Daniel Viglietti (1939-2017). Y, sin embargo, qué cerca - Tortuga
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Daniel Viglietti (1939-2017). Y, sin embargo, qué cerca

Domingo.22 de abril de 2018 337 visitas Sin comentarios
La Haine. #TITRE

x María José Santacreu

Los últimos mensajes de Daniel fueron urgentes: “Recién estoy llegando de La Higuera a Vallegrande” –escribía–, y unos días después: “Estoy saliendo de Vallegrande a Santiago, de ahí a Valparaíso a cantar a una escuela y luego al Congreso a recibir un homenaje y almuerzo”. Y un poquito más tarde: “Yo, tras lo del Che Guevara en Bolivia, de regreso en Santiago, cantando y respondiendo entrevistas. Lo de Coriún, aunque lo sabíamos inevitable, fue un golpe muy hondo. La noticia nos llegó en medio de los trabajos, fue muy duro. En medio del acto central de masas del 9 de octubre en Vallegrande, con presencia de Evo Morales y García Linera, me ingenié para mencionar la partida de Coriún en la coincidencia de fecha”.

Así fueron los últimos días de Daniel sobre esta tierra, porque así era él: incansable, solidario, entusiasta, luchador, amigo y muy consciente de la historia mirada desde el presente –el único que reparó en la coincidencia de la fecha de muerte de Coriún, porque era el único capaz de no olvidar (en sus notas de Brecha o sus programas de Tímpano o Párpado) las fechas y hechos históricos que no deberían jamás pasarse por alto.

Daniel, sin saberlo todavía, iba despidiéndose de sus amigos: “Un abrazo, saliendo a una radio y a un recital en Quipué. Si tenés amigos en Santiago, mi concierto de fondo es el lunes. Guardame el triste espacio” –pedía, mientras recorría de arriba a abajo el continente latinoamericano.

Vaya a continuación ese otro triste espacio, el que queríamos que nunca llegara, el dedicado a despedir y homenajear a nuestro querido Daniel.

Su padre, Cédar Viglietti (1909-1978), era guitarrista y musicólogo –estudioso del folclore uruguayo y de la historia de la guitarra–. Su madre, Lyda Indart (1917-2016), fue una excelente pianista clásica. A veces la genética y la crianza tienen sus misterios, pero en este caso es como si algún dios estuviera ejecutando la receta para engendrar a Daniel Viglietti.

Nació el 24 de julio de 1939 en Montevideo. Además de la música que absorbió de los padres (y del tío José Indart, que tocaba el piano en casas nocturnas y hoteles), se vio muy atraído por la explosión del folclorismo argentino ocurrida hacia 1950, y sobre todo por la música de Antonio Tormo y Atahualpa Yupanqui. Como ocurrió con tantos uruguayos de su generación, creció sintiendo al folclorismo argentino como expresión de lo “propio”, aunque es de suponer que los conocimientos musicológicos de don Cédar deben de haber mantenido cerca la referencia del folclore específicamente oriental. Por el lado de la música erudita, el nombre que más aparece en sus reminiscencias es Ígor Stravinsky, y eso se nota en el disfrute por el surgimiento de disonancias en un contexto más bien diatónico y sencillo, en la contención expresiva, el gusto por las líneas claras, la preferencia por los vientos y la evitación de los arcos (Viglietti jamás hubiera admitido los violines melosos que comprometen algunas de las grabaciones de Zitarrosa, por ejemplo). Se perfeccionó en guitarra con Atilio Rapat y, luego, con Abel Carlevaro en el Conservatorio Nacional –donde también estudió armonía y canto.

Folclorismo

El “complejo cultural” del folclorismo musical uruguayo era más serio, artístico y adulto que el pop bailable, y más responsable que otras músicas serias, artísticas y adultas, como el tango o el jazz. “Más responsable” porque, con respecto al jazz, era un elemento identitario, y en comparación con el tango, solía lidiar con “temas que importan”. Esta apreciación con respecto al tango puede lucir injusta, pero descendía de la noción romántica según la cual el hombre humilde del campo era la encarnación auténtica del espíritu de la nación, mientras que la cultura proletaria y pequeño burguesa se sentía como contaminada, menos loable. El hombre cosmopolita de las ciudades, en todo caso, alcanzaba el arte recién luego de un proceso de depuración intelectual-espiritual, muchas veces mediado por una reconexión sublimada con el folclore.

Así, cuando Viglietti dejó su carrera en ciernes como concertista clásico y empezó a presentarse como cantor folclorista, siguió actuando en un medio prestigioso que merecía la atención de la crítica y que, como contrapartida, implicaba para el intérprete-creador el desafío de “decir cosas”, y hacerlo desde la exigencia de refinamiento propia del artista (poeta y músico).

Su primer disco (1963) salió en el momento en que el formato LP se empezaba a imponer en el mercado uruguayo. En un mismo trienio (1962-1964) surgieron los primeros LP de algunos de sus compañeros de generación (Los Olimareños, Santiago Chalar), amalgamados con los de colegas más veteranos (Osiris Rodríguez Castillos, Anselmo Grau, Los Carreteros). Entre todos pautaron el desvelar de un pujante panorama de folclorismo local, presto a enriquecerse con la entrada en escena de varios nombres más. El disco de Viglietti expresaba en forma especialmente clara la dualidad erudito-popular. Titulado Canciones folclóricas y seis impresiones para canto y guitarra, tenía en un lado una colección de piezas folcloristas y del otro el ciclo de “impresiones”. Éstas eran como Lieder modernos, curiosa y exquisita amalgama de aires trovadorescos, armonías y “pintura de palabras” del 1600 y recursos modernistas. No eran propiamente música erudita: el modelo del cantautor acompañándose con la guitarra estaba asimilado a la música popular, y el ciclo circuló en este ámbito.

En tal sentido, las impresiones lucían como el trabajo armónicamente más original de la música popular uruguaya de entonces, y lo seguirían siendo, junto a las creaciones subsiguientes del propio Viglietti, por lo menos hasta la maduración de Mateo hacia el final de la década. Frente a eso, llamaba la atención su disposición a ser tan sencillo y directo en las zambas y milongas del lado folclorístico. El universo de los textos era rural: las estaciones del año, cielo, tierra, árboles, trigo y la disposición lírico-animista de charlar con el viento y con el río. La archifamosa “Canción para mi América” (“dale tu mano al indio”) era el muestreo, todavía aislado, de la canción de movilización de masas con fines políticos. La técnica de la guitarra era fabulosa, en la limpieza de sonido, la riqueza de matices, la agilidad, la ausencia de cualquier esfuerzo notorio. Ese debut de Viglietti ganó el Gran Premio del Círculo Crítico del Disco.

Protesta

“Canción para mi América” traducía el impacto que había tenido sobre Viglietti –como en tantos de su generación– la revolución cubana. Ese marco histórico, combinado con otra serie de factores, canalizó la evolución de varios folcloristas uruguayos hacia la canción protesta, tendencia consagrada con la movilizadora participación de una numerosa delegación local en el Encuentro de Canción Protesta en Cuba, en 1967. Ningún otro movimiento musical caló tan hondo en Uruguay como éste, y sus emociones siguen presentes para quienes lo vivieron o quienes lo absorbieron posteriormente. Tanto es así que de alguna manera los uruguayos lo dan por descontado, como algo natural, quizá sin percatarse en forma cabal de su absurda singularidad: el hecho de que, en un país colonial, el primerísimo escalón de lo “comercial” en música se corresponda con productos de fuerte acento regional, altamente cuestionadores del sistema económico y político, con una actitud que no contempla estrictamente los procedimientos comerciales establecidos, que se identifica mucho más con la actitud del “artista” –fusionada con la del agitador y militante– que con la del “entretenedor”, y que, en los hechos, resistió el paso del tiempo.

Canciones como “A don José”, “Doña Soledad” o “A desalambrar” están tan entrañadas en el alma colectiva que parecen fenómenos naturales, como si fueran el ceibo o el cerro Pan de Azúcar. Esto distrae de otro hecho fundamental: junto a lo que esas canciones reprocesan de las raíces hay un componente altísimo de invención y pericia. La relativa multiplicidad de los nombres de la canción protesta folclorista uruguaya indica que el fenómeno no dependió de la idiosincrasia accidental de determinado músico carismático, sino que fue un hecho colectivo, la cooperación del espíritu del tiempo con la superabundancia de talento característica de este país. En 1979 Zitarrosa caracterizaría a sus tres figuras más prominentes: “mientras Viglietti llegaba fluidamente a los sectores universitarios y estudiantiles en general, Los Olimareños dialogaban sin esfuerzo con el campesinado, y, yo… tal vez hallaba la mejor respuesta entre los asalariados urbanos”.

La pegada de Viglietti entre el estudiantado respondía a algunos de los rasgos ya mencionados de su música (el refinamiento, la erudición). También tuvo que ver con que, de esa tanda de músicos, Viglietti fue el más receptivo a los Beatles, replanteando así su actitud frente a la música oriunda de países anglófonos y reconsiderando el papel de la novedosa cultura específicamente juvenil y, por ende, la jerarquía de la cultura popular urbana. Pájaro Canzani contó lo fuerte que fue para él ver a Viglietti, ya entonces con el pelo largo y vaqueros, cantando “A desalambrar” en el liceo de Fray Bentos en el que estudiaba. Viglietti fue el folclorista que le gustaba en forma más inmediata a los gurises de formación beat. Y más aún luego de que, en su disco Canciones chuecas (1971) incorporó batería y bajo eléctrico, o luego de que, al año siguiente, dio a conocer “Anaclara”, el retrato por excelencia de la parte femenina de ese sector del público (“bufanda rojinegra por la espalda/ minifalda/ anaclara”). Fue muy importante para “desalambrar” el terreno cultural, o en todo caso para rediseñar las alianzas: la “protesta” ganaría espacio también en el ámbito beat (sobre todo con Dino), y se generaría un terreno nuevo que incorporaría tanto el espíritu del rock como el de la canción protesta folclorista. Sería la guía para Los que Iban Cantando y muchos de los demás músicos que conformaron el Canto Popular durante la dictadura.

Viglietti representó también la radicalidad. No fue el primero ni el único músico en asumir una adhesión a la lucha armada, pero fue el más masivo de todos. En su “fase tupamara” (él la llamó así, a posteriori), sus discos Canto libre (1970) y Canciones chuecas (1971) pueden verse como panfletos de reclutamiento, y el repertorio (de autoría propia y ajena) cubre los tópicos que corresponden: sumario doctrinal (las canciones de Salerno), identificación del enemigo y despertar de malos sentimientos hacia él (“Ding-Hug, juglar”, “Cantaliso en el bar”), enaltecimiento del combatiente (“La canción de Pablo”, “Muchacha”), insuflación de decisión, coraje y entusiasmo (“Esa canción nombra”, “A una paloma”, “Canto libre”, “Cielito de tres por ocho”), despertar de indignación y deseos vengativos al embanderar a compañeros muertos (“Coplas de Juan Panadero”, “El Chueco Maciel”, “Sólo digo compañeros”), compasión por las víctimas inocentes de la injusticia y la opresión (“Ding-Hug, juglar”, “Negrita Martina”), identificación de aliados reales o potenciales (“Me gustan los estudiantes”, “Gurisito”).

El abordaje totalmente franco no debería permitir los eufemismos y generalizaciones (que, de todos modos, abundan). No se trata de mera “coherencia”, “humanismo”, “valores universales”, “la eterna lucha del bien contra el mal”. Lo suyo fue la defensa de una estrategia específica –la lucha armada guerrillera– con el objetivo de derrocar los regímenes de gobierno y principios de organización socio-político-económicos de países latinoamericanos sometidos al dominio imperial estadounidense. Es la senda que “nos mostró el Che”. “Papel contra balas no puede servir.” “Mi mejor luto será/ echarme un fusil al hombro/ y al monte irme a pelear.” La “mirada” se vuelve “luz amartillada”. “Qué joven la puntería.” “Cielo negro, cielo guerra, y después un cielo nuevo.”

Música, franqueza y valentía

Como buen alumno de Carlevaro, Viglietti cuando tocaba se ubicaba inmóvil en la posición que le garantizaba el mínimo de tensión muscular. No había lugar para el “dejarse llevar” por la propia música. Lo suyo era la concentración máxima para controlar cada detalle de la interpretación, que suele ser la postura de los intérpretes de música erudita.

Tampoco el oyente podía “dejarse llevar” en el sentido más ligero: no son canciones de gozadera, sino que son canciones empeñadas en canalizar en forma concentrada las energías de una emoción fortísima. La mayoría de la música popular masiva, que llena estadios, funciona más bien como una desintoxicación: uno purga los demonios luego de saltar y bailar un par de horas, y sale más liviano. Pero lo de Viglietti, al revés, recargaba, depositaba un sedimento en el alma del oyente, que va a seguir ahí a la salida. En ese sentido, su música era entera con sus textos y sus propósitos. El control interpretativo era esencial para calibrar ese efecto.

Observen “A una paloma” (letra de Idea Vilariño). La composición está basada en un giro armónico que se repite a cada estrofa del texto. Esa estructura giratoria es importante para fundamentar la transformación de la “palomita” en “halcón”: lo que sonaba al inicio como una canción lírica se va convirtiendo en enérgica canción guerrera. El intérprete tiene que ser capaz de volcar los dos extremos, y Viglietti era capaz de hacerlo en forma intensísima: el inicio (“Palomita blanca/ de ojito rosado”) está cantado con esa ternura cálida irresistible, que es imposible no amar (la misma con que cantaba “Anaclara”), respaldada en la profundidad envolvente de su voz grave.

Pero luego cuando vocifera “sacale los ojos (…) y volvete halcón”, el cantante se volvió un bicho oscuro, agresivo y mortífero, con la emoción en ebullición, la voz casi gritada. Para que funcionara esa evolución había que dosificarla: si se apuraba el final perdía efecto, si se retrasaba no se construía el mismo apogeo. Y tampoco podía ser un crescendo lineal, porque se vuelve predecible y pierde interés. Así que el proceso de crecimiento está lleno de pequeños retrocesos y de variantes expresivas diversas: son ocho veces la misma línea melódica y ninguna es igual que la otra, nunca se repite el mismo truco. (Si escuchamos distintas grabaciones en vivo de Viglietti se puede constatar, además, que esas microvariantes que solía hacer eran improvisadas, aunque la improvisación se hacía desde una concentración que mantenía el todo siempre bajo control.) El final de la canción no llega a contener la catarsis: “y volvete halcón” viene sin resolución armónica, apoyado por un acorde apagado, y sigue nada más que el silencio. Se acabó, ahora arreglate como puedas. Por algo es que en los espectáculos en vivo de Viglietti, en seguida de sus canciones más poderosas y movilizadoras solía seguir una masa hirviente de gritos y aplausos.

Viglietti podía ser varios personajes vocales: tierno y cercano, satirista mordaz, guerrero, el indignado embargado por la emoción. A veces los distintos personajes se alternaban rápidamente, como en “A desalambrar”. Aquí, primero viene la voz grave, cavernosa, que entabla la primera comunicación y establece la seriedad del asunto (“Yo pregunto a los presentes/ si no se han puesto a pensar”). En seguida viene la proclama, octava arriba, con el registro metálico, estentóreo: “que esta tierra es de nosotros/ y no del que tenga más”. Ya el melisma que resuelve cada frase (“má-a-a-a-a-a-as”) de inmediato oscurece el timbre, que se vuelve más aterciopelado, mucho menos emotivo: hay que poner la moña final a la frase y llevarla a la tónica, pero no sea cosa de darle mayor proyección al ornamento que a la consigna central.

La música de Viglietti es como incorruptible, prácticamente imposible de desviar o abaratar. Nos lo impide su austeridad, sus finales abruptos, su carácter implacable. Es una música de alcance masivo que es imposible utilizar para un yingle, como música de fondo o para una parodia murguera de tipo guarango. En su sencillez, en su alusión a clisés diversos, está a pocos pasos de distancia de la ligereza, y sin embargo eleva una barrera imposible de trasponer ante la posibilidad de una escucha ligera.

Exilio y después

En 1969 hubo llamativos actos de censura hacia su música (en especial la interrupción de una trasmisión televisiva de “A desalambrar”). En 1972 lo llevaron preso, sin más motivo que sus canciones, y estuvo detenido algunas semanas. Poco después le pareció prudente exiliarse. Se instaló en Francia y recorrió el mundo participando en campañas contra la dictadura, por los derechos humanos o en apoyo a procesos revolucionarios –el de Nicaragua, por ejemplo–. Su música y sus actividades sólo llegaban a Uruguay en forma clandestina: sus discos fueron retirados de la circulación comercial, no se pasaban en la radio, y quienes tenían ejemplares trataban de tenerlos escondidos o disfrazados porque se temía que pudieran ser calificados como posesión de material subversivo.

Su influencia permaneció y tuvo consecuencias. Se notó incluso antes del exilio, sobre todo en un precoz Numa Moraes, que fue directamente alumno de Viglietti, lo tomó como principal modelo al inicio de su carrera, y se tuvo que exiliar más o menos al mismo tiempo que él. Fue un modelo también para los músicos que emergieron después del golpe de Estado. La influencia estuvo pautada por algunos de los siguientes factores: la afinidad ideológica (anarquistas y pro-lucha armada), la identificación con la noción del artista cien por ciento dedicado a una causa política, el gusto simultáneo por el folclore y por el rock, la asimilación del principio formalista de una canción movilizadora en la que los componentes “formales” fueran inextricables del “contenido” (es decir, una propensión al modernismo político y al experimentalismo), o la mera atracción por una música popular folclorista con un altísimo grado de refinamiento y depuración formal. Sumando todo, es un abanico muy amplio y bastante fértil.

Hubo seguidores bastante decididos y directos, como Jorge Lazaroff, Jorge Bonaldi, Luis Trochón o Rubén Olivera –quienes radicalizaron, incorporaron y adaptaron a sus respectivas personalidades e ideas, procedimientos que aprendieron de Viglietti–. Se pueden distinguir rasgos de su influencia en músicos tan distintos como Leo Maslíah y Jaime Roos –ambos profesaron en distintas ocasiones su admiración–. Darnauchans me dijo que su gusto por los modalismos medievales y las armonías renacentistas procedieron en primera instancia de Viglietti, y recién a partir de ello se acercó a las fuentes trovadorescas originales. En un sentido más genérico habrá habido una cantidad de cantores que se vieron estimulados a estudiar guitarra clásica movilizados por el modelo de Viglietti.

Desde que se fue del país su producción compositiva disminuyó mucho en cantidad. La que apareció en discos en vivo durante o enseguida del exilio marca un promedio de unas dos canciones por año. En 1984 pudo volver a la región y fue recibido como un héroe, tanto en Uruguay como en Argentina. En 1992 sacó Esdrújulo, su único disco de estudio con canciones propias después de Canciones chuecas (1971), con 15 composiciones nuevas. Su último disco fue Devenir (2004), grabado en vivo, que traía cuatro composiciones nuevas, y que creo que fueron las últimas que dio a conocer. Su producción a partir del exilio ya no ejerció una influencia notable. Contiene muchos temas preciosos.

Incursionó en terrenos nuevos, más subjetivos, y lo hizo con la creatividad y hondura habituales. Siempre me dejó un gusto un poco incómodo la noción de que incursionaba en esos terrenos como pidiendo disculpas, justificando a su público la licencia que se tomaba al abandonar la postura de cantor-cien-por-ciento-político, que tampoco sé si alguien efectivamente se lo cobraba. Y por otro lado, me apenó un poco ver a un cantor tan político no saber bien cómo plantarse frente al mundo concreto en que vivía, y tal vez no lograr expresarse en canciones sobre tantos problemas que hoy tenemos que afrontar.

Muchos jóvenes vienen descubriendo y perpetuando “Negrita Martina” y “Gurisito”, dos canciones sumamente tiernas y que, justamente, no mencionan el programa guerrillero. El propio Daniel nunca dejó de cantar sus canciones “tupamaras”, que, en el nuevo contexto, suscitaban un extrañísimo e interpelante choque semiótico, ya que en la actualidad no vislumbramos la emergencia de un proceso revolucionario por las vías a las que él aludía. ¿Qué se aplaudía, qué movía a los oyentes en esas canciones cuando las cantaba en sus espectáculos anuales en el teatro Solís o en alguno de los muchos actos solidarios en los que nunca dejó de participar con generosidad y entrega?

¿El heroísmo y la valentía de un músico que se atrevió a poner en poesía, sin ambigüedad alguna, lo que muchos pensaban pero pocos se atrevían a expresar en forma explícita? ¿La increíble habilidad, sensibilidad, empatía, conexión, con que plasmó sus canciones-mensajes? ¿El fundamento de amor por los desvalidos, de esperanza en un mundo mejor y de justicia para la mayoría –más allá del acuerdo, o no, con el camino sugerido para alcanzar esos fines–? ¿La nostalgia de tiempos en que los problemas parecían más sencillos y las soluciones más cercanas? ¿El encanto con la expresión viva de dicha época, que aun contemplada con distancia y superación sigue teniendo sus atractivos, aunque sea estéticos? ¿El hecho de que sigue habiendo “caídos”, y que aunque esas canciones se escribieron hace cuarenta años, cuando las oímos hoy nos hablan, por ejemplo, de Santiago Maldonado? ¿La poética misma, extrínseca pero presente, que el devenir histórico impuso al suscitar todas esas contradicciones, y la necesidad de pensar en esas contradicciones para trazar los nuevos senderos de lucha? Y sí, compañeros. Para amanecer.

Brecha

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