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El eucalipto y el fuego

Jueves.4 de febrero de 2016 137 visitas Sin comentarios
La Mirada del Mendigo #TITRE

Por algún comentario en la pasada entrada, me doy cuenta que hay cosas, que para el que vive aquí son muy obvias, que para otra gente no tienen por qué serlo.

Salió el tema de los incendios y los eucaliptos, así que quería explicar alguna cosilla. Me ayudo de una foto que saqué ayer, en un paseo (desgraciadamente, no es difícil encontrar aquí ni eucaliptos ni incendios, más bien lo difícil es encontrar un lugar que se haya librado de ambos).

Son unos eucaliptos, tras el paso de un incendio hace unos meses. Como podéis ver, los eucaliptos ya están rebrotando. Supongo que muchos pensaréis que tras el paso del fuego, todos los árboles mueren, pero esto no es exacto. Las coníferas, por ejemplo, es muy difícil que sobrevivan pero muchas especies son bastante resistentes, como todo el género Quercus (roble, encina, rebollo, alcornoque…) los fresnos o los sauces. Pero las partes aéreas (es decir, el tronco y las ramas) sí que se pierden irremediablemente (a excepción del alcornoque, por su protección natural ignífuga), y rebrotan del pie (de las raíces). Si os fijáis en las fotos, otras especies como el toxo, también tienen este comportamiento y ya empiezan a volver a brotar.

La cuestión es que, en la mayoría de los casos, el tronco de los eucaliptos no es destruido por el fuego (para cargarse un eucalipto adulto, os lo aseguro, hay que hacerle cosas mucho peores que exponerlo a la llama, tienen una resistencia increíble a prácticamente todo lo que mataría a cualquier ser vivo). Así, pasados unos meses, rebrota, pero no del suelo sino del mismo tronco. En un par de años, nadie diría que un eucaliptar ha sufrido un incendio.

Y ahora, quería explicaros las consecuencias de este comportamiento ante el fuego, un elemento tan propio de Noroeste peninsular como lo puede ser la lluvia.

Una buena parte de los terrenos con eucaliptos no son monocultivos, sino extensiones mixtas. Hay un carballal, y el palurdo de turno planta entre medias de los enormes robles algunas plantitas de eucalipto. Al cabo de diez años, ya han igualado en altura a enormes robles seculares (no es ninguna exageración) y, a partir de ahí, los sobrepasan enseñoreándose del techo del bosque. Los robles siguen ahí, impertérritos. Es el árbol propio de esta tierra, tan majestuoso como tenaz, resistente y sobrio: puede sobrevivir con esos vampiros vegetales al lado.

Pero entonces, viene un incendio. Provocado por el mismo palurdo que plantó los eucaliptos o un vecino. El fuego consume todo, dejando atrás un paisaje calcinado. Pero, como hemos visto, esta negrura es engañosa: tras las primeras lluvias, el eucalipto empieza a rebrotar en todo su fuste.
Seguramente, los robles tampoco están muertos. Su tronco está renegrido, pero en primavera vuelven a salir hijuelos de las raíces. Sin embargo, al tener que comenzar de nuevo la carrera en búsqueda de luz solar, y ser el roble de tan lento crecimiento, se ve sobrepasado por los colonizadores, ya que éstos no han perdido la ventaja de la altura. De esta forma, a los dos o tres años del incendio, los eucaliptos ya han vuelto a desplegar toda su frondosidad, impidiendo la entrada de sol a las tiernas hojas del carballo, que de esta forma muere languidece y muere, veinte metros más abajo. En este tiempo, como mucho le ha dado para levantar un metro del suelo (y es muchísimo, lo hace impelido por las poderosas raíces que sobrevivieron en el suelo).

Así pues, el entorno ha pasado de ser un bosque impenetrable de robles centenarios, a ser un monocultivo de eucaliptos. Para semejante destrucción natural no ha hecho falta más que una mínima intervención humana: plantar unas plántulas de eucalipto, baratísimas (la misma ENCE las vende), vienen en yogurteras como los plantones de huerta, a unos céntimos la unidad. Se hace un hoyito, se introduce la plantita, un pisotón y a correr. Pasados unos años, una caja de cerillas, una mecha de chisquero, un poco de gasolina y desaparecen decenas de hectáreas; cuando se descontrola, cientos o miles.

Es muy fácil matar, demasiado sencillo destruir. Revertir esta destrucción, eliminar las especies invasoras (que no sólo es el eucalipto, también el pino y mucho cuidado con las mimosas, que tienen una tremenda capacidad de colonización) y volver a repoblar con autóctonas, costará un Potosí (que, por supuesto, los accionistas de ENCE no van a querer poner). Que esas plantas crezcan, y volver a disfrutar de esos grandes gigantes de mil brazos… llevará siglos.

Hay una anécdota que cuenta Marco Polo. Cuando regresó de su fantástico viaje, contaba a su regreso las maravillas que había conocido de la civilización china. Entre ellas, mostraba un billete, explicándoles que era una forma de dinero. Obtuvo las burlas de sus provincianos convecinos, incapaces de entender un concepto como el dinero fiduciario. Para probar que ese trozo de papel no valía nada, lo quemaron. Habían hecho desaparecer un billete que equivalía a carros enteros llenos de sus monedas.
La riqueza es un concepto humano, y hay que tener cierta cultura para apreciarla. Las culturas más bajas sólo reconocen la riqueza como la abundancia de bienes tangibles, con los que llenar la panza. En un paso más allá, la Humanidad empezó a darle valor a los bienes suntuarios, aquellos cuyo valor era determinado por la capacidad de denotar pertenencia a un estrato social privilegiado.

Y ya está. Aquí se encuentra la sociedad española: da valor a aquellos bienes materiales que permiten llenar la panza, o alardear ante el vecino.
Sólo unos pocos individuos son capaces de ir un poco más allá, y reconocer la importancia de bienes inmateriales, o materiales cuyo valor va más allá de esa materialidad. Porque ¿qué es una talla de la Piedad más que un leño con formas caprichosas? ¿Qué es un templo romano, más que un conjunto de piedras viejas, apto para improvisar un lugar para guardar el ganado? ¡Cuánto menos es la música, que no es más que aire!

Es el proceso civilizatorio el que les confiere valor. Un portátil sería completamente inútil a un coetáneo del Arcipreste de Hita, por poner un ejemplo. Como mucho, lo usaría para calzar la pata de una mesa, o el más culto lo desplegaría para utilizarlo de atril, en el cual sostener un libro. Y ese libro que leería ¿qué valor tendría en una sociedad ágrafa?
Probablemente sería utilizado para encender el fuego, como el billete de Marco Polo, igual que se usaría la talla de la Piedad que antes mencioné para mantenerlo.

De igual forma que se desmontó el revestimiento de caliza de las pirámides (originalmente eran completamente lisas, el brillo del sol egipcio en ella se debía ver hasta en los cuernos de la Luna) para alimentar los hornos de cal, con que blanquear las paredes de las casuchas de El Cairo, nuestros antepasados usaron las piedras de los castros para levantar cercas para el ganado. Y los sillares de antiguos conventos, para levantar sus viviendas.
Para valorar una obra de arte, un monumento histórico, hay que alcanzar un cierto nivel de civilización. Y también pasa lo mismo con la naturaleza o con el patrimonio etnográfico. La gran mayoría de la población está abandonada a la bestialidad, y no reconoce más que el valor de lo inmediato, de lo que le sirve para llenarse el estómago o pavonearse. Ese analfabetismo generalizado es el que explica la devastación del patrimonio natural y cultural de esta tierra.

Dos frases tan típicas como el sempiterno “¿Y tú de quién eres?“:

1. ¿Y para qué sirve los carballos? –> Tras protestar por que estuvieran talando una touza para usarlos como combustible.

2. ¡Sólo venís a sacar las cosas malas! –> Mientras fotografío una preciosa casa abandonada en una aldea.

Realmente, el enemigo de la nación gallega, el que quema nuestros bosques, introduce especies invasoras y deja que se arruine irremisiblemente nuestro patrimonio, es siempre el mismo: LA IGNORANCIA.

Hay que declararle una guerra sin cuartel, poner todos los medios posibles y aún más, para exterminarlo y erradicarlo de esta tierra.

Fuente: https://esmola.wordpress.com/2016/0...