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Charlatanes

Domingo.24 de febrero de 2008 769 visitas Sin comentarios
Capítulo 10º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Había resuelto pasar el último día de las fiestas de aquel pueblo descansando; paseando simplemente por el recinto ferial sin hacer nada; observando el espectáculo colorista desde fuera y saludando a unos y a otros cuando en un pequeño rincón medio apartado y desde un corro de lugareños expectantes emergió un sonsonete que me resultó familiar: “Cuánto cuesta, cuánto vale; en mis manos nada”. Era éste el santo y seña de José y Agustín, una pareja de charlatanes a la vieja usanza que conociera tiempo atrás.

Fue un día en que me encontraba lamentablemente tirado en la carretera en medio de la noche. Mi querida Candela, aquella vieja Dyan 6 de mis primeros tiempos de ambulante, cargada hasta los topes de sombreros de paja y cestas de mimbre había decidido abandonarme para siempre frente a la central nuclear de Almaraz y yo me encontraba en el trance doloroso de intentar comprender cómo nuestras relaciones se habían podido deteriorar hasta tal punto. Coincidió que circulaban por allí sin rumbo fijo, disfrutando al volante de la noche estrellada un par de tipos bastante singulares; “gentes de mundo” como a ellos mismos les encantaba definirse, que no sin dejarse en el asfalto la práctica totalidad de sus neumáticos consiguieron frenar a duras penas y bajar la ventanilla para con voz cazallera preguntar: “¿Necesitas ayuda?. Pues claro que la necesitaba. Tras las pertinentes condolencias a la difunta decidieron al fin que podía abarrotarles su C-15 con mis bártulos y acompañarles sin más en su delirio. Resultó al conversar que ya nos conocíamos, que habíamos coincidido en alguna feria, que teníamos amigos comunes, que conocían el terreno, que sabían de una venta a pocos kilómetros de allí que nos iban a poner hasta jartarnos... Y fue así, de aquella manera tan estúpida, que me vi preso por tiempo exagerado (como en todas las condenas) de la vorágine de sus vidas.

Vividores, mujeriegos, apasionados, ingeniosos... el universo entero les resultaba insuficiente. José provenía del mundo de la escena. Se había criado entre bambalinas siguiendo los pasos de un hermano mayor que manejaba las luces de un teatro de renombre de Madrid. Un día se decidió a traspasar el umbral de los telones y buscando un maestro que le iniciara en la interpretación se topó en plena calle con un chaval, Agustín, que patatín, patatán se las ingeniaba para convencer a un corro de transeúntes de que le compraran uno de esos inservibles cachivaches domésticos que sin duda hemos tenido alguna vez el inconmensurable placer de tirar a la basura. Comprendió entonces que era éste un actor en carne viva y que aquello que aprendiera de él podría servirle de mucho en un teatro y convenientemente protegido y arropado por los recursos de la dramaturgia.

Instruyó Agustín a José en los ceremoniales de su oficio; lo impregnó de su romanticismo y lo introdujo en el selecto club de supervivientes de lo que fue en su tiempo una hermandad tan digna, culta, elitista y hermética como lo fueron los grandes gremios artesanos del medievo pero en la que lamentablemente hoy sus últimos acólitos, derrotados todos, arruinados, incomprendidos y desplazados por un mercado tan deshumanizado tan solo aspiraban cada mañana a sacarse unas perrillas en cualquier rincón insospechado de Madrid para pagarse unos vinos en Casa Paco, aquel recientemente desaparecido bareto de Tirso de Molina donde se reunían por las tardes a recordar los viejos tiempos y a deleitar a conocidos y extraños con espectaculares alardes de sus dotes.

Uno de los juegos que más les gustaba practicar bien merece ser expuesto en estas páginas. Se acomodaban dos de ellos en un trozo de barra en los intervalos más concurridos del local y uno cualquiera comenzaba a relatar una historia al compañero con la intención encubierta de interesar al mayor número de parroquianos. A medida que lograba mayor audiencia alzaba más la voz y puedo dar fe de que conseguían en ocasiones la increíble proeza de acabar capturando con su labia a la totalidad de los presentes.

De la mano de Agustín descubrió asimismo José los entresijos de las ferias; sus luces y sus sombras; la libertad de los caminos pero también el desarraigo. Y fueron esos mismos caminos los que los fueron baqueteando a uno y a otro hasta convertirlos en los pobres diablos que ahora eran. Yo me daba cuenta de ello aunque condescendientemente todavía me dejara seducir, cada vez que me los encontraba, con los mil nuevos proyectos que supuestamente habrían de cambiar el rumbo de su suerte.

Ahora los tenía trabajando allí delante de mí en aquella pequeña plazoleta sin que pudieran descubrirme y no fui capaz de acercarme a saludarlos. Me parecieron patéticos, seres de otro mundo incomprendido, bufones de otros tiempos. Con el estómago revuelto me fui directo a la furgoneta decidido a salir cuando antes de aquel pueblo.

Meter la directa y sentir el aire fresco percutiéndome en la cara fue todo un alivio. La imagen de José y Agustín atrapados en el tiempo me mantuvo aturdido durante bastantes kilómetros; justo hasta que logré abandonar la carretera principal y desviarme decidido hacia la sierra.
Era ésta una serpenteante travesía que permite acceder a los Montes Universales a través de Ojos Negros y la Sierra Menera ideal para conducir en noches claras de luna como aquella. Al instante ya estaba otra vez en mi planeta preferido, en mi hábitat natural, en mi valhalla. Curvas y curvas entrelazadas seguramente entre sí por no perderse en la inmensidad de aquel bosque de pino rodeno. Pozondón, Orihuela del Tremedal, Griegos, Villar del Cobo, Guadalaviar... Conocía por allí un refugio de montaña a escasa distancia del río Tajo por haber asistido en él a una gran fiesta que organizaran un día los mozos de toda la comarca. Y allí paré. Dejé por un instante que el aire frío de la montaña me envolviera y que los intrigantes sonidos de los animales despiertos me sobrecogieran en medio de la noche. Y me dormí.

Cuando al despuntar el día desperté y abrí de par en par la puerta trasera del furgón la vida se desparramaba exuberante a mi alrededor.

Y fue impregnado de ella que me dispuse a afrontar solitario otra aventura,
otro viaje,
otro episodio desde lo alto de una noria.