/as de abajo

Miguel Martínez

www.miguelangelmartinez.net

Profesor de Sociología. Universidad Complutense de Madrid. Miembro del Seminario de investigación activista “Historia Política y Social de las Okupaciones en Madrid-Metrópolis”

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